Fundinando a los Aconciguados

A Claudia

Pedro le daba vueltas en el bolsillo. De tan leído, el papel había empezado a ajarse. Algunas letras que habían sobrevivido apenas esa batalla contra los nervios, el sudor y el roce trataban desesperadamente de no borrarse del todo, como si la vida de Pedro dependiera de ellas.

Llevaba casi dos días sin dormir, café y cigarrillos acompañando la ansiedad. Por fin la clave del secreto había llegado a sus manos en ese papelito desgastado. Graciela lo había dejado sobre su escritorio. Primero pensó que era una broma: "Fundinando a los aconciguados". Sería a lo sumo un buen pretexto para llamarla y pedirle que le explicara qué quería decir, pero en su oficina no contestaba nadie. Seguro que los viernes salía antes de las cinco. Durante la clase se olvidó, pero ya en el tren, distraído, volvió a sacar el papelito del bolsillo. ¿Y si fuera más que una broma? Un mensaje oculto... Pero ¿qué tipo de mensaje? No podía entenderlo. ¿Quienes eran los aconciguados, y por qué había que fundinarlos, fuera lo que fuese que eso quería decir?

Fundinar, fundir... se trataba posiblemente de algún tipo de represión. Fundinar, fulminar... ¿Fusilar? Callarlos, quebrar su organización o algo así. ¿Y qué tenía que ver él, un mediocre profesor de literatura con ese tipo de estrategia? Graciela quería su ayuda, eso era obvio. Lo que no sabía era cómo ayudarla.

A lo mejor no se trataba de un grupo en Australia, sino en su país. La dictadura había salido del poder, pero todavía seguían pasando cosas atroces.

Pedro nunca se había metido en política. Nunca se le había presentado la oportunidad. Cuando las cosas habían empezado a ponerse difíciles sus padres lo habían sacado del país. Al principio no entendió por qué, más bien, tardó mucho en entenderlo. Su rebelión adolescente se había volcado contra aquella injusticia. No lo consultaron siquiera. Se sintió traicionado, herido. Los viejos habían sido unos cobardes, pensó. Pero luego fue en-tendiendo que había sido una valentía a tiempo.

El tren iba llegando a la estación y Pedro seguía estrujando el papelillo entre las manos. Automáticamente descendió en la plataforma de costumbre. Escaleras abajo mostró su abono semanal. No se dio cuenta siquiera cómo llegó a su casa. La rutina hizo que su cuerpo buscara el camino recorrido mil veces. Entró, dejó el portafolios en el lugar de siempre, encendió la radio en la misma estación y se dio cuenta que había llegado cuando se instaló en el viejo sillón con una taza de café en la mano. Y se dio cuenta también de que seguía estrujando el papel en la mano izquierda. Con cuidado casi solemne lo desenrolló y lo acercó a la lámpara de pie para examinarlo. Nada había cambiado: "Fundinando a los aconciguados".

Por un instante tuvo la esperanza de que Graciela le hubiera dejado un mensaje en la contestadora. La única voz que salió fue la de su contador, recordándole que enviara los papeles para iniciar el trámite de los impuestos.

¡Cuánto tiempo hacía que trataba de acercarse más a Graciela! Prácticamente desde que se la presentaron en la Universidad, dos años atrás, recién llegada a Australia. Ella había quedado a cargo de la cátedra de Interpretación.

Algo había en el brillo de sus ojos, en su manera de tratar a todo el mundo como si fueran amigos íntimos, que le hizo soñar con ella, pero nunca pudo acercársele. Los horarios eran distintos, las clases no coincidían y ella salía siempre como apurada.

Una vez estuvo a punto de invitarla a tomar algo. Ella necesitaba "El amor en los tiempos del cólera" para usar en su clase. Le había pedido que buscara un pasaje y se lo marcara. Graciela había quedado en pasarlo a buscar por su oficina y Pedro hasta había ensayado qué decirle. Ordenó los papeles, las sillas, los lápices dentro del tarrito, cosa de darle una buena impresión. Pero ella no fue. En su lugar apareció uno de los alumnos con una esquelita diciéndole que la perdonara, que estaba examinando a los de primero.

Un par de días después, cuando estaba decidido a acercársele y preguntarle si le había servido el material, se encontró en su escritorio con otra esquelita agradeciéndole y devolviéndole el libro. Lo único que Pedro atinó a hacer fue dejarle una notita diciéndole que cualquier cosa que necesitara a las órdenes, y ya que estaba puso el teléfono de su casa "por si no me encuentras en la Universidad". No se animó a más, así que después, aparte de las cordiales sonrisas se hablaron muy poco. Pedro fue entonces empezando a inventarla, recabando información de donde podía sobre quién era y qué hacía en Australia. Alguien le dijo que había salido de su país por razones políticas, otro mencionó algo de una beca. Prefirió seguirla creando en lugar de saber a ciencia cierta.

Y ahora, después de todo el silencio, Graciela le pedía ayuda. Era su letra, sin dudas. Chiquita, pareja, cuidada. Esa misma letra que Pedro había aprendido de memoria. Esa forma de hacer la a como si fuera letra de máquina, la ge redondita... Sí, no cabía ninguna duda. El mensaje era de ella. Pero, ¿cuál era el mensaje? Seguro que se trataba de algo que los dos sabían. Trató de razonar las cosas en común y volvió a leer a García Márquez tratando de adivinar en una página el mensaje de aquellas 26 letras. Frustrado, cansado, decidió dormirse, pero no pudo. Un mundo de fusiles y aconciguados pasaban por su mente. Graciela pidiendo ayuda a gritos y él petrificado ante un pedacito de papel.

Cuando las primeras luces del sábado se hicieron presentes, decidió levantarse. Tenía que descifrar el mensaje. Del primer cajón de su escritorio saco una de esas tarjetas grandes, que garabateaba al preparar una clase y escribió con letras bien grandes: fundinando a los aconciguados.

Pasó horas tratando de mezclar las sílabas, las letras y no obtuvo ningún resultado lógico. De pronto, un chispazo brillante: ¡el espejo!

Salió corriendo tarjeta en mano dispuesto a probar su nueva teoría, pero el reflejo le hizo pedazos el optimismo. La imagen tenía menos sentido aún al revés.

A la tarde decidió que tenía que despejarse. Se echó agua fría en la cara y salió a caminar. El parque de la esquina estaba repleto de niños descargando su energía ante la mirada aprobadora de algunos padres y el franco desgano de otros. La señora de los mellizos le sonrió con lástima, seguro que lo compadecía por no tener a quien sacar a jugar. Un "infanto juvenil", diría su madre, trató de hacerle blanco de sus pedradas pero afortunadamente la madre llegó a tiempo para calmar a la fiera. Cuando un pelotazo casi le hizo perder el equilibrio decidió que el parque era un lugar peligroso. Desde la cerca alcanzó a ver al rubiecito detrás de los columpios con-centrado en asesinar hormigas y en seguida le vino la imagen de los aconciguados agonizando en espera del rescate que no llega.

Al entrar a la casa notó la lucecita roja de la contestadora. ¡Graciela!
No, un muchacho equivocado, francamente divetido por su mensaje bilingüe: Hey, Kevin, what's THAT on your machine? Call me when you get home...

Concienzudamente preparó todos los implementos necesarios para enfrentarse al acertijo: una jarra de café bien cargado, un cenicero vacío, cigarrillos y encendedor a mano, un block de hojas sin usar, varios lápices, la tarjeta que había escrito en la mañana y el pobre papelito ajado que tanto quería decir y tan poco él comprendía.

Cuando fue necesario encender la luz, había pasado horas sentado frente al rompecabezas sin lograr armarlo. Automáticamente encendió el informativo con la esperanza de que alguna noticia tuviera relación con su dilema. Tal vez, en algún lugar del mundo los aconciguados habían sido descubiertos y se enfrentaban a la brutal represión...
Pero nada, ni aconciguados ni nada.

El domingo amaneció lluvioso, con esa particularidad que tienen los domingos bajo agua de deprimir a las almas solitarias. Pasó horas contemplando las gotas jugar con el vidrio de la ventana, y su impotencia fue agigantándose con la caída de cada gota. Graciela había depositado su confianza en él, y ¿para qué? Perdido en un mundo de conjeturas no era capaz de ayudarla.

Llegó a la Universidad al alba, casi sin dormir. Poco a poco el edificio fue llenándose de los sonidos habituales. Cada murmullo, cada risa, parecía reprocharle a lo lejos su falta de inteligencia para descifrar el mensaje oculto en aquellas 26 letras, y el pobre profesor, sentado ante su escritorio, seguía estrujando el ajado papelito.

Cuando Graciela apareció en la puerta la emoción, el miedo, la ansiedad lo paralizaron completamente. Ni siquiera atinó a sonreír. Quedó mirándola, con la vista perdida en un infinito mundo de aconciguados.
- ¿Y? - dijo Graciela -¿Lo trajiste?
Quiso decirle que no, que había fracasado. Pero de su boca no escapó un sólo sonido.
- Pedro, despierta! ¿Trajiste el libro?
- ¿. . cuál libro? - alcanzó a balbucear.
- ¡El de Rufo! ¿No recibiste mi mensaje?
Tímidamente Pedro desenrolló el papelito y se lo extendió a Graciela.
- ¿Este fue el mensaje que te dejé? -Graciela comenzó a reírse - Cada día ando más distraída. Quería que me prestaras "El Llano en Llamas ¿Lo tienes?
- ¿Qué?
- ¡El libro!
- Sí... pero... y... ¿los aconciguados? - la voz apenas audible se desgarraba...
- Jajaja. Es una de esas atrocidades de los de primero. Una alumna me puso eso en la mitad de un dictado. No te imaginas el rato que pasé tratando de adivinar lo que quería decir. Fi-nalmente me fijé en el original, y ¿qué crees? Decía: "Infundiendo ánimo a los aficionados". ¡Increíble! Es lo que yo siempre digo, quieren ser intérpretes y no saben ni hablar español. Y lo peor es que son unos descarados. Cuando no tienen ni idea, inventan palabras.

 


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