Todo empezó con la terquedad de ella, quedarse hasta tarde por la luna, y cuando no hubiere luna quedarse por las estrellas y si estuviere nublado, quedarse por quedarse, ella sentada en la mecedora, ella sola en la cocina hasta tarde garabateando montañas y águilas, quedarse hasta que en la casa el silencio tuviera el peso apropiado. Entonces le daba sueño y Trinidad ensoñaba. Al otro día, otra vez quedarse, convivir con la madrugada, levantarse al mediodía del día siguiente, un día tras otro, todo esto por su terquedad. Angélica disimulaba dando explicaciones brujas, pero conociéndola como la conocía, yo sabía que Trinidad estaba encaprichada. Eso que Juan suponía constancia para mí era obstinación. Ella tenía veintidós años, se oscurecía el pelo para no llamar tanto la atención, estaba nimbada de hermosura. Al mes y medio, supimos que todos nos habíamos equivocado, supimos qué había en ese quedarse hasta tarde.
Ella tenía un novio secreto. Una noche me quedé espiándola con la fortuna de que no advirtió que la acechaba. Otras veces yo ya lo había intentado, pero se ve que con alguna seña sutil ella le indicaba al visitante que esta noche no, y (supongo) compungida se retiraba a su habitación. Ella estaba extrañamente linda, y eso no lo había advertido nadie. Se explicaban otros inconductas que había tenido últimamente, incluso su afición por ciertas canciones de Perales, que alertaban de un posible desmejoramiento de su apreciación estética. Esa noche, casi me desgracié con el novio. Se llamaba Gonzalo. Los primeros instantes que lo miré a través de una ventana, en la semioscuridad, temí que fuera un ladrón. Resultó peor que eso. Ella salió sin hacer ruido, se tomaron de la mano y se alejaron un poco, ocultándose entre los pinos azules de la periferia del parque. Los vi besarse y cesó mi cordura. Salí hecho una furia. Los gritoneé, les dije barbaridades, estaba fuera de mí. El demonio de los celos me tenía absolutamente a sus órdenes. Obedecerle implicaba el escarnio de esos dos que se habían besado. Entre esos dos, era ella la que fue mi amor. Por ella: cualquier cosa. Pero con los celos en medio de todo, la prefería muerta que ajena. Gonzalo sí había sido un ladrón, no obstante; pero de la especie más terrible: la de los arrebatadores de las cosas amadas. Antes de golpearlo, lloré con insufrible humillación, luego mi autocompasión rompió los linderos y me entregué a la violenta tarea de acabar con Gonzalo. Dediqué a ello mi intento bruto y dirigido, por tanto, la tarea fue bastante exitosa, a pesar de la intromisión de Trinidad, su gritar apagado pues no podía alertar a los dormidos en casa, su recurso final: golpearme todo lo que podía. En cierto momento, este último recurso logró lo esperado, pues mi cabeza no resistió un puñetazo en el oído derecho. Vociferé, la encaré con ira desmedida y cuando estaba a punto de devolverle el golpe, una pesadumbre insobornable me envolvió. Pudo más la vergüenza que la razón, y sin tolerar lo que había hecho, me fui corriendo. Regresé a pie a mi casa, llegué tan maltratado por los espíritus errantes en los caminos solitarios, que mi madre hizo de su preocupación un escándalo, y no tardé en terminar en cama con visita de médico. No escuchaba con el oído derecho, y en el zumbido permanente, lo excesivo del ultraje me impedía llorar: no tenía siquiera ese consuelo, y deseando no despertar jamás, me dormí.
La reparación de los propios errores es sabido que lleva su tiempo, y siempre que sea posible, pues es verdad al alcance de cualquiera que lo que nuestro egoísmo maltrata puede no reponerse del todo. Eso le pasó a nuestro amor. Ella se volvió reservada y no quiso volver a ver a Gonzalo. Tampoco quiso hablarme, y se prometió a sí misma no volver a hacerlo nunca más. Llegamos de este modo a lo rescatable del relato, puesto que el preámbulo no es otra cosa que miseria humana. He sido víctima de innumerables tropelías, pero no tantas como aquellas en la que mi espíritu rebelde y mi carácter intransigente me hicieron victimario. Es tan robusto el egoísmo, que su erosión lleva tiempo y variado temple en dolores misceláneos. No es tampoco esta historia la historia de mi arrepentimiento y contrición, Trinidad de todos modos se puso fuera del alcance de mi amor y eso nunca dejó de ser así, aun cuando recuperamos la amistad y el diálogo y la senda misma que compartimos. Hay amor y lo hay a raudales, pero se agotaron los puentes, y los intentos de reconstrucción han acabado en pequeñas tragedias. Y después de Mariana, aquél amor de adolescentes se abrumó de olvido y se fue a dormir su siesta eterna en ese museo donde se conserva como si no nos perteneciera lo que una vez fue nuestro. Ignoro qué profundidad tuvo el amor de Trinidad por Gonzalo, probablemente no mucha. Pero no respeté sus elecciones y creí que ella era de mi propiedad. Necedad de los enamorados: recurrir a la fuerza cuando el antojo ajeno no juega a nuestro favor. Necedad del brujo: poseer y defender lo supuestamente propio. Necedad multiplicada, multiplicable por el otro necio, necedad sin fin que es todo lo opuesto al desatino controlado.
Trinidad a su modo se entregó a su necedad. Abandonó sus clases en el grupo del nagual, puso candado a su risa, se distrajo en cosas materiales, afeó su presencia, se enlodó en el escepticismo y dio el cuerpo muchas veces a desconocidos que conoció circunstancialmente los sábados por la noche (los viernes a veces). Yo hablaba peste de ella, me había prohibido llamarla por su nombre, le decía perra, le dije a veces puta. Equívocamente, cuando la tristeza era indiferente, le decía mi amor. Pero ya todos sabían que hablaba de algo perdido y pronto cambiaban de tema. Ella, como mujer doble que es, puso al servicio de sus debilidades toda la energía salvaje que el Águila le imbuyó al nacer. Fue detestable y no evitó ningún error. En eso nos parecíamos bien. Hubo domingos que llegaba al alba, borracha, usada, con harina de semen en el pelo enmarañado, con la pintura corrida y el alma maltrecha. Todo esto era veneno para mí. Destruyó resguardos y arrasó recuerdos felices. No supe cómo dejar a salvo aquella imagen de la Trinidad que quise tanto y se me hizo añicos. Trinidad, mi animalito rubio... La madrina hubiera sabido contenerla, quizás sólo ella. Pero el poder preparó las cosas y entonces fue cuando actuó de arrebato Estela, y actuó a tiempo. Despertó a medio mundo la paliza que ese domingo de junio le esperaba a Trinidad en manos de la terrible bruja. Aunque hacía frío invernal, la desvistió en el hall de entrada y la manguereó con agua helada, como a los puercos, sin la más mínima compasión. Hubiera podido quedar herida de pulmonía, pero a Estela no le importaba un comino, que muriera si era necesario, antes de continuar en esa perdición ignominiosa por la que estaba su rumbo. No hubo ensañamiento, puesto que Elena era impecable: una señora de luz y poder. Pero el escarmiento fue notable y suficiente. Luego de aquello, Trinidad se compuso un poco. Entonces Estela la encerró.
Trinidad fue enviada a recapitular en el sótano. Una vez al día, se le llevaba arroz integral y agua. Sólo muy de vez en cuando, una manzana. Cada día, Estela le entregaba un papel con alguna frase que Trinidad debía usar como disparadora de meditación y recuerdos. Los domingos, Trinidad debía entregar un poema de cuatro versos que tratara sobre el amor. Pasó un mes y una semana, y Estela dio a Trinidad por curada. Desde entonces, la preparó en el acecho, y estuvo bajo su tutela casi un año. Quisiera mostrar la evolución de sus sentimientos a medida que iba recapitulando en su cautiverio, ella en esas condiciones críticas recuperó su fibra íntima de guerrera y devolvió luz a sus ojos azules.. Volvió a tener los ojos que siempre amaré: esas encendidas metáforas del océano con las que al mirarme posaba su amor en mis ojos sedientos.
Primer domingo
Nadie sabe de mi pena
nadie está aquí porque aquí odio
turbio torrente, sucia arena
estrepitoso quemarse en pena que no sabe.
Segundo domingo
no recuerdo nada
no nada recuerdo
nada no recuerdo
recuerdo nada no
Tercer domingo
¿Amor mío dónde estás
dónde estabas cuando entonces?
Estás negado a mí por estrellas oscuras
no sé si besarte era tenerte claro...
Cuarto domingo
hay tanta tristeza
hay para mí tanto silencio
creo que la alegría de amar
es callar esa alegría por si la muerte...
Quinto domingo
...
Y cuánto todo hay en lo que no dijeron esos puntos suspensivos, cómo Trinidad detuvo el atarearse en si misma y pudo evitar las palabras, en todo eso está la señal del espíritu. El quinto poema breve de Trinidad me devolvió su amor y ante ese (histórico) papelito en blanco, desfilan los habitantes fantasmales del caleidoscopio en que se conjuga el amor, la vida, la muerte y el silencio. De todo ese barro el guerrero ha hecho sus totems y luego ha llorado tanto sobre ellos que la tierra ha vuelto a la tierra y sólo ha quedado el silencio, el milagro mudo del amor, la callada reverencia ante la muerte, el elogio sin palabras a la vida.
30 de junio de 2000
Galo
|