Comentarios a la Anédota |
Tarde de ángel con
mariposa fugaz
(A Natalia Andrea, porque me recordó aquella vez que ahora cuento) Un día al que entibiaban el pasar de otoño por las calles de Mendoza y el rumor cerrado de las escobas diligentes, andaba yo con destino incierto y dejé que mis pasos se detuvieran del todo y me permitieran descubrir que no tenía a dónde ir. Eran mis dieciseis años: era esa incertidumbre que se tiene de pronto y uno siente que de veras no hay caminos. Todos los rostros amados suspenden el día y secretean en nuestros oídos sin tregua, el alma atribulada de sentimientos siente un anhelo de quedarse en silencio absoluto, pero no quiere despojarse de esa sensibilidad que la hace gigante. Experimentaba un reiterado abrazo: el de la soledad. Tenía los días pasados la mirada envuelta de niebla, evitaba confrontaciones, si una mujer me miraba me sentía el más desdichado de los hombres, y si no se percataba de que yo existía, me sentía aún peor. Quería llamar la atención pero pasar desapercibido, asomarme a una ventana y esconderme antes de que me vieran. Sufría otras ocurrencias por el estilo: sospechaba que mi muerte era inminente y practicaba una lenta eutanasia con el yo que se perdía para siempre. Me despertaba antes de que saliera el sol y cantaba una canción de la niñez, sentía que mi habitación se inundaba de espejismos, yo nadaba sobre mi cama y era un delfín, era que afuera había un concierto de cámara para los astros invisibles de la aurora, era que aquí adentro me sucedían yoes sobre yoes como burbujas de detergente que hacés con un bolígrafo vacío. Se amontonaba la belleza en la puerta, yo prefería no abrirle. Quería que se colara por la ventana, se agarrara de las cortinas, emitiera espumarajos de albura sobre los pocos muebles y la poblada biblioteca. Sufría, pero estaba lleno de goces pequeñísimos. Aquél día que les cuento, salí decidido a resolver: el océano de preguntas me tenía mareado, encerrado en el camarote de mi mente. Tenía la agitación del que ve una afrenta en el tedio cotidiano, tenía esa impaciencia que va con ella, pero lo curioso es que un balcón sin flores o una puerta despintada o un mendigo callejero encerrado en sus harapos, hacían sonar campanas de sumisión y la tristeza me aplacaba superficialmente el ánimo, ponía sus uñas en mi retina y retiraba los colores frívolos de la autocompasión. Trinidad estaba lejos, viajando, empezaba a acomodarme a eso, mi amor podía concebirla tan lejos y aún así conservar la calidez. Daba vuelta a la esquina, podía haber cualquier cosa en la otra cuadra, pero siempre el ángel, a veces con cara de Trinidad y otras con el rostro mudo de un cirio bautismal y otras con cara de niño vendiendo estampitas de espantosa superstición: vulgar astrología, vírgenes de temple mentiroso, flaquísimos hombres barbados sometidos a maderos en cruz con cara de "yo no fui" o con cara de "a la mierda con todo esto". Me dejaba emborrachar en los kioscos de revistas, paraba en todos, agotaba cada panel, fijaba mi atención en esta o aquella portada. Tal vez compraba alguna, tal vez sólo saludaba al vendedor o después de mirarle todo daba media vuelta con militar acrobacia y deslizaba tácimente un desprecio. Todo esto vivido de forma caprichosa, pensando en Trinidad un rato, huyendo del ángel que se estaba apareciendo más de lo habitual ese día. Hasta lo vi pasar en un colectivo para colegiales, entretenido en las trenzas de una niña de ocho años o tentado de ganas de hacerse paloma y tirarse en la plaza donde un jubilado le tiraba migas de pan y migas de pena remota. No me sorprendía mi clarividencia: de niño le temí, de adolescente era inestable y se confundía con fantasías. Nunca supe si el ángel fue real: yo simplemente lo veía y casi siempre me provocaba risa y angustia. Huyendo estaba ese día del ángel, de las escobas, de mí y del día. Cierta expectativa hacía cosquillas en el ombligo. Había caminado cuadras y cuadras sin rumbo, la brújula loca quiso que me apurara: antes de las siete de la tarde, en la fuente de Rómulo y Remo, en la plaza Italia. Imaginar una cita me privó de ensoñaciones, pero motivó mi instinto y me encaminé por las baldosas de la urgencia y la determinación. Evité semáforos y perros vagabundos, le saqué la lengua a bebés apurados en brazos de madres apuradas, calculé precios de costo al ver vitrinas con números rojos pintados a la sombra de la palabra oferta, bailé tregua y bailé catala si veía la sombra de la muerte detrás de una reja o un entrecejo fruncido o una bocina autoritaria. Llegué puntualmente. A los pocos minutos llegó Amanda. No me vio o fingió no verme. Fiel a su naturaleza insobornable, no se arrimó al asiento donde yo estaba: como si fuera lo más natural del mundo, se quitó las sandalias, el sombrero y las dudas, y se metió en el agua de la fuente. Pronto se sintió cómoda: con arte y suspicaz pudor, se quitó la ropa interior y la arrojó por el borde de la fuente. Sólo tenía una polera corta, de color blanco, y una falda diminuta que hacía suspirar al Rómulo de piedra mientras Remo se ponía celoso y mordía las tetas de la loba. Amanda tenía un collar de caracolitos, y muchas pulseras de diferentes colores. A todo esto yo estaba demorado en razonamientos: se suponía que ella no debía estar aquí. Estaba haciendo una residencia en Rio de Janeiro. Hacía por lo menos un año que no la veía. En la comunidad tampoco me advirtieron que ella estaba por venir de visita ni nada de eso. A la vez que mi razón tropezaba con cuestionamientos, mi cuerpo estaba sometido a la turbulencia de la sorpresa. Una corriente vegetal y auspiciosa despertaba hambre de caricias en mis yemas. Mis ojos no eran míos: la belleza de Amanda los había robado, adornaban su desnudez, danzaban rituales envolviéndola en sortilegios de turquesa. El ángel hacía monerías en un columpio, yo lo ignoraba, algunas nubes estaban rosadas y avisaban que pronto la noche querría venir a quedarse un rato entre los mortales y los inmortales necios. Descubrí a la luna haciéndose lugar en el poniente. Un carnaval de sombras crepusculaba los jardines, cierta neblina terminaba de envolver todo en sueños y rumores. Entonces tuve valor para acercarme a Amanda. Quise jugarle una broma, fui por detrás y traté de abrazarla de arrebato. Al acercarme con sigilo, ella me dijo que al fin me encontraba, arruinando mis intenciones. No quiso que la viera de frente, primera cosa que me puso en alerta. No dio explicaciones, sólo dijo que quería que yo la abrazara. A eso había venido. Que me diera prisa me pidió. Que se moría de pena. Yo era una obediente marioneta, sin pensarlo dos veces, seguí acercándome por detrás hasta abrazarla. Sentí como cuando uno mete las manos en el agua: se encerró mi abrazo en el aire. Desesperé: ya no estaba allí. Los vacíos ojos de las estatuas, la mirada indiferente de la loba, el escenario de piedra en medio del agua, yo metido en la fuente, los zapatos mojados, el pantalón húmedo hasta la rodilla. La desazón hecha nudo en la garganta y hecha llanto robusto al atardecer. Dudas revoltosas, plumas de plomo en la espalda, raíces complicadas entre los tobillos, incendio de pavura entre los ojos, latido del océano en las sienes, rugido de cien leones heridos en los oídos. Una certeza: Amanda estuvo allí. Otra certeza: nunca estuve más solo que entonces. Me tomé todas las horas que quise para recuperarme. También sentía odio, y cuando la noche era inevitable, cuando muy pocas estrellas llenaban los espacios azules que las nubes ahora grises dejaban entrever, pude quitarme de los labios el nombre de Amanda y pude llevarle un poco de paz a mi corazón, que había latido como si el viento del mediodía estuviera aprisionado en su interior. Descaminé lo caminado, todas las brumas me daban gravitación nula, el peso estaba concentrado en el pecho compungido, pero mis pies estaban leves, iba casi suspendido por las veredas. Sólo me distraían las ventanas con luces que le decían a la calle: acá estamos, aquí vivimos, no vino la muerte, quizás mañana no estaremos, pero hoy, le cantamos a la noche con esta luz de cocina o de dormitorio. No tuve desfile de preguntas, sólo mantuve muy vívido el recuerdo de ella, semidesnuda, en la algarabía de su aventura, y en las palabras que eran su y mi desventura: me muero de pena. ¿Por qué? ¿Qué diablura te llevó muy lejos, tanto que no supiste enfrentar los invisibles demonios? ¿O qué amor te deshonró? No hubo ninguna respuesta. A pocos pasos detrás, el ángel hacía como si calzara pesadas botas, para que yo escuchara sus sólidos pasos. No me volví a mirarlo: vería su cara de atorrante bueno, su camuflaje de nostalgia que remedaba la mía, vería un afan hecho lucecita, vería los ojos de Amanda quizás o las manos de Trinidad o algún gato perezoso de la madrina. O no vería nada, y la insoportable soledad acabaría ese noche conmigo y con mis ínfulas de guerrero. Supe que estar vivo consiste en tolerar nuestra escasa sapiencia de las cosas ultraterrenas, y en sobrellevar días como ese, donde algún secreto poder nos agobia de enigmas y la sensación de yo se desvanece como el día, como los recuerdos, como un sueño compartido. No podemos salir de nosotros, afuera queda intacta una adivinanza y una ceremonia que traemos en la sangre nos trae antepasados fijando sus memorias en los espejos que terminarán reflejándonos. El único sosiego es tomarse de ese intento, musitar una plegaria olvidada, caer de viaje hacia el núcleo de llovizna donde nos posamos en la tierra, interrogamos el mundo, nadie nos responde y sin embargo, todo ya lo conocíamos de algún modo, y nos morimos de pena o de amor o de encantamiento, que de algo hay que morirse a fin de cuentas. Miles de muertes como esas sostienen al guerrero cuando debe mirar cara a cara a lo Impersonal, y en los ojos milagrosos se vuelve a ver a aquellos que se amó con toda el alma, y se dan los abrazos tardíos que alguna vez nos dejaron mudos de tormento abrazando la ausencia del amado.
30 de diciembre de 1999 Galo
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