Esa mañana
Marina no me despertó. Era inusual, siendo el inquieto y travieso
ser que es. Su forma de acecho es el alboroto espontáneo, la ocurrencia
lúdica. Desperté solo, convencido de que algo sucedía.
La mañana andaba gateando, serían las nueve. El nagual Z
se había ido al Chaco, porque debía pasar una especie de
iniciación chamánica menor. Estábamos en la casa de
doña Carolina, vieja bruja que se unió al nagual cuando él
era joven y ella tenía ya cuarenta. No le dio la talla, pobrecita,
para quedarse en el equipo del nagual Z y la madrina Sofía, pero
su amor sin condiciones y su extrema soledad le impidieron marcharse y
pidió quedarse como una especie de ama de llaves. La recuerdo como
una abuela de amargura indescifrable y sonrisa generosa, si creyera un
poco más en los ángeles me gustaría creer que la sostienen
en su gloria en esa remota vastedad que evoca la palabra cielo.
El olor del café que venía de la cocina afectó fuertemente
mi decisión de ir a ver a Marina. Estaba especialmente hambriento,
y doña Carolina preparaba un desayuno que seguramente me haría
elegir el infierno gustoso si sólo en él lo sirvieran. Silvina
Ocampo diría eso es del informe, y yo le diría dejémoslo
para otra ocasión. Pero al no venir Marina, la misteriosa Tonantzin
que el nagual trajo huérfana de Oaxaca, pudo más mi preocupación
o mi curiosidad y fui a su habitación a buscarla, donde en ese entonces
dormía con Trinidad. Trini no estaba, porque estaba en la ciudad
haciendo un curso de literatura y existencialismo que vino a dar un profesor
discípulo del mismísimo Sartre. Trini sabía leer desde
los tres años, porque le enseñó la madrina Sofía.
Cuando abrí la puerta, encontré la habitación en penumbras.
Apenas la persiana convidaba un poco de mañana, apenas se dibujaban
los objetos como si el que los estaba soñando estuviera por caer
en lucidez y dar al traste con ellos. El aire estaba detenido como en un
cuento de Gabriel García Marquez, pero no por pesadez, sino por
fortuita elección o por conmiseración ajena. Marina miraba
hacia fuera sin ver y estaba triste. La envolvía una luminosidad
imperativa pero desolada, sus ojos acechadores parecían escrutar
una mancha de humedad en la pared, sus manos cedían y no sostenían
el vuelo, le pregunté si estaba enferma y me dijo que no. Le pregunté
si estaba triste y me dijo que estaba enferma. Pero estaba triste.
No sirvió de nada que para ella evocara flores y cuentos, fabulosos
tigres mitológicos, barcos de ámbar con velas de transparencia
que remontaban el viento solar, castillos de aire donde las hadas hacían
siesta y roncaban sinfonías; no sirvieron las cosquillas ni el café,
no pudo doña Carolina con ningún manjar. Jacinto le trajo
en la tarde un ramo de violetas, hasta le presté mi bicicleta, pero
Marina estaba ida en su pena y con sutileza nos decía que eso pasaría.
Pero sólo la madrina Sofía supo que jamás Marina dejaría
su tristeza, entonces nos instó a dejarla en paz con sus pensamientos;
dijo que cuando Marina encontrara lo que buscaba ver en la mancha de humedad
dejaría su habitación y seguiría su vida como si nada.
Pero será como si nada, aunque ella no será ya la misma.
Al otro día, en plena siesta, llegó el nagual. Me llevó
a la ciudad y me presentó gente amiga. Uno de ellos era un chamán
chaqueño que perdió la voz pero ganó el canto de exóticos
pájaros, y el nagual me contó que había visto a Rey
Colibrí, un misterioso ser de naturaleza semejante a Mescalito,
pero más del aire y del día. A mi sólo me interesaba
saber qué le pasaba a la Tonantzin, si se iría ese halo gris
que le enturbiaba el azul soberbio de su mirada rasgada y gatuna, si cometería
sus tropelías como cada día, si hallaría lo que la
madrina había dicho que buscaba en la mancha de la pared.
Pero el nagual no me habló de ello. Cinco años después
nos explicó a los hombres qué era perder la forma humana,
nos hizo dibujos interesantes que aún conservo, nos habló
de envase y relleno, de alma lunar y alma solar. No me decía nada
su afirmación de que Marina cinco años atrás perdió
su humanidad y se convirtió en una criatura de fuego esmeralda y
rayo de luna.
Dos años pasaron aún y el nagual me explicó que sin
instalarse definitivamente en la tristeza nadie comprende la alegría.
Marina es el ser más alegre que conozco, su algarabía contagiosa
nos ha sostenido en difíciles crisis. Y si uno se atreve a preguntarle
a Marina qué es la tristeza dice una frase enigmática: un
colibrí que surge de una mancha de humedad. Y si uno insiste simplemente
desaparece o te pisa un pie y sale corriendo, o te besa los párpados
y te dice: todas las lágrimas invisibles son la tristeza, todas
las lágrimas que llora la noche en silencio y que desconocen los
inmortales. Y se aleja riendo, con esa transparencia y esa genuina alegría
que los demás, los humanos, nos afanamos por conquistar.
Galo