"No
hay hombre que en última instancia merezca el desdén y la
ironía;
ya que, tarde o temprano, con divisas fuertes o no, lo alcanzan las desgracias, las muertes de sus hijos, o hermanos, su propia vejez y su propia soledad ante la muerte. Resultando finalmente más inválido que nadie; por la misma razón que es más indefenso el hombre de armas que es sorprendido sin su cota de malla que el insignificante hombre de paz que, por no haberla tenido nunca, tampoco siente nunca su carencia". Ernesto Sabato, Sobre héroes y tumbas, V
Un día con Juan nos fuimos a Santiago de Chile a ver a Silvio. Cuando vio la guitarra acústica, Aureliano empezó a querer salirse de sus pies y quedarse a la orilla de Silvio, mientras las pocas luces hacían un perfil hechicero del trovador, mientras yo lloraba intensamente mientras volvía mi corazón hacia Casiopea y mientras Juan hacía de su fanatismo un curioso saltar masoquista, Aureliano mientras era más que Aureliano y mucho menos que ése que se dejaba maltratar por el asma, esa turbulencia de angustia que le hincaba los colmillos a su respiración y Casiopea allá pero acá, en el corazón la dulzura de Silvio, los tres siendo tan felices a pocos meses de que nos cayera encima tanta sangrienta nieve. Hace menos años, nos acordábamos con Juan de Aureliano mientras repetíamos como una letanía el estribillo mágico "cada vez que me amas, es un milagro" con Silvio y Aute, pedazo de amigo. Y extrañarlo ya es una vocación, somos brujos tan nostálgicos, quisiéramos que los amigos siempre se queden, pero ¿quién tiene las llaves que abren todos los cerrojos? El nagual debería, pero no es así, debería es una palabra tan áspera tan terrible tan cruz tan clavos. Aureliano se fue como se fue el unicornio de Silvio, como se fue la bondad de Santiago, como se fue atribulada de púas la madrina Sofía, como se fugó con las nereidas nuestra Lupe, como se fue mi inocencia una tarde de noviembre. Para Aureliano los géneros musicales eran una arbitraria disección de la belleza. Se ponía al piano del nagual Zacarías, como si abriera el cofre que esconde el tesoro más anhelado abría el piano, despejaba la sucesión blanca y negra que en instantes se sacudía pintando en el aire esa desgarradora sonata de Beethoven, o aquél vals de Chopin o aquella joya pura de Schubert, Aureliano encorvado en su piano era un héroe troyano, un legendario nigromante arrepentido, una vindicación de la vida, Aureliano era mi amigo pero cuando tocaba sus canciones era como un dios pagano, adivinaba costados inhumanos en sus posturas de entrega al inapresable hecho musical, lo veía desatando esos nudos esos adagios esos entreveros melancólicos y en mi alma se encendía un nuevo lucero cada vez. Oir a Aureliano era enriquecer de estrellas la noche constelada de cada cual, lo atroz y lo maravilloso urdían una trama única, las alas le salían a cualquier cosa y ya no te sorprendía entrar al comedor de cortinas blancas y olor a libros y encontrar cosas flotando, candelabros de bronce agitando sus alas, tenedores de plata danzando cascanueces, manteles fantasmando ventanas, cortinas como alfombras voladoras que emigraron de Oriente una tarde en que en algún jardín se quedó sin palabras un poeta y se quedó sin vino una copa de cristal que bebió una amada perdida. Un brujo amigo del nagual le hizo un violín, le dijo tomá tu Stradivarius, es hembra, dale aliento, contale fábulas, rompele las pautas, soltalo como se suelta un pájaro que morirá de pena en su jaula de oro. Aureliano tuvo un amor. Poco supimos, fue desgraciado, esas cosas unilaterales que se convierten en volcanes, pedruscos, lentas lluvias pesadas de invierno, magras miradas robadas, labios imaginados en un beso que jamás prosperaría. Sabemos que no se llamaba Natalia, pero para el sí. Una mañana, lo acompañé a esperar que Natalia saliera del colegio, me la señaló con entusiasmo, estábamos escondidos detrás de un árbol como a treinta metros. Supe que mi amigo tenía una extravagancia más: no amaba a una niña bella. Natalia era casi vulgar, de nariz decididamente fea, de frente acaso demasiado amplia, de pelo tal vez escaso para su cráneo y sus orejas, de cuello un poco delimitado por casualidad, de espalda ancha para esa cintura, de cintura ancha para esas piernas que acababan en pies anticipados por tobillos salientes y rodillas gordas. Sospeché que tampoco era dulce. Tenía una expresión cansada y entorpecida por un entrecejo quejumbroso, su boca dominada por un rictus de sutil desprecio, sus ojos como reclamando culpables. Aureliano me pidió que le escribiera una carta de amor, accedí, no del todo desinteresadamente (le costó un libro de Oliverio Girondo, ese que leo y releo cuando pienso en él y lo extraño). A los pocos días que Aureliano se fue, advertí con congoja que nunca se animó a dársela, la había firmado con su nombre, había adornado el sobre con guardas rosadas, cuántas noches se habrá sentido decidido a entregársela y cuántas veces habrá fracasado frente a esa niña difícil, esa niña de sus sueños que provocó tanta hermosa música en el Stradivarius de Aureliano. El nagual me dijo un día: Aureliano no nació para la brujería. Yo le dije entonces si había nacido para la amistad. Y él negó con la cabeza. Dijo: nació para extraviarse. Este día me lo acuerdo clarito: era agosto. Yo esperaba a Aureliano en una plaza, íbamos a ir al cine con Marina y Trinidad. Serían las cinco de la tarde cuando supe que él no vendría. Llamamos para confirmar que salió y no llegó nunca. A las dos horas volvió a su casa, donde lo esperábamos angustiados. Venía muy mal, la camisa sin botones, la cara cansada de llanto, los brazos lastimados, la boca hinchada. Lo que temíamos: Santiago y sus secuaces lo habían interceptado, me mandaron un "mensaje", fue la primera vez que supe del odio, fue la penúltima. Por si fuera poco la golpiza, le robaron la bicicleta, y lo abandonaron en medio de un ataque de asma, después del cual Aureliano perdió esa libélula delicada que es la inspiración. Se volvió muy parco, nos visitamos cada vez menos. Cuando le preguntaba al nagual qué pasaba el me explicaba cosas del honor, del cantar del mío cid, de los guerreros jaguares que no abandonaron la sitiada Tenochtitlán, de los caballeros templarios, de Manco Capac. Éste es parte del último diálogo que tuve con Aureliano, tal como lo recuerdo:
- ¿Y ya no tocás, Aureliano?
Hubo palabrotas luego. Empujones. Su asma, mi asco, su ultraje, mi ultraje,
nuestra rivalidad absurda, nuestra amistad perdida. Yo buscaba un espacio
de cordura donde prosperara algún acuerdo, el sólo quería
tener más aire y más bronca, llorar menos, saberme odiar.
Convenció a su madre para que lo inscribiera en un seminario en
Córdoba, ya debe estar muy cerca de ser sacerdote. Tal vez ni siquiera
se conmueva con Silvio, ¿andará por qué calles, cómo
recordará nuestra adolescencia turbia? Lo que perdura inexplicable
para mí es el grado de responsabilidad que me cabe. Hay días,
que me acerco casi a la revelación, pero termino no llegando de
todas maneras, supongo que debí hacer algo, entender que esa preciosa
criatura que era mi Aureliano había trasladado la fuerza que se
negó a si mismo poniéndola en mi porfiada costumbre de asumir
las cosas, de hacerme a la vida como un toro bravío en una corrida
donde todo se inclina en su contra. Supuso que yo sabría conseguir
del mundo lo que él no pudo: el amor de una niña común
y corriente. Supuso que yo recuperaría su bicicleta celeste. Supuso
que yo coronaría su martirio dandole una paliza a Santiago. Supuso
que yo actuaría a tiempo en ese extravío que lo alejaba de
nosotros. Se equivocó en todo. Algo me dijo el nagual, no me permiten
sus palabras el consuelo o la comprensión, pero agitan en mi corazón
una pena que es fuerza también.
- Un nagual hecho y derecho sabe vengarse, Galito.
Galo
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