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JUEGOS SUTILES
por Rafael Moreno Casarrubios

(cuento ganador de los juegos Florales de la Universidad Católica del Perú, 1979)
 

                   Tía Melinda decía que el gordito Chicharra era una bestia infame. Motivos tenía de sobra la tía Melinda para juzgar de aquella manera al gordito Chicharra. Y más ahora que le costaba trabajo sanarle la ceja a Pedrito. La ceja de Pedrito estaba toda magullada por culpa del gordito Chicharra. El gordito Chicharra tenía once años y toda una vida de pendenciero por delante; vivía frente a la casa de Pedrito Paredes. Pedrito Paredes solía jugar a las bolitas, asiduamente, de lunes a sábado, allá en el terral de la esquina, y los domingos asistía invariablemente a casa de la tía Maruja. Tía Maruja también decía lo mismo, que Pedrito andaba con muy malas juntas, que se lo iba a devorar el demonio, que era mejor que se apartara pronto de las malas sendas.

                    Todo empezó una tarde que Pedrito se hallaba jugando a meter la bolita al huequito de tierra. El huequito de tierra era pequeño y delgado como el cuerpo de Pedrito. El huequito de tierra estaba mordazmente dañado por la punta de una raíz que emergía rasgando la boquita del huequito de tierra. Y ahí a un metro y medio de ella, bajo el lánguido sol del ampuloso noviembre, agazapado contra la tierra como explorando la superficie, manoseaba su enorme bolita. Su bolita era lecheronga, y esto significa que tiene colores vivaces y que es más costosa y que hay que tener cuidado con ella para no perderla. Para no perderla, Pedrito practicaba tan sólo con ella, porque para competencia sacaba las chuscas que tenía de a montones en los bolsillos de su pantalón.

                    Tía Melinda era del todo diferente; ella no entraba en honduras, pues era demasiado práctica para reparar en sutilezas, y demasiado orgullosa para venir a reconocerlo ahora. Con una mano le servía a Pedrito la humeante sopa, y con la otra le alborotaba los cabellos intolerablemente, a la par que se venía preguntando cómo era posible que se bajara la bragueta y de que se pusiera a mear en plena sala de la casa del gordito Chicharra. Pero esto había sido ahora último que el gordito Chicharra le pegara primero cuatro golpes en la cabeza y uno furiosamente dirigido a la ceja, que se puede señalar como el motivo principal por el cual Pedrito desenfundó su vasto pipí y se puso a mear en el sofá del gordito Chicharra, plácidamente, aunque los vahídos, producto del golpe, venían de cuando en cuando y de rato en vez.

                    Mucho antes el gordito Chicharra había tirado la puerta de su casa y había visto a Pedrito arrodillarse tratando de meter la bolita al huequito de tierra. A tratar de meter la bolita al huequito de tierra el gordito Chicharra también acostumbraba jugar, aunque todos le temían y le respetaban porque era más tramposo y abusivo que un gato haciendo el amor: se instala en el juego y luego hace arder... Pero como él sólo pretende divertirse un cinco a expensas de Pedrito, se acerca muy campechanamente con las manos en los bolsillos -siempre es mejor acercarse con las manos en los bolsillos cuando se quiere engañar- y le propone un trato. Un trato propuesto por el gordito Chicharra siempre es de negar, lo que le resta superioridad ante sus semejantes. Mantiene la política enervante de ser nadita sutil en cuanto a las apreciaciones reglamentarias del juego. Sobre las reglas del juego Pedrito Paredes prefiere no discutir con el gordito Chicharra, porque odia hasta lo indecible la ley del embudo.

                    Aquel domingo tomaban la sopa en el más profundo de los mutismos. En mutismo por educación, porque no se habla nunca con la boca ocupada, porque tía Maruja no dejaba hablar a nadie, ya que no entiende cómo se puede pasar de niño candelejón a intrépido meón, de niño sumiso a violador de puertas. Porque desde hace un rato Pedrito estaba odiando a muerte a tía Maruja. Porque si abre la boca no va a ser por ejemplo para decir que le pasen la panera o algo por el estilo, sino para decir cállate tía de mierda, porque yo no soy ningún candelejón ni ningún niño intrépido, porque me hallaba solo cuando meé el sofá, porque no tenía la menor idea que la chola me andaba espiando detrás de la puerta, porque sino ni idiota que me ponía a mear pues tía Maruja.

                    Fue entonces que Pedrito no accedió al pedido del gordito Chicharra, que apostaba quince chuscas por una lecheronga, y siguió jugando. Siguió jugando aunque ahora un tanto nervioso porque el gordito Chicharra era de esa clase de abusivos que salta sobre la bolita enemiga cuando uno menos se lo imagina y entonces quién lo iba a defender. Quien lo iba a defender era su primo Gustavito que tenía doce años y no creía en palabras. Pero en palabras habría de quedar todo aquello si ahí mismo no enterraba la bolita en su bolsillo, que ya había visto la cara del gordito Chicharra de querer meter su manota, y de que era mejor tomar precauciones, que frente al gordito Chicharra no existía peor idiota de quien se creía vivo.

                    El estómago de Pedrito carburaba pucheros en tanto que tía Maruja se la pasó hablando y hablando pestes del señor Chicharra, que en su juventud fuera un cerdo impresentable que andaba siempre con la camisa abierta -luego especuló sobre el origen de dicha costumbre, decía que el muy bestia lo hacia para agredir a las mujeres- y que sólo pudo matrimonearse con un cetáceo de su misma especie. Evocaba, totalmente indignada, la mañana de agosto que le faltara el respeto proclamando falsos amoríos con un alcahuete de la esquina que no tenía siquiera donde diablos caerse muerto, llegando al extremo inaudito de patrocinar pronto casamiento por motivos de fuerza mayor, y que no era de la incumbencia de la opinión pública. En realidad, el incidente había sido un poco más complicado y penoso, pero tía Maruja lo había reducido a su mínima expresión con un rotundo aborto en una clínica clandestina que, por supuesto, no figuraba en los anales médicos de la ciudad y ya casi tampoco en la memoria de la familia,

                    El gordito Chicharra intuyó correctamente que el perspicaz avizpamiento de Pedrito Paredes venía dictado más por consecuencia del desprestigio que por razones meramente tácticas. Aflautando la voz, con el objeto de lograr una entonación más persuasiva, le propuso a Pedrito una apuesta más justa, que no era tal si se la miraba de frente, y que era muchísimo menos si se buscaba la más remota esperanza de bultito redentor a la altura del pantalón. El gordito Chicharra lo observaba fijamente, tenía la cara atiborrada de pecas, la boca abierta como una batea. Pedrito asintió negativamente, dos veces, una para decir que no y otra para comprobar que estaba perdido...

                    Por eso tía Maruja decía que Pedrito tenía que alejarse de las malas sendas. Por eso, y porque el día menos pensado el señor Chicharra le contaba a Pedrito los pormenores de tan famosa querella. Que le contara, por ejemplo, que tía Maruja anduvo perdidamente enamorada de su Primo Vicente, un mal papeado que rebasó los límites del alcoholismo, y que tuviera la osadía ominosa de ridiculizarla un día que se hallaba más borracho que de costumbre. En una de esas fiestas donde se congregaba la flor y nata del deshaucio femenino, tío Vicente -si así se le podía llamar a un individuo que no alcanzó jamás la edad madura-, la había encarado severamente, y le había dicho cuatro cosas de mal gusto, De tan mal gusto, que el dueño de casa se vio en la necesidad de silenciar al increpante.

                    Ya bueno, jugaría. Pero eso si, Chicharra, sin trampas. El que pierde paga y se deja de tonterías. A ver a ver a ver, ¿dónde están tus quince chuscas? El gordito Chicharra sonrió malévolamente, dijo que las tenía guardadas en su casa. Extrajo del bolsillo una bolita blanquiazul. La lecheronga de Pedrito tenía por lo menos seis colores. Pedrito empezó bien, se fue saltando de hoyo en hoyo hasta completar la primera vuelta. El gordito Chicharra se refregaba el mentón escépticamente, la situación se le presentaba por demás dificultosa. Examinaba, con suma cautela, la imperiosa posibilidad de propinarle a la bolita rival un tremendo golpetazo, lo que era en buena cuenta cagarse olímpicamente en las reglas del juego. Desechó súbitamente la idea, considerándola presurosa e insustancial. Pedrito estampó su cuarta al pie de la boca del segundo hoyo.

                    No sabía por qué tía Melinda tenía siempre las manos tibias, y una expresión entre enfermiza y mala, que rayaba paradójicamente en una belleza imponderable. No había pronunciado palabra desde que tía Maruja decidiera adueñarse de la situación. Pero justamente esa era la consigna que se había propuesto guardar, un silencio respetuoso, casi cómplice, desgarrada entre su soledad de treintañera defraudada y un odio cerril al pasado que se había quedado poco a poco sin palabras. Porque sabía mejor que nadie que tía Maruja mentía mayúsculamente, que hubiese dado lo que no tuvo por alcanzar el amor y la consideración de un individuo que solía arrastrarse por los lugares más deplorables y ruinosos de la ciudad, en busca probablemente de algún señor también deplorable, de barba crecida y acrecentada bohemia, con el cual pueda brindar muy campechanamente, casi de amigo a amigo, como buen pobre diablo que era.

                    Claro que habría de ganarle, pero el gordito Chicharra alegó que Pedrito había hecho trampa, y hasta le metió una puteada de lo más incoherente. Pedrito, perplejo e iracundo, se prendió del bolsillo de Chicharra y tiró de las costuras hasta seccionarle el pantalón. Motivo por el cual un manotazo lo derribó al suelo y acto seguido se montaban sobre su pecho como una bestia innoble. El sol radiante flechó sus ojos y luego todo fue tumulto, sombras informes e huidizas danzando en tomo como un ritual sangriento y mugroso, donde el gordito Chicharra hacía las veces de sumo pontífice. Las exclamaciones de dolor debieron ahuyentar al agresor, porque cuando Pedrito alcanzó a abrir los ojos tan sólo distinguió una rotura del inundo circundante.

                    Entonces no se podía lidiar con gente tan tosca. Tía Melinda y tía Maruja coincidían en señalar que Pedrito era un niño propio, de finos modales y lecturas minuciosas. Y Pedrito, sentado a la diestra de aquella afirmación, contemplaba la posibilidad de volverse un niño intrépido, aunque sea para aliviar las detestables huellas que ambas tías trataban de acuñarles en su corazón. Muchas más fantasías elaboró Pedrito aquella tarde. Pensó, por ejemplo, tocarle la puerta al gordito Chicharra, y apenas viéndole asomar, lanzarle un palazo feroz entre ceja y ceja, lo suficientemente violento como para asegurarle cabida en el cementerio.

                    Dio cuatro pasos tambaleantes, apoyándose en el tronco de un árbol sacó el pañuelo llevándoselo a la frente, guardó el pañuelo ensangrentado y echó a andar hasta la casa del gordito Chicharra. Pudo abordar la sala gracias a que la puerta estaba semiabierta. Tan sólo le Regaba el ruido de un televisor encendido y el viento que encrespaba las cortinas sobre su cabeza. Allí con una alegría entre vengativa y delirante, desenfundó su vasto pipí y lanzó un chorro de pila amarrillo quemante que hizo blanco en el aterciopelado sofá color canela. De puntillas abandonó la casa, le guiaba entonces el ambiguo placer de la derrota, el ser uno ante todas las cosas.

                    Tía Melinda le abotonaba la casaca, le besaba tiernamente en las dos mejillas, haciéndole prometer que volvería el domingo, que rezaría todas las noches su Padrenuestro, su Avemaría. Tía Maruja, que haría sus deberes, que acataría la voluntad del profesor, que sería un niño ejemplar en clase. En el umbral de la puerta, parecían cesar las indicaciones y los besitos últimos. Pedrito asentía asiduamente como un gallo picoteando el maíz, chau tía, sí tía, chau, ¿ya?, ¿cómo tía? -la aborrecía con vehemencia, qué ganas de mandarla a vender naranjas-, ah... ya tía, a la gente infecta mejor ni mirarla... Pero en sus adentros, no desdeñaba la posibilidad de que un palazo acabase de una vez por todas con el reino del gordito Chicharra.
 

Copyright © 1979 Rafael Moreno


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