Comentarios a la Anédota |
Un verano y un febrero que no se llevó el tiempo
Fue el verano de 1990, te cuento como fue ese verano en Mendoza, a pocos días de mi cumpleaños, o sea, febrero. Un calor encarnizado, una turbamulta de días tórridos, lluvias esporádicas pero descomunales que se serenaban demasiado pronto, dejando todo en el sopor de la humedad. Después de las ocho de la tarde, un curioso aroma salía de los asfaltos atribulados por el día que se iba, y en los jardines no era raro toparse con fragancias de ensueño que salían de las flores, de la hierba, de un árbol atestado de damascos. En la casa de mis abuelos las plantas tenían una presencia inconfundible. Desde la terraza de la casa de mi niñez, las estrellas estaban tan cerca y rugían tales destellos, que uno jamás dejaba de sentirse parte de un universo inefable pero macizo, daba miedo que se te volaran las retinas como convidadas al vuelo abstracto, y si te fijabas bien, la levitación estaba al alcance de tus pies. Recuerdo de aquel verano una tarde de duraznos en el parque, una guerra de carnaval con agua y disfraces, un libro de Cortázar mojado por una lluvia sorpresiva, unas palomas en la plaza Chile, unos besos frescos y ligeros, una carrera con un amigo y su perro para alcanzar un ladrón que resultó no serlo, una taza de porcelana que me regaló Angélica y que tenía escrito mi nombre (aún la conservo). Hacía más de un mes que no veía a los brujos ni a mis compañeros de la comunidad. Por decirlo de algún modo, me tomaba vacaciones. El nagual Zacarías lo recomendaba para que no sufriéramos de morbidez. Creía que se produce cierta saturación que no es favorable, entonces nos instaba a oxigenarnos, habitar sencillamente el mundo con los nuestros, haciendo cosas comunes y corrientes. Pero los extrañaba horrores. Me había encontrado con el fierita y me contó que andaba todo bien, el nagual se había ido a Buenos Aires a comprar libros, Estela había viajado como de costumbre a Santa Fe para visitar a su familia, y los chicos se habían inscrito en una escuela de verano, hacían deporte, iban al cine, gozaban del calor en las piscinas de un club. Trinidad aprovechaba la posición acaudalada del padre que nunca quiso reconocerla, y se iba de viaje con el dinero que obtenía digitando los botones de la conciencia que remuerde y apelando a los deberes de la paternidad. Ese verano estaba en Orlando, Florida. Conoció también las playas mexicanas, visitó el cenote ceremonial donde los aztecas arrojaban vírgenes y paseó por la isla de las mujeres. A su regreso, me traería de recuerdo un fragmento de piedra de una pirámide escalonada por la cual se deslizan serpientes de Quetzalcoatl y se desparraman aquí y allá alusiones a Tlaloc. Esa piedra, tenía un curioso intento. La sostuve menos de tres minutos en mi mano derecha, salíamos, debía cerrar un pesado portón, la piedra dificultó las maniobras sobre el picaporte, me aplasté tres dedos, perdí dos uñas. Minutos después, la piedra era "decomisada" por el nagual y no la vi nunca más. Aquél verano se movía lentamente sobre el calendario. Yo escribía poemas abrumadoramente malos; de vez en cuando, me entregaba al tedio. Casi todos mis amigos estaban de vacaciones. Me sentía un poco alejado de la lectura, salía a andar en bicicleta, evitaba sumergirme en pensamientos complejos. Conocía los oscuros pozos, los abismos de la conciencia. El nagual me había llevado a visitar esas regiones remotas de mi psiquis, pero en esos días no me sentía feliz recordando hazañas de la autopercatación. Mi atención de ensueño estaba muy encendida, solía recordar hasta catorce o quince sueños en una noche, y al otro día minuciosamente anotaba todo como me había pedido el nagual. Pero no activaba mi lucidez de ensueño, sabía que soñaba pero elegía disfrutar del sueño, sin convertirlo en materia de la cual extraer cognición. Hacía los pases mágicos del despertar, pero no practicaba ningún otro. Hasta al piano lo tenía un poco abandonado. Escuchaba Silvio Rodriguez grabado en casettes viejos, con dos amigos que tocaban bien la guitarra, y aprendíamos las canciones, luego retocábamos la letra, agregábamos estrofas, tomábamos mate y no era raro que se hiciera la madrugada, que fuéramos felices leyendo cuentos de Lovecraft y de Horacio Quiroga, invocando fantasmas con una copa, comiendo pan con dulce, mirando fijamente un espejo para ver al guardián del umbral. Emocionalmente no me aventuraba por ciudades populosas. Mis afectos a los diecisiete recién cumplidos tenían matices de nostalgia, pero eran livianos. Por mis padres empezaba a sentir la admiración que en la infancia uno les niega, tal vez por indefensión, por orgullo, por timidez o por las dudas. Fuimos ese año a Viña del Mar, tuve un amor ocasional que aún hoy recuerdo vívidamente. Siempre el amor hacía tropelías en mi sangre, y en verano yo me ponía especialmente mimoso. Pero aquel verano no fue demasiado notable en esta asignatura. No estaba conforme con mi cuerpo, me sentía menos encarador, quizás protegía alguna llama que se agitaba en mi corazón y me llenaba de anhelos. Sufría pero no dramáticamente, sino como quien tiene asumido que en la vida hay épocas de cosechas ínfimas, y como quien lo entiende sin devaneos. Gané una amiga que adoro hasta el día de hoy, pongo su nombre en estas memorias que te aburren: Fernanda. Cometimos el ligero error de enamorarnos, pero duró poco, como febrero dentro del año, como la vida tal vez, tan breve ante los siglos, tan inmensa si sabemos vivirla cada instante. Si te cuento todo esto abusando de tu paciencia es para que comprendas dónde vino a suceder lo que sucedió, para que veas que en la historia de cada cual cada detalle tiene su intrínseco valor, no hay recuerdo menudo: cuando uno se la pasa confrontando su pasado con esa espada de la recapitulación, atesora cada segundo vivido, ve que el don del tiempo es que podamos atesorar aquello que vivimos. Ya sé que son reliquias, pero sin que se conviertan en objetos a los cuales culpar, nuestros recuerdos pueden ser moderadamente venerados, constituyen nuestra alma así como las células se toleran juntas para hacer el cuerpo. Era el veinticuatro de febrero del 90. El nagual me llamó por teléfono, me citó en una confitería, tomamos submarino con medialunas. Me habló del arte de revivir lo vivido, que él llamaba Karí Katsuomí, algo que podría traducirse como "recoger perlas en las profundidades". Fue la primera vez que me habló de cómo el nagual Abel lo había metido en esto de buscar intransigentemente la libertad total del Espíritu, pero eso es otra historia. Durante horas me instruyó en la recapitulación, me explicó técnicas, me contó qué forma había adoptado en otras culturas. También habló del karma. Me dijo que nuestra historia personal es karma para los buddhistas serios, es uno de los samskaras, causas del dolor o de la existencia. A mi me costaba entenderle, me sentía alejado de todo eso, hasta hubo días en que mi vida como aprendiz de brujo me parecía un sueño o algo que sucediera en una vida alternativa. Karí Katsuomí es destejer el tapiz de recuerdos, es liberar la energía temporal que se quedó encerrada en los nudos, es compenetrarse de la urdimbre y los lazos y los aconteceres que tienen las respuestas a nuestros cuando y a nuestros para qué. Vemos la herencia racial, los viejos y viejas que helicoidalmente vienen en los cromosomas, los suspiros del hombre desde que supo suspirar, la soledad de los miles que se perdieron en las entrañas de los siglos, el amor con el que amamos que tiene tan arraigada estirpe, que fue el amor de un hombre que amó por primera vez y que es el amor agregado de todos los que amaron, un palimpsesto escrito cientos de veces por corazones rasgados y corazones de acecho y corazones heridos de amor. Hoy rememoro aquel día, lo vivo a pleno, como no supe o no pude vivirlo entonces. Esta suerte de papiroplexia inversa que uno hace con sus memorias me devolvió aquel febrero de mi adolescencia. Y descubro maravillado que Karí Katsuomí es un desván donde cualquier maravilla está guardada, a la espera de que nos dignemos a revolver, buscar y hallar. Es más: es ese beso de la eternidad en la frente del guerrero que cualquiera confundiría con una mariposa. Galo
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