¡Apártense! -
pegó un salto como gitano que había estado preso por años
y tomando en sus manos palos, hierros o cualquier cosa menos cubiertos,
vociferando desesperado, respiraba. Y cada vez que respiraba, aspiraba,
y cada vez que aspiraba, la mesa vaciaba.
Como gentiles hombres muy
cerca había, colocaron más un puerco, cuatro pavos reales
y tres patos torrados; todos con tomates alrededor. Y él dijo:
- Pensar que los tomates también
les dan sabor.
Levantó el cuchillo
y junto con el tenedor atrajo otro bocado hacia su plato, ya no plato sino
bandeja (¡¡qué moraleja!!); descuartizó el pato,
ya no pato y sí algo más que un pavo (¡qué bien
representado!). Se desgañitó para decir:
- ¡¡¡Tengo
premio!!!
Los presentes se aterrorizaron.
Coraje todavía guardaban y junto a la mesa estaban.
- ¿Qué sucede?
- Tiene un huevo dentro.
Y levantándolo con
una cuchara, abrió la boca serenamente, y lo engulló.
La Reina, muy soberana, mirándolo
con calma gritó:
- ¡Marqués!
- ¿Qué?
- No se olvide, el médico
no está en el castillo.
- Me importa un pepinillo.
Hablando de pepinillos, ¿qué
tenemos para comer?
- Pero si hasta ahora, Marqués,
no ha dejado de hacerlo.
- ¿Qué "comer"?
Sencillamente estuve devorando.
Comer llega después
que uno ha satisfecho todos los animales internos. A posteriori nos expresamos
con cautela; un cubierto en la mano, otro en la otra, trozamos y después
apreciamos con gentileza:
"¡Mhmm! ¡Qué
bouquet tiene esta comida! ¡Qué bouquet!"
Nos acordamos recién
del cocinero, o la cocinera (todo depende, si hemos pasado por la cocina).
Visitar la cocina engendra
esa sabiduría, del cocinero o la cocinera.
- ¡Marqués! ¡No
olvide que está frente a su Reina!
- ¿Mi Reina? ¿Quién
es mi Reina?
- ¡Yo soy su Reina,
pedazo de animal! ¡Alcornoque!
Le he servido esta mesa repleta
de manjares para ver si desmaya después de haber comido como un
sable... Entonces será Usted mío.
- ¡Nunca! ¡Ni
perdido! Me arranco.
¡¿Dónde
está mi caballo?!
Y el desgraciado salió
corriendo. Todavía le quedaban fuerzas.
Sobre el piso golpeaba ¡PUM!
¡PAM! ¡PAM! ¡PAM! ¡PUM!
Tenía tres piernas
... ¡qué va a hacer!
La Reina corría detrás.
Corría exasperadamente:
- ¡Marqués, no
me guarde en su olvido!
- ¡Como para olvidarla,
desdichada, si cada vez que he estado consigo, me llevo una sarna!
- ¡No! No podrá
ser. Esta vez no. Se lo prometí a los monjes benedictinos.
- ¡¿Qué
ha hecho?! ¿Ha de crear hábito?
- Yo no creo hábito.
Ellos crean los hábitos, yo se los pongo.
¡Por favor! ¡Quédese
aquí en el castillo!
¡Por favor, quédese!
¿No sabe acaso que aún sigue en batalla mi marido?
- Sí, lo sé.
Tres años perdidos.
- Lo digo al levantarme día
tras día: tres años perdidos. ¡Y tú no
has venido ni una vez a visitarme! Si no fuera que te lleno la mesa como
nadie, no gozaría de tu compañía.
- ¿Sabes una cosa?
- ¿Qué? ¡Dime
que decidisteis quedaros! Regocíjame.
- Noo. La próxima vez
que concurra, lo haré provisto de cera para mis oídos.
- ¿Por qué?
- Porque así no escucharé
sus alaridos. Comeré paciente, devoraré calmamente y me iré
sin necesidad de correr, posándome eternamente en las posiciones
extrañas que usted exige: Dos, uno, dos, uno ...
Tomás Isigo, se llamaba.
Marqués pretendiente, le decían. Especialista en aturdir
y arrancar dientes.
¡¡¡¿¿¿Qué
vamos a hacer???!!!
Vociferó...
Los cortesanos inmersos sin
entenderle.
Su Alteza bajó los
ojos, sonriente.
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Es una historia, que quedará pendiente.