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Los dos conceptos: disciplina y libertad.
Examinándolos superficialmente, se tiene la impresión de que uno sea antítesis del otro, cuando no lo es, pues se complementan, pudiendo, incluso, afirmarse que "disciplinar es conducir a la libertad". Efectivamente, durante mucho tiempo, la palabra disciplina designaba un proceso educativo que procuraba obtener la obediencia por medio de castigos corporales, haciendo parte no sólo de los estatutos escolares sino también de los reglamentos de las organizaciones militares de casi todas las naciones.
Con los progresos de la pedagogía, sin embargo, disciplina significa hoy, algo bien diferente: no más sumisión mediante el empleo de la fuerza bruta, sino estimular y recurrir a los mejores sentimientos, por la fuerza del ejemplo. Cuando es indispensable una acción correctiva, mirará a los defectos del educando, nunca a su persona.
Disciplinar a los hijos, por tanto, en el buen sentido, es actuar con firmeza, sí, pero sin excluir el amor y la justicia.
Y libertad, ¿qué es?
En su expresión más simple, consiste en el "poder de hacer, dejar de hacer o escoger, según la propia determinación". Debe sin embargo, encuadrarse en los límites de la Ley Moral, que nos ordena "querer aquello que se debe hacer".
Educar para la libertad significa, entonces, promover la autonomía de nuestros hijos bajo todos los aspectos, inculcándoles, sin embargo paralelamente, el sentido de la responsabilidad, el deber de asumir sus actos, haciendo que ellos adquieran una conciencia recta y aprendan a subordinar sus decisiones a los imperativos de la Razón y del Derecho.
Libre, en último análisis, sólo es el individuo que haya hecho tal conquista. Mas "para que eso se torne posible, es preciso que los padres practiquen constantemente el diálogo con los hijos; que adopten, no un sistema rígido de represión, sino el ejercicio de opciones, iniciativas y evaluaciones", ya que la obediencia auténtica implica consentimiento interior, y por tanto, no puede ser ciega.
Como estamos viendo, la educación para la libertad, tanto como la disciplina tiene por fin proporcionar al educando el florecimiento y el crecimiento de su personalidad.
Su meta suprema es conducirlo a la adhesión consciente, espontánea y voluntaria a las leyes civiles y a los preceptos morales, y de ahí el sistema de permisividad que estamos insinuando.
Cada vez que las fronteras de la conveniencia sean sobrepasadas por el educando, poniendo en riesgo su seguridad física, psíquica o social, los padres tendrán que recurrir a las exigencias y a las sanciones, porque prescindir de estos medios educativos, cuando se hagan necesarios, sería inducir a la irresponsabilidad.
Muchas veces, lo que los niños y los jóvenes buscan no es libertad, y sí libertades, o sea, caprichos momentáneos, fantasías y deseos desordenados, tales como: faltar a un período de clase para ir al cine o asistir a un partido de fútbol, poseer ropas y otros objetos de uso personal en mayor cantidad de lo razonable, salir de casa y volver a ella cuando les parezca sin ningún control, dormir hasta tarde, comer fuera de hora, esquivarse a la menor colaboración en los servicios domésticos, etc.
Está claro que tales libertades no pueden y no deben ser consentidas pues colisionan con la verdadera libertad y aunque los hijos se enfaden por causas de esas limitaciones, interpretándolas como severidad, autoritarismo o cosa semejante, los padres deben mantenerlas con firmeza, porque en verdad represente protección, que un día será reconocida y agradecida.