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Anédotas Brujas - imágenes y textos de Galo   

Comentarios a la Anédota     

 


El obsequio del tahúr

No te habrá de salvar lo que dejaron
escrito aquellos que tu miedo implora;
no eres los otros y te ves ahora
centro del laberinto que tramaron
tus pasos. No te salva la agonía
de Jesús o de Sócrates ni el fuerte
Siddhartha de oro que aceptó la muerte
en un jardín, al declinar el día.
Polvo también es la palabra escrita
por tu mano o el verbo pronunciado
por tu boca. No hay lástima en el Hado
y la noche de Dios es infinita.
Tu materia es el tiempo, el incesante
tiempo. Eres cada solitario instante.

Jorge Luis Borges.
La moneda de hierro. No eres los otros.

    Era fácil creer que la vida no tiene fin, un tren que no se detiene, pasea paisajes, los recorre sin fin, uno tiene nueve años, qué colores, qué forma de enamorarse, qué estarse deslumbrado por el despliegue de la primavera, cómo no tener esos amigos que no se tendrán otra vez. Y en los árboles se explora la valentía, y entre simulacros de batallas los hombrecitos empezamos a creer en el odio y las niñas se miden los pechos frente a un espejo, y en qué sacudida brutal, no se sabe, la adolescencia arrecia, somos desvalidos pero a la vez testigos de un naufragio, nuestra edad se llena de rufianes segundos, nuestro rostro acusa el golpe, la mirada se pone con tinieblas. A los nueve todavía es temprano para la muerte, después de los doce conocemos más agudamente la melancolía, nuestra rebeldía es un grito que no será escuchado, aquellos amigos ya no serán los mismos.

    Trinidad tenía ocho años, y me había hecho grietas pronunciadas en el alma con una carta de amor. Decía cosas como que veía animales sólo azules que se posaban en su cama y le contaban historias de tiempos antiquísimos. Comparaba el amor con un violín sin cuerdas que se apolilla en su estuche. Comparaba el amor con una tropelía a la luz del sol en la que obraban poco elaboradas maneras del tiempo y de las circunstancias. Me comparaba con un rey enano de un reino perdido y convertido en chatarra por el aliento oxidado de pterodáctilos prisioneros. Se comparaba con una azucena mustia, con un rayo de sol que no prosperaba sobre el techado de misteriosas cavernas. Decía que la lluvia es una canción de cuna, que las estrellas son nuestros miedos avizores, que el sol era un artificio de limón, arena y simple tozudez. Firmaba su carta con un beso lila y las huellas digitales de sus meñiques. Agobiaba el sobre con el perfume italiano de la madrina Sofía. Enviaba a Lupe a que me la diera justo a las doce, junto con ese chocolate blanco que compraría en la ciudad el pasado viernes. Sabía que me hechizaría. Y así era.

    Pero otra cosa estaba deparada para esa noche. Llegó Juan al galope iracundo, desmontó y entró a los gritos: que a Tahúr el caballo lo había tirado y no podía moverse. El nagual Zacarías no perdió tiempo, montó a Luzbelito y salió echo un disparo en la noche en pos de su amigo, un brujo acechador que lo cuidó de niño, cuando el nagual Abel lo había adoptado en esas tierras perdidas de la Patagonia. Tahúr era viejo y era más que viejo, tenía la agilidad del diablo y la risa más tenebrosa que haya oído jamás. Le daba por improvisar payadas en una guitarra que había embrujado de pena y de nostalgia, y bebía vino sin tregua, y cazaba guanacos. En su cantimplora, un mapuche le había dibujado una mujer con cola de serpiente y plumas en las sienes. Su rifle brillante emitía un contundente olor a pólvora, y sus botas hacían tanto ruido, que la madrina Sofía cada dos por tres le pedía a Angélica que se las puliera a escondidas, con piedra pómez y sierras de herrería. Tuvo un gallo de riña que cuidaba más que a nadie, le tarareaba coplas o le leía sonetos de Góngora. Su habilidad de brujo era dejarse llevar por los vientos cálidos del oeste, esos que arrastran alimañas y elevan la temperatura más de diez grados, y pasan como una fiebre de tierra, como el aliento de un dragón viejo. Se hacía liviano y se remontaba a mundos de los cuales nada decía, pero se notaba que volvía con más cicatrices, con más silencio en la mirada y en la garganta ronca. Sus batallas de poder eran silenciosas y deleznables, para él el mundo era despiadadamente hostil, se la pasaba sobreviviendo esas batallas, pero era un veterano corrupto de maldades y ruina, había visto todo y nadie lo convencía de que todo era atroz. Los niños le temíamos, menos Juan, que se iba con él a atrapar víboras para desollarlas y hacerse siniestros talismanes para enamorar mujeres o enfermar enemigos. Tahúr era tramposo y pendenciero, y estaba dando su última batalla cuando lo halló el nagual Zacarías con el espinazo deshecho y la cara despedazada de astillas de hueso, de tierra negra y de agonía sin fin.

    Al otro día el nagual me pidió que cavásemos una tumba para el viejo Tahúr. Se llamaba Don Gonzalo Cornelio Sucre, supo tener hasta tres mujeres en su cama al mismo tiempo. El sable de una bruja que estuvo entre las patricias que ayudaron al general José de San Martín en su campaña libertadora por los Andes, le cercenó el pene cuando se aburrió de sus infidelidades, y desde entonces Don Gonzalo se hizo borracho y cobarde y tahúr. Perdió en el juego la estancia que heredó de su abuela materna, y por matar un comisario huyó al sur, donde lo recogió el nagual Abel al encontrarlo enterrado en estiércol y con un ojo reventado que se le había adherido a la mejilla izquierda. Le había dicho: eso es estar con la mierda hasta el cuello amigo, y el tahúr había tenido fuerzas todavía como para escupir un gargajo tan abyecto que el nagual se bajó dos veces del caballo a vomitar y decidió que era una señal del espíritu y se volvió a recogerlo, previa devolución del gargajo. Lo llevó a rastras y lo hizo azotar por los obreros de la vendimia, y le prohibió acercarse a ninguna mujer de la casa, cosa que Tahúr cumplió por fuerza mayor. Ahí estaba yo, con cuarenta grados de temperatura a la sombra, manipulando una pala que apenas podía y enterrando al viejo. Juan le hizo una cruz de madera, con jarillas y plumas de ñandú. Pero el nagual la hizo pedazos, la orinó, la arrastró por el guano de las cabras y después la echó en la tumba del tahúr, con estas palabras: "que te vaya bien hermano, la puta que te parió". Lupe estaba impresionada y se fue con Candelaria y Roy Picahuesos a acampar a la cascada, unos treinta kilómetros cerro arriba y cerro a la izquierda. Angélica quiso conservar sus apestosas botas, pero la madrina Sofía dijo que los muertos se deben ir enteritos, así no vuelven a buscar sus pertenencias y andan asustando a la gente. Eso que dijo me asustó sobremanera, rogué y supliqué dormir con Lucía y Trinidad, pero el nagual dijo que no fuera pendejo, que me iba a pasar la noche palpando sus traseros o besándolas como un casanova de pacotilla.

    Se festejó la muerte del Tahúr con empanadas en horno de barro, vino rosado de uva moscatel sanjuanina, pastelitos de dulce de membrillo, arrope y arroz con leche. Vinieron unos gauchos de la estancia de enfrente a curtir sus violas y cantaron tonadas, chacareras y zambas. Bebieron de una bota hasta que empezaron a orinarse en los jardines y doña Carolina los espantó a escobazos y agrios insultos a su hombría expuesta. Serían las cuatro de la mañana cuando yendo a acostarme pisé un caracol sin querer, y el crujido del caparazón que se llevaba la vida del pobre animalito me despertó presagios terribles. Confirmé que Trinidad se había arrepentido de su carta y había mandado a Soledad a que me la robara. Lloré, vi que se nublaba, me di vuelta nervioso. Oscuros pájaros de madrugada aceleraban el pulso de la noche, raras sombras de los árboles se metían en la habitación empujados por la luna llena, tan bruja ella. Me levanté para ir al baño, y en la mecedora de la abuelita Amparo estaba sentado el Tahúr, con la cabeza echa una miseria, su camisita a cuadros ensangrentada y cubierta de telarañas, sanguijuelas, gusarapos transparentes, lombrices, gruesos ciempiés grises, mariposas negras con pintitas amarillas en las alas, placentas de rata como hombreras, alas de murciélago pendiendo en todo el torso. Quise emitir un alarido pero me dañé las cuerdas vocales, vomité, me arrodillé y le supliqué al maldito viejo que se fuera. Tahúr reía como un acordeón desvencijado, como el velamen desguazado del Caleuche, como el roce de la espuma de cerveza en odres que envejecen. De pronto se levantó y yo me oriné. Sentí sus pesadas botas alejándose, cruzó la pared este, dejó en la pared una mancha de la que emanaba un pesado tufo a mierda concentrada. Sobre la mecedora, dejó su regalo para mí.

    Era un tarot gitano del siglo dieciocho, mugriento, al que le faltaban tres arcanos menores. Lo descubrí por la mañana, lo envolví en un pañuelo de seda que le habíamos robado a la madrina Sofía para envolver nuestros tigres de arcilla. Pasé las cartas de una mano a la otra, las barajé con veneración y temor. En instantes sentí su poder, el cual me fue transferido. Minuciosamente las distribuí sobre mi cama. Escogí el Loco y la Rueda de la Fortuna. Cuando los tuve en mis manos, noté con asombro qué parecido era ese Loco al viejo Tahúr. En el centro de la Rueda, había una mujer etérea, española, morena pero muy bella, y supe que algo quería decirme, pero jamás me lo dijo. Siempre que me acuerdo, la miro y la miro, escudriño sus rasgos dibujados, le pregunto qué tiene para decirme. Pero la inminencia de esa revelación no se resuelve en ningún mensaje. Me quedo perplejo, atribulado, triste. Recuerdo la guitarra del Tahúr, sus groserías, y le debo algo inexpresable. Así se fue el tahúr, así aprendí a tirar el tarot. Así descubrí el espanto, y algo devoró para siempre la felicidad irrelevante de mis nueve años.
 

Mendoza, 16 de noviembre de 1999

Galo
 

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