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Anédotas Brujas - imágenes y textos de Galo  

Comentarios a la anécdota

El obsequio del tahúr

Dos temas dieron a luz esta anécdota, una secreta coincidencia los reunió. A mi deseo de escribir sobre el espanto se vino a yuxtaponer la oportunidad de responderle a alguien cercano cómo fue que aprendí a emplear el tarot para discernir o atormentar. Todo apuntó a Tahúr, y su recuerdo doloroso surgió de mí como si no lo hubiera vivido, como si hubiera soñado con el viejo, su muerte, su vida atorrante y su desolación.

    Siempre hay un día, un día fatídico, en que nuestra infancia va a estrellarse con la constatación de que el mundo puede ser un sitio tenebroso; uno se da cuenta ese día de que el infierno es algo que puede quedar a mano, puede subtanciarse en la pérdida de un animal querido, en una noticia aciaga, o la simple aparición de un pájaro muerto en el jardín. Una vez asumido el horror posible, la vida se vuelve un poco más profunda y nos transcurre menos etérea. Puede tornarse mórbida para algunos, pero supongo debilidad en quienes no recuperan la alegría después del espanto. Porque si la vida es pavura también es bendición de una amada o de un hijo, también es esas mariposas que sacuden colores en la mirada. Sólo que para Tahúr, su punto de encaje estaba acostumbrado a regiones lúgubres, y se daba con obstinación a la exploración de territorios deleznables. Conocerlo, entreverarse en un diálogo, era sospechar que más allá de sus ojos de buitre empezaba una zona terrorífica y agria. Uno quería huir siempre, pero los años me han llevado a recomponer mi visión infantil y ver en aquél hombre a un valiente de veras, un guerrero que renunció equivocadamente a la hermosura, pero tuvo el coraje para no apartarse de su decisión y cargar con todas las tremendas responsabilidades y connotaciones. ¡Llegó tan lejos! Fue un desafiante de la percepción y sostuvo la fetidez del basurero cósmico que nuestra distracción pasajera nos evita confrontar porque somos rebaño.

    Fue aquel emisario del espanto quien dejó en mis manos su baraja de Tarot, y de ese modo me introdujo en un mundo de símbolos y recovecos antiquísimos donde los hombres fueron escondiendo esencias, conjeturas y paradigmas. Tuve, sin transición alguna, conocimiento cabal de lo que representaban las imágenes. Los años me robaron el don, o quizás algo en mí dejó de merecerlo. Con el tiempo, regresé al tarot pero desde el lado más racional. Lo estudié en libros, coleccioné barajas, ensayé tiradas con amigos y familiares. Sólo muy de vez en cuando, si me atenaza cierto estremecimiento, recupero aquella intuición primigenia y ese rompecabezas de naipes sobre una mesa compone un escenario, un mensaje único, un remitirse a las cosas con asombrosa precisión. Lejos de dominarlo, concibo al tarot como un acertijo, que aconseja honestamente pero gusta de enredar en adivinanzas lo que quiere transmitirnos. Una amistad de años con el loco, un escrutar considerable de la rueda de la fortuna, un enamorarse de la emperatriz, un respeto glacial por el diablo y un temor inextinguible por la torre caída, todo es requisito esencial para llegar al arcano que esos arcanos velan. Pero es aquél no se qué la llave, esa conexión con el espanto, decididamente, lo que produce el milagro criptográfico y extrae de la confusión arquetípica el preciado mensaje esperado. Cada cual, si concede valor al tarot y se esmera en conquistar sus caprichos, debe hallar el color del intento que activa la sabiduría nagual reminiscente y permite decodificar los avisos. Es en mi caso la sensación del puro horror libre de morbidez, pero puede ser la tristeza, puede ser el amor, puede ser la sincera curiosidad, puede ser la desesperación o la fe.

Galo

 

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