Suerte
Perra
por Jorge Pouso Ponciolo
El
disparo sonó como dos tablas de madera, una frente a otra, empujadas por
manos enérgicas. Ningún pájaro voló en el montecito de viejos
transparentes y el eco quedó atrapado en los eucaliptos. El hombre gordo,
casi calvo, parado en la cocina bajó la cabeza, se la tomó con las dos
manos y cerró los ojos. Algo le subió por el pecho y se arraigó en su
garganta. Entonces sonó el segundo tiro. No hubo más. El hombre gordo se
sentó, aliviado.
Desordenados,
pero nítidos, los recuerdos invadieron su pensamiento. En una ocasión
había ido al campo de la Facultad a ver a su hijo y allí por primera vez
había visto a la Amarilla llena de cachorros y parásitos,
mansa, casi abandonada, pero con aquella mirada tan extraña. Para
el siempre había sido difícil descifrar las miradas de los hombres y la
de aquel animal le trasmitía algo humano, inteligente y maligno.
El
proyecto de un largo año en la cría de cerdos se había agotado entre
pequeñas envidias y discusiones entre los estudiantes. Su hijo lo había
sufrido como un fracaso. Así que aceptó cuando sus padres compraron un
campito y le ofrecieron trabajarlo. Era la vuelta.
Poco
más que adolescente tenía un afán de trabajo desmedido y una tendencia
al abandono en su apariencia personal que había preocupado a su padres y
amigos. No se trataba del desaliño estudiado o de moda, propio de la
edad; se trataba de un descuido real casi grotesco y desaseado.
Un
día se apareció en la casa familiar con la Amarilla, preñada otra vez.
Al padre no le había gustado enfrentarse otra vez a aquella mirada, pero
entre su mujer y la hija menor lo convencieron y en el fondo de la vieja
casa la perra encontró un refugio seguro para dar cría. Uno de los
cachorros quedó : el Amarillo.
Entre
las protestas de la hermanita y de la madre,
-Pobrecito
lo va a matar
el
Amarillo fue a dar al campo. Allí el trabajo era muy duro y lento. El
muchacho con sus propias manos había hecho los chiqueros, mejorado el
pozo, instalado el tanque de agua y criado algunos lechones para fin de año.
La Amarilla fue después y entonces comenzó todo.
La
tormenta, la ventana que se golpea, el muchacho que sale a trabarla, el árbol
que se desgaja, el golpe, las tinieblas. El Amarillo lamió
desesperadamente el rostro impasible, hasta que se despertó. La Amarilla,
esquiva y solitaria, se había refugiado en el horno de pan.
Un
tiro de 22,vaya a saber de quien, atravesó al Amarillo. Su cuerpo apareció
tendido, casi agonizante bajo de las higueras. La herida era grave y lo
trajo a Montevideo,
-Yo
dije que lo iba a matar
Con
inyecciones y algún que otro suero se fue reponiendo. Al mes estaba de
vuelta en el campo,
-
Ahora si que lo mata
El
verano y la costumbre de tomar agua del pozo trajeron la hepatitis. Ahora
quien vuelve a la casa es el muchacho. Parece la oportunidad propicia de
alejarlo de aquel proyecto. Pero es inútil, la determinación es férrea,
inusual en alguien de su edad.
El
proyecto tenía un padrillo. Un cachorro blanco de hocico rosado, manso y
gracioso. No hay fin de semana en que todos no vayan a verlo y tocarlo al
chiquero de arriba.
La
Amarilla había puesto su mirada en él. Erizados los pelos del lomo le
ladraba y gruñía, lo acosaba cuanta vez podía desde afuera de su
encierro de palos. El Amarillo, de ordinario tranquilo y juguetón, se
trasformaba al acercarse al pobre cachorro en la hilera de blanquísimos
dientes a través del labio remangado. El hostigamiento era permanente y
hubo que poner el animal en otro chiquero más seguro.
-La
culpa es de la Amarilla, es artera, ladina, el Amarillo es bueno pero
zonzo, la perra lo domina.
-Pobrecitos,
como si fueran personas, no ven que la pobre extraña, ha sufrido mucho,
siempre por aquí y por allá, no ven que es mansita.
-Si,
amansada a tanto palo y hambre. A mi nunca me gustó, tiene una mirada
rara, después de todo el pobre chancho que le hizo.
-Es
buena para cazar ratones
-Para
matar alguna gallina también. El Amarillo no, pero ese perro ha cambiado.
Además ,desde que está esa
perra afuera al pobre muchacho no le sale una bien. -Claro, ahora la culpa
es de los perros.
-Es
mejor dejarla atada.
Un
fin de semana, un baño caliente, buena comida, algo para leer, el
almuerzo todos juntos en la casa de Montevideo. Luego de comer el muchacho
se sintió inquieto, como si le hubiera llegado alguna clase de mensaje
-Papá,
dale vamos, tengo que dar de comer, levántate, vamos para el campo.
-Pero
hay que hacer algunos mandados.
-No,
no, nos vamos ya.
-¿Y
a vos que te picó? ¿Porque estás tan ansioso?
Salieron
con lo puesto a hacer los 90 kilómetros en 60 minutos. La carretera y el
sol de una tarde de otoño, el pueblo, la ruta de balastro, la casita
blanca. El muchacho salta del coche y corre hacia la casa
-¡Perra
de mierda!, ¡se soltó!
La
carrera se prolonga al chiquero.
-¡El
cachorro no está, papá, no está!
-Lo
habrán robado, los perros se asustaron o los mataron.
-¡No!
¡la Amarilla, papá, la Amarilla!...¡Amarillo! ¡Amarillo!, ¡vení acá
carajo!
El
padre se sorprendió del tono de voz de su hijo, era una voz adulta,
plena, profunda, casi desgarradora, terrible.
Corrió
entre las chircas, terrones y carquejas. Entonces la voz se quebró, más
terrible que antes
-¡Lo
mataron! ¡Aquí está!...¡lo mataron!
Bajo
un transparente achaparrado, sin heridas mortales, todo sucio, tendido a
lo largo, los ojos abiertos y algo de sangre en el hocico pálido.
-No
está muy mordido, dijo el padre. Pero los chanchos pueden morir del
susto, tienen débil el corazón.
-¡Fue
la perra!, ¡hija de puta!, ¡artera!, ¡ella fue! ¡ella y el Amarillo!
Todo
parecía claro: el acoso, el terror, el animal que rompe la puerta y sale
a encontrarse con más ladridos, mordeduras, la corridas final
y la muerte.
-¡Ahí
está! el Amarillo, tiene sangre
El
perro ensayó un saludo, pero de lejos.
-
No se acerca ¿ves?,tiene sangre. ¡Fue él y la perra puta!
Sin
el cachorro el proyecto, la vuelta, se desmoronaba.
-¡Amarilla!
Está aquí en el horno.
-¡Perra
de mierda!. Nunca me gustó, esa mirada...
El
viejo Totz y las pequeñas balas esperando.
-No
mates al Amarillo.
-Es
la ley aquí ¿sabés? perro que no respeta los animales de la casa hay
que matarlo.
-Dejalo
al Amarillo
Las
balas frías en el peine, minuciosas, una a una.
-Pegale
si querés, pero no mates al pobre perro. Acordate cuando se te cayó el
árbol encima.
La
última bala, un segundo entre los dedos y el chasquido final en el
cargador. Los pasos enérgicos, afuera de la cocina.
-¡Amarillo,
venga acá!
Se
tendió a sus pies, sabía lo que iba a pasar.
En
el horno, la Amarilla, quieta, sin saludar. Echada hacia adelante, la
cabeza sobre las patas delanteras. Miró el caño oscuro, aquel agujero la
intrigó, levantó é inclinó la cabeza a un lado y paró las orejas por
última vez.
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