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Transueños
Un
cuento de HaK
Sin
saber por qué, se encontraba en la terminal norte de autobuses de la
capital.
Esa mañana se iniciaban sus primeras vacaciones de todo el año y
era un verdadero placer, pensaba hacer lo que los impulsos le ordenaran,
luego de ocho meses de trabajo ininterrumpido obedeciendo órdenes
absurdas en la oficina.
Había dispuesto no planificar nada, simplemente: ver y hacer.
Tal y como había pensado meses atrás al ver un catálogo de
viajes.
En
la terminal sólo se reducía a observar los itinerarios de viaje, la
gente embutida en sus abrigos; los puestos de revistas abigarrados, los
cafés atestados de bultos indiferentes, la manada de taxistas rondando
como hienas las salidas de la terminal.
Los innumerables destinos citados en los carteles negros con letras
blancas, llamaban su atención, mas no se decidía: la indecisión de
siempre, a última hora, lo asaltaba.
En esos momentos un ventarrón frío le hizo cambiar la dirección,
pues ya se dirigía a la salida fastidiado por las incesantes llamadas de
las secretarias detrás de los mostradores ofreciéndole destinos y rutas
incierta y lejanas.
Encendió
un cigarrillo en medio del pasillo y caminó nuevamente hacia los
mostradores.
Los recorrió despacio, sin escuchar las voces vendedoras de
destinos, sólo observando... hasta que, en el fondo, percibió la imagen
de esa ciudad con la que había soñado alguna vez.
Era un inmenso anfiteatro, con sus casas colgando, sujetas por
hilos invisibles, en una tarde azul.
Parecía una herida en la tierra con sus espacios curiosamente
construidos, sus aristas prominentes y colores claros como el día.
La foto correspondía a un misterioso atardecer.
Sin habérselo propuesto, ya tenía el boleto hacia Guanajuato en
sus manos; para él significaba un designio irreversible.
Desde
su asiento veía alejarse la inmensa ciudad, a lo lejos pendían las casas
en los cerros difuminando los límites.
Cada vez se introducía más en los espacios vacíos de las
inmediaciones mientras un manto de suelto se posó sobre él al tiempo que
el autobús se perdía por la autopista en un vaivén ligero e inconstante.
Fueron
aproximadamente cinco horas de sueño, intenumpido por uno que otro
sobresalto en la carretera.
Mientras el autobús serpenteaba el camino, avistándose
paulatinamente, a lo lejos, la gran hondonada con sus casitas dispuestas
como diminutos peldaños en el vacío.
Aún
estaba medio dormido al momento de bajar del autobús, ni siquiera el
bullicio de los guías turísticos de la región invitando a visitar las
momias, la Presa de la Olla, la estatua del Pípila, el Callejón del beso,
el centro de la ciudad y todos aquellos lugares evocadores que se pueden
descubrir en la época del Festival Cervantino, pudo volverlo
completamente en sí.
Fue después, al tomarse un café cargado en la termina, que logró
sentir a plenitud el esplendor de la tarde acogedoramente templada.
Abordó un autobús hacia el centro.
En el camino todo un río humano agitado y pintoresco, espiraba
alegría a través de sus movimientos, en su mayoría adolescentes y gente
joven atraídos por el festival, mientras el camión subía y bajaba por
las calles impredecibles.
Se bajó donde le parecía más idóneo:
cerca del mercado antiguo de la ciudad.
Los
vendedores ambulantes formaban un cuadro peculiar de la ciudad, todos los
objetos capaces de ser comprados eran mostrados en todos los espacios
visibles: sobre el adoquinado de las calles, las banquetas, sobre las
fuentes, a lo largo de las paredes de piedra de las casas; solo un
estrecho corredor le permitió cruzar el umbral del mercado: significaba
todo una travesía alcanzar los escasos peldaños que conducían a la
amplia explanada.
Recorrió gran parte del mercado, observando caras amorfas, fugaces,
unas alegres y otras serenas.
Luego de un largo rato salió del mercado.
Las
luces del día se habían apagado por completo.
Los destellos de la ciudad y el perfume de la noche surgían en
primer plano, acentuando las sombras de las callejuelas románticas.
Las fuentes llenas de gente, dejaban escuchar su canto derramado,
entremezclado con el murmullo de los viandantes.
Caminó sin dirección, sin apenas preocuparse donde dormir, no había
pensado en ese asunto, pues no tenía idea de encontrarse toda una
muchedumbre en la ciudad.
Recorrió
callejuelas llenas de ruido mientras los trovadores citadinos aparecían a
lo lejos con el viento templado de la noche en un reflujo evocador ; también
los sones corales entonados por los estudiantes de la universidad con sus
atuendos folklóricos matizaban la noche, transportándose a otros tiempos,
cuando aún todo era entonación.
Recorrió calles empedradas, visitó los predios de la universidad,
el opulento Teatro Juárez, los ornados andadores con sus bares atestados,
los parques escondidos que de uno a otro tramo saltaban a la vista.
Sin planearlo se había dejado llevar por las sensaciones; por sus
pasos cada vez mas inciertos, a la expectativa de las circunstancias.
Le pasaba como en la mañana, que situaciones inciertas lo habían
conducido a un extraño destino, sin determinar el porqué, pero intuyendo
de antemano que lo arrastrarían hacia algo.
Así, al llegar a una de tantas esquinas de esa ciudad, percibió
abruptamente el aroma de la noche.
Más allá de la gente se imponía la fachada de la iglesia
principal, la más antigua, amenazando con sus torres el equilibrio de la
noche; fue así que divisó el pequeño grupo de bailarines y cantantes en
la callejueal, frente a la iglesia; se jaloneaban unos
a otros, sin ton ni son, exaltados por las guitarras, los tambores y los cánticos
corales de los grupos dispersos.
Tenía buen rato observando el ir y venir de los danzantes, sentado
en la orilla de la acera, cuando sintió la mirada atravesando el amplio
espacio de la calle y el grupo de bailarines.
Parecía una casualidad haber captado la intensidad e insistencia
de unos ojos indivisables más que por la dirección de la cara, pero aún
así, desde la distancia, era apreciable un destello inquisidor y al mismo
tiempo arrebatador.
Creyó haber observado una clara intención en la mirada, pasó un
momento de indecisión y luego, se paró y cruzó la calle.
Al llegar al otro lado, sólo alcanzó a ver la silueta fugaz
caminar por la callejuela cuesta abajo.
La siguió.
La
seguía por las calles estrechas y subterráneas semialumbradas de la
ciudad, observando a la silueta mirar hacia atrás cada cierto tiempo,
como un reto silencioso. Seguía
su marcha enigmática, ahora en la superficie.
Ya no percibía las voces, las caras de la gente, los cánticos
ubicuos del ambiente, ni siquiera el perfume de la noche.
Sus sentidos sólo eran alimentados por los destellos de esos ojos
vibrantes que lo arrastraban hacia algún lugar o "situación"
imprevista, pero era eso, lo imprevisto, lo que ansiaba.
Era un influjo que entraba y salía de él a la vez, inopinadamente,
su excitación iba in crescendo, como una sinfonía exótica imparable.
Estaba cada vez más cerca, a veces disminuyendo el paso,
prolongando la exaltación y el misterio, otras veces se dejaba llevar por
su cuerpo ansiando alcanzarla: ella mantenía su paso tentadoramente.
Se entremezclaba con las pequeñas masas de gente, pero siempre
dejando rastros y cuidando de no ser perdida de vista.
Abruptamente, empezó a subir sobre andadores estrechos y poco
iluminados, en dirección hacia el panteón.
De pronto, las luces de la ciudad surgieron de golpe ante el
mirador. Ella se había
parado en un extremo, él, sin saber por qué, hizo lo propio, observándola:
permanecía estática y los destellos de la ciudad rozaban su sombra
exaltando su silueta. Los
separaban unos quince metros, pero eran suficientes para absorber su
figura envuelta en un vestido rojo ceñido débilmente a su cuerpo.
Luego de unos segundos, ella apartó la mirada y siguió caminando
con pasos más acelerados. Se introdujo en un andador oscuro, donde las casas desprendían
tenues luces a través de las ventanas permitiéndole visualizar a duras
penas su silueta. Pero... la
perdió.
Todos
sus sentimientos se concentraron en sus ojos, luego en sus oídos; la
ciudad había muerto para él, sólo percibía el sutil soplo del viento y
el jugueteo de las plantas que ornaban las fachadas de las casas; más allá,
todo era silencio. Camino
unos cuantos metros, y luego, se paró.
Estaba confuso. La
sinfonía había cesado súbitamente.
La mirada que alimentaba sus pasos ya no existía, no tenía
sentido seguir. Pero, al
darse la vuelta, casi por casualidad, divisó la figura a través de una
ventana, observándolo fijamente, al ser descubierta se aparto rápidamente.
Se acercó a la puerta con cierto temor, al tiempo que una oleada
de pensamientos se agolpó en su mente, al notar la puerta entreabierta.
Pasó varios minutos aferrados al picaporte; en eso, unos pasos
procedentes del andador lo decidieron a empujar suavemente la puerta.
Era
un salón débilmente iluminado, sus paredes lucían oscuras y vacías.
Tres viejos muebles adornaban una de las aristas de la sala, más
allá resplandecía un amplio pasillo.
Al fondo divisó una puerta entreabierta; sin embargo, aún
permanecía estático a pocos pasos. Finalmente, se dejó llevar por ese momento temporal, pletórico
de sensaciones y caminó hacia el fondo.
Al presionar suavemente la puerta un estremecimiento se deslizó
fugazmente por su cuerpo.
Era
una habitación vacía con una ventana en una de las paredes, a través de
la cual penetraba la luz de un farol.
Todo el mobiliario estaba conformado por una pequeña mesa redonda
y dos sillas. Ella estaba en
una de las sillas, revolviendo unas cartas con un desenvolvimiento tan
natural, que sus manos parecían no tocarlas.
Cuando el entró, alzó la vista como si su presencia fuera lógica
en ese lugar. Él no pensó en nada, sólo sintió que estaba en el lugar
y el momento indicados. A
partir de ese instante, las circunstancias doblegaron su voluntad.
Aún
permanecía parado, observando con detalle las manos tostadas deslizarse
graciosamente, el balanceo de uno de sus brazos desnudos, el rostro pálido
y hermoso que a veces se posaba en él, estudiándolo con unos ojos extrañamente
cautivadores y lascivos, negros como la noche, sin expresión al
principio, luego entornándose como invitando a la entrega, con el
lenguaje más simple y expresivo que pueda comunicar un desconocido.
Se sentó suavemente, cuidando el silencio, sólo escuchándose el
ulular del viento en los álamos afuera y el roce de las cartas en la
simetría de sus manos ; el silencio era la oscura guía del momento, con
una voz o un sonido cualquiera se hubiera fracturado.
Sin embargo, ella le habló: "Levanta
tus cartas", le dijo con un tono inflexivo y armonioso.
Como si se tratara de una orden, las levantó.
"Tengo un par de reyes ", le dijo.
El, tratando de disminuir su admiración, le siguió la corriente: "Tengo
tres jotas ". Bien, me ganaste, le respondió ella, en un tono
dulce, como expresando conformidad. Casi
inmediatamente, empezó a desembarazarse de las alhajas que traía en sus
dedos y en sus brazos, y las puso en el piso a un costado de ella.
Volvió a repartir las cartas.
"Te toca mostrar tu
juego". Después de
ver su juego, agregó: "Ahora
gano yo... tengo un full".
El, como si adivinara sus pensamientos, se quitó la chamarra y
la dejó sobre el suelo. Ella,
sin dejar de mirarlo a los ojos, le dijo, con voz firme: "No
es suficiente, debes desprenderte de la mitad de tus vestimentas... es
la regla". Las
palabras resonaron en la habitación con un extraño eco, desvaneciéndose,
como si atravesaran las paredes, absorbiéndose en la noche. No puso resistencia alguna, quedándose sólo con su ropa
interior. Ella asintió y al
momento de repartir las cartas, sin él percibirlo, dejó caer una mirada
apenas fugaz, pero desbordada de complacencia.
Luego de repartir las cartas, el tiempo le pareció alargarse,
invitando a la fuga de la realidad. En
el momento de pedir tres cartas nuevas, se sintió remontar en un río sin
vuelta atrás, ella, a su vez tomó cuatro cartas con delicada sutileza.
El momento seguía estirándose.
La miraba sin inclinar la cabeza, intensa pero reprimidamente.
Ella se dejaba observar. Los
segundos congelaban el espacio, él en espera, ella a la espera.
Ninguno se decidía a abrir su juego; él, sin embargo, respiraba
holgadamente, como seguro de sí. Ella,
pasaba su mano a través de sus cabellos descubriendo su frente brillante
bajo la luz oblicua del farol. "Pago por ver" dijo él, serenamente.
"¿-Que pagas?"
"Lo que pidas", dijo él a su vez.
"De acuerdo, antes de
enseñarte mis cartas, levántate y camina por la habitación... quiero
verte". Su mirada
era una caricia a través del espacio, por segundos parecía quedarse fija
en un punto de su cuerpo para luego disolverse complacidamente en todo lo
demás. "Déjame
tocarte" dijo, en un tono apenas perceptible.
Tocaba su piel, al principio suavemente, deslizándose sobre sus
vellos como un animal pequeño con pasos inciertos, como al azar, luego,
el roce cambio de matiz y ya sus dedos empezaban a horadar su piel.
Tiró sus cartas sobre la mesa.
Eran un par de tres. No
las vio, porque en ese momento se dejo caer al suelo sobre ella, abismado
en su cuerpo, el cual absorbía para sí, envuelto en la mancha de la
noche desconocida de la ciudad. Pasaron
minutos intensos, tal vez horas, comprimidos en algún espacio de sus
sensaciones, cuando sintió el golpe de luz del flash y luego la voz de: "¡CORTE!"
después, el murmullo y todas las caras asomadas por la puerta y la
ventana, observándolo fríamente, como si no hubiera pasado nada.
Ella se paró maquinalmente, se puso sus prendas interiores, su
vestido, y despacio se alejaba del lugar, mientras dos siluetas la socorrían,
uno limpiandole el sudor de la cara y otra ofrenciendole una bebida.
El, después que le pasó el espanto, atascado en su pudor, se
vistió rápidamente, como nunca se había vestido, y se abrió paso entre
las cámaras, y toda la gente en movimiento que había en el lugar.
No se explicaba de donde había salido tanta gente.
Se apartó tan rápido como pudo, mientras algunas personas,
vestidas de trabajadores y con utilería cinematográfica, volteaban a
verlo esbozando una sonrisa que se fue extendiendo en la lejanía, a
medida que se perdía en los andadores.
Aún cuando llegó a la carretera interestatal esa misma noche, no
dejó de escuchar la risa, que ahora lo perseguía a él.
-Maldita
sea, donde podré estar a salvo de la pinche ciudad... – ese pensamiento
cerró su sueño... y despertó!
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