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La profecía
de Ruben Fernández


Y pensó que no había peor soledad que la de hablar en el vacío. Pasó su mano sobre la madera con la suavidad de una caricia. Luego se sentó a la mesa, alisó con dedos flacos y vellosos una larga pluma de escribir, parsimoniosamente embebió la punta en aquel líquido pardo y con letra de pendolista prosiguió la tarea comenzada tres días y tres noches atrás. Alguien quedará o vendrá para leerlo, se consoló.

«Todo esto ocurrirá en la penúltima hora del nomon, antes de que las cosas de la tierra sean abandonadas por su sombra, cuando el que tiene sus pies semejantes al latón fino los dirija nuevamente hacia nosotros; la hora en que parecerán victoriosos aquellos que ya fueron una vez diezmados por su ira. Pero su mundo se hará trizas como una vasija de barro cuando explota el caliche al calor del horno. Y esto pasará, para mayor congoja, cuando los que tienen paciencia crean que ya es venido el reino de la razón, engañados por aquel que mora en la mentira y se alimenta del agua que hincha las llagas de la muerte.

Entonces, sólo los justos sabrán que es inminente atravesar la puerta que nos lleva al pasado. Porque las cosas son en el orden en que han sido puestas, y no en el que los hombres las han descubierto. Así lo anunciarán, aunque los que tengan oídos no los oigan. Luego, muchos lamentarán haber caminado, a través de la historia, de espaldas a la naturaleza de las cosas, destruyendo a cada implacable paso su propio futuro sin llegar a intuirlo.»

Detuvo la escritura pensativo y contempló con desagrado una pequeña mancha de tinta en el margen izquierdo. De haber ocurrido en la primera hoja la habría copiado a una limpia,
aunque poco importase. Ahora, sencillamente, no había tiempo que perder o que ganar. 

Lástima el tiempo, pensó, que había condenado a los hombres a entrever el futuro recién cuando se halla extinguido en la insondable mar del pasado. Se masajeó la frente, hundió
la pluma en la tinta y la escurrió contra el vidrio del tintero para continuar.

«Cuando esto ocurra, la voz de los dignos rasgará el silencio que ha impuesto el terror, reclamando porqué no les ha sido avisado, porqué ha callado el centinela que gira en el cielo y porqué no lo evitaron quienes guardan las llaves del entendimiento. Pero los sabios replicarán que ellos levantaron su voz de alerta a cada signo aparecido en el firmamento y sobre la faz de la tierra, una y otra vez, sin encontrar quien le prestara oídos.

"Yo ví en sueños salir espíritus inmundos de la boca del dragón que trajo la máquina del cálculo" dirá el de Tiatira. "Y de la boca de la bestia salían mercaderes y falsos profetas que hacían señales a los reyes de la tierra y de todo el mundo. Pero estos
señores no estaban interesados en mis sueños y sus significados, sino todo lo contrario.

Corrían a bendecir al monstruo de incontables brazos que les traía maderas preciosas y marfil, artefactos de oro y de plata, enormes lienzos con la imagen de otros reyes y sus mujeres, amplios palacios de paredes gruesas para protegerse de la luz que ilumina con fuerza tal que desintegra las cosas y los seres." 

"Ay, de aquellos que han vivido en medio de los deleites, y de los anafroditas temerosos de la plaga que vuelve agua la sangre, y también de nosotros" dirán y se morderán la lengua así lo escuchen los mansos, los que llegaron al final sin canela y ungüentos, sin vino y sin aceite, cubiertos únicamente por vestidos de crudillo. "Caída es la ciudad grande, por culpa de la soberbia que la empujó a escalar los peldaños del cielo para
causar molestia a quien nos puso aquí." Y diciendo esto no hallarán consuelo porque no será sino la hora de la vergüenza.»

Se apoyó con ambas manos en la mesa y se incorporó con dificultad. Se arregló el caftán y caminó con fragilidad de enfermo hasta el samovar. Atizó el fuego, le agregó su último leño y esperó un rato de pie. La historia, en cambio, ya no espera, por más que uno cuente como futuro las cosas ya pasadas, pensó. Bebió algunos sorbos de té antes de regresar a la mesa con la escudilla humeante y proseguir su labor.

«A la luz tenebrosa de los incendios y dando voces potentes como el rugido de un animal cebado saldrá de entre las llamas, junto al humo, una queja. De la boca de quienes vivieron en Magog saldrá, quienes en su desesperación preguntarán: "¿Qué culpa hemos de expurgar nosotros a cargo de la insensatez de quienes tuvieron el conocimiento de los libros y la clave de dos números que explica el universo? Todo lo aprendido ha servido nada más que para el espejismo que nos deja abandonados como un huérfano a las puertas del infierno, mientras aquellos a quienes le fue dada boca que habla grandes cosas y blasfemias vuelan como ángeles hacia el reino donde no hay días y noches, encaramados en la fortaleza que viaja."
Entonces hablará nuevamente el de Tiatira, que es sabio por conocer más preguntas que respuestas, y les acallará con sentidas palabras.

"Por los cuatro rincones del mundo hemos pregonado los signos. Deberían haber bastado nuestras advertencias contra la calipedia y la adoración de vuestras propias imágenes.
Pero preferíais manchar la esencia de la vida, convencidos de que ese pecado sin retorno encerraba el secreto de la eternidad. Confundidas, muchas criaturas nacían idénticas como un grano de sal es idéntico a otro, y todos se sintieron dueños, al fin, de la clave a los más grandes misterios. Pero no eran sino hechicerías en las que habéis errado, como estaba
desde hace mucho escrito: los falsos sabios, con sus engreídos artificios con que pretendieron manipular el espiral que ordena la vida y el sentido del tiempo, arrastrarían al fin a aquellos que con gusto pagaron en codiciados tíbares el nefasto intento de cambiar los designios de su esencia." «Por ello bajará del cielo el ángel con espada de fuego en su mano, como en los tiempos en que acabó con el dragón, y quienes no fueron paridos por madre pero viven serán enterrados donde yacen los muertos a cuchillo. No por mil, ni por un millón de años: yacerán mientras corran, envenenados, los ríos por donde antes fluía limpia el agua de las montañas, y mientras el aire sea del mismo color que el aliento de la muerte, es decir por siempre jamás".

Por todos los confines de la tierra se escuchará su voz y se verá su imagen, en el oscuro cristal de los espejos donde se pueden ver las ciudades y lo que en cada una de ellas ocurre. Su voz resonará tres veces, como el Sanctus, para que nadie deje de oirla y no se pierda una siquiera de sus palabras, dentro y fuera del muro que separa los bienaventurados de los que no lo son. Caerá asimismo el muro, abatido por el peso de su injustificable soberbia.»

Hizo una pausa y su mirada atravesó el vitral de la ventana hacia donde la mañana hería de mortal luz la espalda de la noche. Acaso fuese la última, reflexionó. Entonces vendría la anunciada mañana y el cielo se teñiría de un color malsano. ¿Cuántos quedarían ahí fuera? Pocos, seguramente. Algunos que como él, se habían alejado a tiempo. ¿A tiempo?

Sacudió la cabeza para dispersar la ironía de sus propias ideas, se estregó los ojos para ahuyentar el cansancio y reinició su tarea, sintiendo cómo la imaginación se estrellaba a cada párrafo contra la realidad para caer rendida como un pájaro inepto para el vuelo.

«Los espejos mostrarán entonces la venganza de los animales, que causará grandes estragos entre los humanos.
"Venid ?dirán las bestias, sorprendentemente dotadas del don de la palabra?. Aquí está la inmortalidad que tan afanosamente buscáis. Nosotros seremos vuestros siervos y esclavos,
como lo hemos sido desde el principio de los días. Nuestra carne os llevará a la resurrección definitiva, a la tierra prometida donde los sueños cuajan con la facilidad con que crece la hierba en el renadío."

Y nadie se asombrará de escuchar al cerdo que habla o al mico que razona con juicio verdadero. Por el contrario, con precipitación saldrán de toda la anchura de la tierra, de
Gog y de Magog, hombres y mujeres, grandes y pequeños, el número de los cuales será tanto como gotas de agua tiene la mar.

Tampoco notarán el engaño perverso de sus palabras, engalanadas como la esposa infiel que espera a su marido vestida con sus mejores prendas, ocultando con pretendida  alegría la agitación en que recién la ha dejado su amante. Ni verán que sus ojos destellan llamas idénticas a las del fuego. De donde irán confiados detrás de ellos a hundirse en el lago donde todo se pudre, aún el topacio y el jaspe. Ningún hedor detectarán sus narices y nada recelarán de aquella invitación, animados por una falsa esperanza como animan al moribundo las rosadas mejillas de la fiebre.

Habiendo dicho esto todas las criaturas, grandes y pequeñas, vivas o resucitadas, a quienes el hombre arrancó las vísceras para su delirio de inmortalidad, se volverán contra su antiguo amo y lo destrozarán a dentelladas y zarpazos, empujados por milenaria ira. Nada podrán los desesperados intentos de sus víctimas por nadar hacia la orilla y librarse así de tan temible suerte, porque las aguas en constante ascenso ofrecerán, en
cada ribera, otras y peores fieras, algunas hasta de diez cabezas y en cada una de ellas una docena de cuernos. Y su ensañamiento durará cuarenta y dos días. 

Una vez aniquilados sus eternos enemigos, los animales dejarán que sus restos se hundan en las aguas fétidas donde se descomponen la bestia y su profeta. Y congregados en el
calvero de un bosque próximo a la orilla caerán extenuados de vergüenza y aborrecimiento, pacientemente esperando la hora en que resuene la celestial trompeta que anuncia el final de las horas que han sido contadas.»

¿Servirían de algo aquellas advertencias o serían tomadas nada más que como una broma macabra? ¿No corrían el mismo riesgo de ser ignoradas o mal interpretadas como las anteriores? Todo dependía, se consoló, de que también encontrasen el otro libro. Y aquel tenía una propensión a ser descubierto demostrada a lo largo de miles de años. Todo dependería de los sobrevivientes, de haberlos. Aún en la claridad del final, no había suficiente luz para separar los bordes de la fe, esa certeza de que algo improbable en realidad existe, de la esperanza, esa manta conque nos abrigamos del helado infierno de nuestros miedos.

«Y en los negros días en que estos terribles sucesos ocurran, los hombres que moren aún sobre la faz de la tierra podrán ser contados sin mayor esfuerzo. Ellos alzarán sus voces como alzan los sacerdotes el cáliz hacia el cielo, aunque no tengan para beber sino la hiel de sus propias lamentaciones.

"Nada han podido hacer los esferistas con sus cálculos sobre las piedras de teame, ni los falsos sabios con el ábaco de dos signos, ni los reyes con sus espadas que arrojan el fuego que todo lo consume, para evitar este desastre. ¿Hacia dónde habremos de mirar para guarescernos de la ira del que todo lo ve en su espejo lleno de futuro y así salvar, al menos, la semilla de lo que fuimos para los tiempos venideros?"

En aquella misma hora una mano invisible escribirá en el espejo donde se refleja la mirada del centinela que gira en el firmamento, y sus palabras serán en una lengua que todos entenderán, porque los idiomas de los hombres ya habrán perdido sus significados y la precisa humildad de los sonidos habrá arrollado la pomposa arrogancia de las palabras.

A medida que aquellos sobre cuyas carnes no se haya ensañado el fuego todavía lean el mensaje, su corazón se desbordará de congoja. 

"Habéis comido basura, bebido rejalgar de la copa de la inmundicia y abusado hasta el hartazgo de quellas hierbas puestas por el que nos trajo para abrirnos caminos en el alma
por donde llegar al claro donde residen los virtuosos" escribirá.
"Por orden de la cuarta y más temible de las bestias habéis quebrado el caduceo y derramado la sangre de los hermanos en todos los caminos con soberbio desprecio por lo que ha sido creado, e ignorado las voces de los descendientes de quienes fueron antes que vosotros, y traían desde el fondo de los siglos las claves de los sellos. Con esprírtu implacable y engañosas razones habéis aplastado a quienes fueron hechos del mismo aliento que vosotros, olvidando que había entre vosotros una historia común de hermanos, y haciéndoles siervos no por designio de los honrados sino por voluntad de los señores y sus concubinas.

Si alguno tiene ojos que vea, si alguno puede oir que oiga, porque venido es el tiempo en que desaparecerán de la faz del mundo los que tienen la señal que permite comprar o vender, o el nombre de la bestia, o el número de su nombre.

Y destrozados quedarán los señoríos siete veces más de lo que los anteriores lo fueron en su momento, y las casas de los poderosos no serán ya puestas por muladar sino en ruinas, y
sus siervos despojados sin un muerdo.

Llegada es la hora en que la mar se levante para hundir las cosas hechas por el hombre, hasta que no quede sobre la tierra ni un cuenco de barro reconocible, ni uno solo de sus falsos profetas. Esa hora ha estado avanzando desde siempre sin seguir la danza de la luna y el sol, como el tiempo de los hombres, sino obedeciendo a un reloj celestial, donde el alma de cada ser que muere innecesariamente empuja otro grano de arena hacia la cuenta final de los días de la tierra. Así ha estado escrito y sellado en los cinco libros que os fueron dados y no supisteis interpretar."

Recién entonces entenderán los sobrevivientes que se aproxima el recodo del camino donde los tiempos se unen y el futuro se confunde con el pasado, como amantes en un anhelado y
eterno abrazo.»

Sopló la vela de la palmatoria que la mañana hacía ociosa y hundió la cara entre las manos mientras bostezaba. Los ojos le dolían de cansancio y de horrendas visiones. No faltaba mucho: una o dos horas más, a lo sumo, y su trabajo estaría acabado. Extraño honor el suyo, que no lo llenaba de orgullo sino de lástima.

«Y mientras se escriban estas cosas en el espejo, la ira del que habla con los muertos se derramará sobre la mar y las montañas como un gran calor. Los hombres se convertirán en sangre y la sangre en vapor, al tiempo que la mano del centinela escriba, para consternación de quienes las lean, estas temibles palabras: 

En esos libros se os había advertido, con voces fieles y verdaderas, las cosas que hoy se viven, que son las finales. Resta sólo que el de Tiatira escriba el sexto y último libro, durante sus tres últimas noches. Suyas serán las palabras que pondrán fin a todos los días de la tierra tal como vosotros la habéis conocido, tras lo cual él también dejará que sus párpados cansados cubran los ojos que han permanecido abiertos de puro vértigo hasta el borde del abismo del tiempo. Y su profecía no será la de un futuro que no merecéis, sino que se contentará con ser la profecía del pasado. En tal inope contento morirá de infinita soledad, a la puerta misma de su gruta, cuando haya escrito sus últimas palabras, al cabo de los días y las noches que pasó en la montaña de Megiddo con el espíritu perturbado por las visiones de su vigilia.

Para que se cumplan las profecías de los libros habéis sido dejados aquí por quienes partieron en la ciudad que viaja, aunque ellos mismos no lo sepan.
Porque confían en que pasadas las doce puertas del firmamento no habrá más maldición, y la distancia protegerá a los que comen ración de la comida del rey. Pero ignoran que encontrarán también el final del hilo de su destino, luego de girar en círculos el tiempo que llevan marcado como un signo, en el más despoblado de todos los desiertos. Ni siquiera el rey que ocupa el trono blanco y va con ellos los podrá guiar de vuelta al jardín que abandonaron por segunda y definitiva vez.
Tantos y tan graves han sido vuestros pecados e indiferencia que la única puerta posible conduce hacia la nada. Ella se cerrará una vez que todos la hayan atravesado para ya no ser más."

Tan abrumador será el desconsuelo que aquel mensaje siembre que muchos de los hombres que queden morirán allí mismo de tristeza, antes de que el gran calor los abrase. Y no será
hallada cosa viva en la tierra salvo aquel que envejecerá en tres días con sus noches, mientras escriba en las montañas las falsas razones que llevaron a los hombres a darse contra su destino con la suerte de quien choca contra un cometa.

Relatado todo lo cual cerrará la vasija que contiene las reliquias por él elegidas, y se dirigirá a la puerta de su gruta para ver desvanecerse la luz de la postrer mañana como se habrán desvanecido ya los llantos, los gritos y blasfemias con que los hombres habrán partido de su mundo a ninguno.»

Plegó con exquisito cuidado aquellas hojas y las envolvió en un lienzo amarillo que anudó con un hilo de seda morado. Se levantó mareado y débil y recorrió la cabaña con la mirada.
En el lugar del alma que había anidado su voluntad no encontró más que una energía maquinal, que gastaba sus últimos resabios en aquella insensata tarea. Desenroscó la tapa de una gran vasija de metal con sus dedos flacos y colocó el paquete en el fondo.

Con paso de animal malherido alcanzó la pared, y de uno de sus anaqueles extrajo un óleo con una figura de mujer que enrolló con delicadeza, anudó con un hilo rojo y colocó dentro de la vasija. ¿Notaría alguien alguna vez la burlona sonrisa? No lo creyó probable.

Le dio tanto trabajo regresar al anaquel que temió no poder concluir su labor. Buscó entre muchas latas hasta encontrar la deseada. Sólo con aquella larga víbora de imágenes que contenía podría ayudar a alguien ?¿algo?? a entender mejor a quienes habían sido antes. Pensaría que era un extraño caminar, el de aquellos seres cuyo héroe o rey ostentaba una redonda cabeza negra y revoleaba su cetro a cada paso. ¿Tendrían sentido del humor? Lo dudaba.

En otro trozo de lienzo enrolló la hoja con la imagen de aquella pequeña cabaña. Era la única que se había permitido incluir que tocaba su propia vida. No había sido una decisión fácil pero, definitivamente, la cabaña tenía una dimensión más humana que los otros edificios en los que pensó y de los que disponía imágenes. Si la primer morada había sido el agua, que la última fuera la madera. Ató esta vez el cilindro con un hilo de cuero
verde.

Afuera el cielo era cada vez más espeso y luminoso. Los colores del vitral se saturaban de una intensidad parecida a la del atardecer.¡Qué extraño! Sonrió apenas. Cualquiera hubiese pensado que ocurriría durante la noche.

Cada vez más cansado, revolvió en los cajones hasta encontrar la flauta. Apoyó aquel frío de plata sobre su mejilla pero no se atrevió a hacerla sonar. Debía ahorrar su escaso aliento y, además, no era una mañana hecha para la música. Enrolló sobre el instrumento un ajado papel abarrotado de manchas y de símbolos. Hizo el nudo con una hebra de hilo azul y la colocó, junto a los demás objetos, dentro de la vasija.

Allí fue a parar también el grueso libro que reposaba sobre su mesita de noche. Le esperaban quién sabe cuántos siglos más de reposo, hasta que la fuerza de la vida se abriera paso nuevamente por entre los escombros de la civilización. Quimérica terquedad, la de la esperanza.

Estaba por cerrar la vasija cuando sus ojos dieron con la pequeña estatuilla de mármol.

No le quedaba tiempo para meditarlo, de modo que incluyó aquel torso sin cabeza en el viaje milenario al que mandaba aquellos objetos desde la profundidad oscura de la vasija.
Si generaba confusión, mejor. De la confusión nacía el hábito de pensar.

Rellenó la vasija con trozos de amianto y unas esferas blancas del tamaño de un ojo humano. Hundió dentro una pequeña llave, enroscó la tapa y cerró luego el candado. Incapaz
ya de alzarla, arrastró la vasija hasta el hueco que se abría en el piso de la cabaña. La dejó caer pensando que con ella se hundía todo lo que él había querido alguna vez. Del pozo de su memoria caían, a la vez, risas y pájaros, dudas y asombros idos. Oyó un ruido seco al final de la caída y suspiró de alivio y de pena.

Luego arrastró los pies hasta la puerta de la cabaña y la abrió lentamente. De no haberlo abandonado ya, su sombra habría prolongado su presencia, dócil a sus pies, en la habitación. Ni siquiera notó su ausencia porque no volvió la vista: lo único que le restaba por ver estaba ya asomando por el cielo, ahí afuera. Se sentó en la vieja mecedora y se fue apagando despacio, vaivén a vaivén, respiración a respiración, casi al mismo ritmo en que la mañana anochecía de luz, el silencio se volvía ensordecedor, y se iban apagando, ahogadas por esa infernal claridad, una a una, las estrellas del firmamento que tan bien había conocido.


              


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