Hace muchísimos años, cuando la huella española se paseaba fresca y firme sobre la región de la Frontera (Bío Bío), vivía una hermosa indiecita mapuche de nombre Aimey. Compartía con sus padres, en un pequeño y verde valle, un tanto lejos de Hualqui. En cierta ocasión, cuando el ardiente verano daba la bienvenida al deshojado otoño, Aimey ayudaba a su padre a recoger las primeras uvas de la temporada: Hija, le dijo, mañana me acompañarás a Hualqui. Necesito vender las pieles de conejo que guardo tras la casa.
Aimey asintió de inmediato, hinchando los pómulos orgullosos al reventarle una sonrisa repentina.
Al día siguiente y muy de madrugada iniciaron el largo camino hacia Hualqui. La venta de pieles fue buena, y entre el ruido del pequeño mercado que se había improvisado, a través de una calle polvorienta, la niña indígena se sentía libre, feliz. Tan pronto como se aprestaba a retirarse, Aimey divisó entre la multitud a un joven esbelto, moreno como ella y con simpatía lo observó durante un momento, casi sin darse cuenta, embelesada por aquellos ojos vivos que también comenzaban a mirarla. El amor no tardó en llegar, como el otoño, atrapando los dos corazones que se unían a la distancia. El tiempo y la lejanía no fueron obstáculo para volver a encontrarse periódicamente allí o acá, esfumándose en una simple justificación y alimentando, sea en el campo, sea en el pueblo, ese cariño que crecía como el viento otoñal. Sin embargo, la madre de Aimey se opuso tenázmente al romance cuando se enteró de lo que sucedía, aduciendo la escasa edad de su hija y la pobreza del pretendiente:
-No posee ovejas, ni tierras decía, a pesar de la insistencia de Aimey por hacer valer más el amor que las cosas materiales.
Sin embargo, y como Aimey se negase a considerar las advertencias dadas, la madre buscó a una viejecita a objeto de eliminar al pretendiente. Sin duda que lo logró, tal vez de qué forma y a través de qué hechizo, más el amado joven de tez morena jamás regresó. Aimey, desconsolada, intentó persuadir a la viejecilla, pero el hechizo era irreversible.
Frente a tanta impotencia, la indiecita siguió los consejos malévolos que ésta le diera y que consistía en contactarse con el dios del mal, el diablo.
Una noche de San Juan, día preciso según lo aconsejo la viejecita, y a orilla de un río, Aimey tuvo su primera conversación con el rey de las tinieblas. Las carcajadas retumbaron entre los cerros cuando la indiecita le relato su problema, y tan pronto hubo callado prosiguió escuchándola:
Mírame, le dijo Aimey, yo te ofrezco mi vida si me concedes un deseo. Y...¿cuál es?, consultó Satanás.
Deseo que me conviertas en un árbol, el árbol más bello e iluminado de esta región, para que todo aquel que venga a mí y llore y se lamente de no poder compartir con su amado, pueda cumplir su deseo con el sólo hecho de mirarme.
El diablo un tanto extrañado, hizo lo que la indiecita le pedía y al cabo de un tiempo, en algún lugar del bosque araucano creció un árbol, el más bello de toda la región, diferente a los demás y ante el cual todos los deseos eran cumplidos. Sólo aquel que logre encontrarlo podrá saber su secreto y cumplir todo lo anhelado... gracias al "árbol del amor".