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Afortunadamente para nosotros, no fuimos abandonados a nuestra suerte en esta travesía, que puede ser más o menos larga. Dios, que fue el Creador de los mares y de todo el Universo, nos dotó de una brújula interior, que va marcando el rumbo a seguir, si verdaderamente deseamos llegar a buen puerto. Otra cosa es que esa brújula sea o no consultada por su navegante.
Además de esa guía interior permanente, que conocemos con el nombre de conciencia, tenemos la posibilidad de observar el comportamiento de muchos navegantes, que cubren también la travesía, de los que podemos aprender lo que se debe o no se debe hacer. Porque hay navegantes que, desde que inician la marcha, llevan el rumbo equivocado. Entre ellos hay otros que se obstinan en mantener su opinión y reconocen el error cuando es demasiado tarde. Otros, faltos de voluntad, se dejan llevar sin norte ni guía. Unas veces por negligencia, otras por comodidad y al no haber autoestima personal, ni un objetivo que conseguir, terminan a la deriva como barco sin timón.
Entre esos navegantes, podremos descubrir también buenos marineros dotados de profesionalidad y experiencia, de los que debemos aprender usos y costumbres, que nos servirán para elevar nuestra moral, a la par que nos infundirán valor y firmeza para seguir adelante.
Pero este pensamiento imaginativo que averigua y compara, toma también sus propias decisiones. Y tal vez contagiado por la magnitud de esa gran obra que tiene en su presencia, se siente facultado para navegar con esa rapidez que lo hace el pensamiento, por ese amplio mar de la vida, proclamando un aviso para navegantes y dejando en su estela, además de un mensaje de paz y de concordia, una invitación a la reflexión y a la cordura. Porque esa felicidad que todos intentamos encontrar en la vida, no se consigue provocando la guerra, fomentando el odio, y ejercitando la venganza. La felicidad llega cuando reina la paz en nuestro interior, y la hacemos extensiva a los demás.
Cuando el amor germina en nuestro pecho y transformando nuestro ser, nos devuelve la alegría de vivir. Y cuando nos encontramos con nosotros mismos y nos reconciliamos con el entorno que nos rodea, o sea, con ese conjunto cósmico, con esa obra universal a la que todos pertenecemos, dirigida por ese poder superior, que en nuestro lenguaje lo definimos con el nombre de Dios.