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Anédotas Brujas - imágenes y textos de Galo  

Comentarios a la anécdota

Cómo se fue Aureliano

Quise mucho a Aureliano. Lo quise y no todo es pretérito, aún lo quiero. A los pocos días de publicar esta anécdota que más o menos lo retrataba, me llegó una carta de él. Las palabras eran parcas, pero no conseguían disimular cariño. Inevitable la pomposidad católica de sus oraciones con caligrafía escolar, inevitable su condescencia y sus ínfulas de salvado salvador. Anticipaba su visita a Mendoza en el próximo mes, dejaba un teléfono. Yo sabía bien donde ubicarlo, supuse (bien) que se hospedaría en casa de sus padres. Tanta escolástica le había procurado una prosa en cierta forma elegante pero anticuada. Usaba un castellano de museo y se las arreglaba con destreza para predicar su buena nueva. Le habían prometido una capilla en Entre Ríos, en setiembre de este año, si todo salía conforme a sus planes (y a ajenas promesas). Se cuidaba de preguntar por nosotros, los de antaño. Apenas mencionaba a Macedonia y a Trinidad. Luego firmaba con trazo rimbombante.

En un primer impulso, quise verlo. Me preparé de algún modo, hice reparaciones en el alma, jugué a olvidarme de algunas cosas, visité a su madre con alguna excusa pálida. Hice más. Yo tenía una gran noticia para Aureliano, y elucubré el modo de transmitírsela. Aquella niña que el quiso, Natalia, estaba asistiendo como aprendiz en un grupo que abrió Juan. Veladamente, mi "propio" les inculcaba artes de guerrero a jóvenes con ínfulas de actores, esto de forma moderada pero constante, en las clases de teatro. Reconocí a Natalia en el papel de lisiada en una mala obra que representaron estrenando el elenco. El tiempo la había mejorado. No significa que estuviera más linda, pero a veces, la luz le daba una apariencia digna, y su personalidad trabajada por la amargura, afloraba en sus gestos, haciéndola interesante o cuando menos, más prometedora. Articulé una esperanza vaga: reunirlos. Eso que muchos tacharían de idiotez confieso que es ingenuidad, exijo esta mínima indulgencia.

Un día, no hace mucho, me llama Aureliano. No habló conmigo porque yo no estaba. Dejó dicho que estaba por regresar a Córdoba, que no quería irse sin vernos. Cuando supe que había estado casi un mes en Mendoza sin atreverse a contactarme, cuando advertí que a duras penas me llamó justo antes de volver a sus cosas, me pareció leer un mensaje del espíritu. No debía verlo, no obstante el deseo que tuviere de hacerlo. Creí una especie de deber fingir que intenté comunicarme. Dejé los rastros que permitieron luego, en medio de una disculpa por escrito, trazar los contornos de una coartada. El sábado que el subía a su avión, el mediodía de mi provincia estaba gris y frío, como mi alma.

Todavía sentí un deseo de cerrar una ventana que dejé abierta. Llamé una y dos veces a Natalia. Se había ido a la montaña con su esposo. El puzzle estaba irremisiblemente desordenado: no sólo las piezas no querían caber, sino que pertenecían a paisajes fragmentarios diferentes. ¿Con qué soñaría mi afiebrada mente? ¿Hasta cuándo soñaría esos reencuentros imposibles, hasta cuando esperaría de los demás lo que no podía esperar de mí mismo? Si todos estábamos extraviados, ya no sólo Aureliano, ni su amada imposible ya imposible para siempre, ni nuestra amistad de la que sólo quedaba una tierna nostalgia y una forma torcida de culpa. Los de entonces estábamos en rumbos tan distantes, en sitios tan alejados de aquellas calles compartidas en la adolescencia: los de entonces estábamos tan terminados, tan sin remedio sepultados en la confusión de momentos que llamamos el ayer. Cómo se fue Aureliano, cómo nos fuimos yendo todos, a su tiempo y a su modo...

 

Galo

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