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Recientemente la sociedad argentina se vio conmovida por un
trágico hecho. Se trata del secuestro de Diego Peralta, un chico de apenas 17
años de edad, el día 5 de julio, cuando iba camino a la
escuela. |
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Diego fue encontrado muerto luego de un mes en una tosquera de Ezpeleta, cerca de Quilmes, con un corte en el cuello y signos de haber estado allí por lo menos cinco días. Fue el anunciado final de una historia trágica en la cual se vieron seriamente involucrados efectivos de la policía de la provincia de Buenos Aires ("la bonaerense").
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Los vecinos, indignados, se concentraron espontáneamente frente a la comisaría de El Jagüel donde le prendieron fuego al destacamento, destrozaron ventanas y puertas, quemaron un auto y apedrearon a los agentes, cinco de los cuales fueron heridos mientras reprimían disparando balas de goma y otras de plomo. Después, la represión se extendió a todo el barrio y los enfrentamientos continuaron avanzada la noche. |
En coincidencia con el sentimiento popular, una fuente de la policía
Federal dijo que ellos se harán cargo ahora del caso porque “hay sospechas”
de que los autores del secuestro y asesinato fueron hombres de la
Bonaerense.
Irónicamente los responsables de la investigación del secuestro parecerían estar involucrados en el mismo. A los pocos días del hecho detuvieron a varios policías de la delegación de Lomas de Zamora que estaban investigando. Se trata del cabo Aníbal Masgoreet y del sargento Hernán Palomeque, acusados de haber participado en el secuestro extorsivo del hijo de un comerciante de Rafael Calzada. En esta causa hay un tercer policía que sigue prófugo.
Pero más allá de este hecho que pone en serias dudas la conveniencia de dejar a los lobos cuidar a las ovejas me gustaría referirme a un clamor que surgió desde varios sectores sociales con motivo de este reclamo.
Durante varias marchas que se
realizaron por la aparición con vida de Diego Peralta me llamó la atención
un cartel que portaban los manifestantes y que rezaba: "Por Diego. Justicia
no. Pena de muerte sí".
Coincidentemente con este slogan, la madre de Diego en reiteradas
oportunidades se dirigió a los medios clamando por la vida de los captores y
asesinos argumentando que no confiaba en el sistema de justicia. De hecho,
este reclamo es acogido favorablemente por grandes sectores de la población
como demuestran numerosas encuestas.
Ahora bien, la pregunta que surge inmediatamente es ¿quién
decide sobre la aplicación de la pena capital?
Ello le corresponde en casi todos los países del mundo al sistema de
justicia (el mismo sistema que hoy se encuentra seriamente cuestionado por
su incapacidad de hacer cumplir las leyes).
De hecho, según una encuesta realizada por la consultora Vox Populi, para la
población bonaerense, la corrupción policial se convirtió en la principal
causa de la inseguridad, aun por encima de la pobreza;
ubicándose en segundo lugar la ineficiencia de los jueces. La gente cree que
la Justicia se demora inexplicablemente, en general castiga a los
delincuentes más pobres, y, según consideran los ciudadanos, no aplica
las penas que corresponden.
¿Serían esos mismos jueces que hoy en día se encuentran cuestionados por su
inactividad o por su "indulgencia" con el delito? ¿Qué nos garantiza que la
pena de muerte no sería aplicada selectivamente, como lo es en la actualidad
el encarcelamiento, atrapando en sus redes únicamente a los delincuentes
fracasados y protegiendo a los delincuentes de cuello blanco?.
En un país como Argentina, donde la corrupción alcanza niveles insospechados
y donde el poder político avala e impulsa el accionar delictivo de las
fuerzas de seguridad; donde la policía inventa causas criminales contra
pobres diablos para alcanzar objetivos estadísticos planificados, (al mismo
tiempo que desecha otras para que no pasen a engrosar el número de delitos
no resueltos); donde la independencia del Poder Judicial se encuentra
seriamente cuestionada; la perspectiva de la aplicación de la pena capital
sería temible. Mucho más temible que la inseguridad que nos asecha en la
actualidad.
Pero no debemos ignorar que el
reclamo por la pena de muerte no resulta extraño en un momento en el cual la
inseguridad se encuentra en primer plano en la vida de la población. Lo
grave es la utilización política que de este reclamo hacen diversos
dirigentes, más interesados en el rédito político que pudieran
obtener, dada la cercanía de elecciones presidenciales, que en buscar
soluciones concretas a la inseguridad.
Pocos analizan las causas de la violencia y para comprender mejor lo que
está pasando con el delito deberían tenerse en cuenta cuatro factores. En
primer lugar que la máxima violencia emana de un Estado ausente en el
cumplimiento de sus más básica obligaciones respecto de la población
(llámense estas alimentación, salud, vestimenta, etc.). Por otro lado, el
crecimiento de la actividad delincuencial originado en las modificaciones en
la vida de una gran parte de la población que esta misma ausencia del Estado
provoca. Además, el retiro esencial que hace el Estado respecto de aspectos
básicos de la política de seguridad, como por ejemplo el mantenimiento de
presos hacinados en comisarías y penales. Y finalmente, y en relación con
los anteriores, el abandono estatal termina por ser cómplice de la
delincuencia. Y aquí me refiero no sólo a los mecanismos tradicionales
mediante los cuales sectores de la policía, la Justicia y los punteros
políticos se protegen ocultando sus actividades delictivas, sino también a
la forma deliberada en que el Estado como tal (y no sectores marginales)
establece un pacto con las fuerzas de seguridad por el cual avala formas de
financiamiento oscuras. Entonces, la sociedad empieza a sentir cómo quienes
deberían protegerla dejan de cumplir su función para volverse en su contra.
Y este elemento es esencial para comprender el proceso de disolución social
que vivimos: ante la ausencia de mediación institucional, control y sanción
al ejercicio de la violencia, ésta comienza a cobrar formas desnudas, entre
las que se encuentran por ejemplo las agresiones entre pares o grupos de
personas cercanos.
Recordemos que la pena de muerte es la “ley del talión” institucional, la máxima violencia estatal (que se sumaría a la violencia que actualmente genera) de que es capaz un Estado de derecho en la equivalencia entre daño y castigo. “Ojo por ojo”, decía Ghandi, “y el mundo acabará ciego”. Es explicable que una víctima o el familiar de una víctima la reclame; no se trata de una actitud racional sino de una respuesta emocional. Las emociones no pueden ser censuradas en sí mismas; depende de lo genuino de la emoción y de la identidad del emocionado. Pero cuando la política expropia el discurso del atormentado, sin serlo, viola uno de los principios básicos de su razón de ser: pasar a formar parte del problema en lugar de contribuir a resolverlo.
Y para finalizar, creo que vale la pena reiterar un párrafo que considero resume el dilema con bastante más claridad de lo que yo pudiera hacer, que fuera formulado por el ex Fiscal Federal Aníbal Ibarra, uno de los agentes del ministerio público que participó en la acusación de los miembros de las Juntas Militares, responsables por la "desaparición" forzada de miles de argentinos durante la última dictadura:
"... ni la aplicación ni la
abolición de la pena de muerte, tienen relación con el crecimiento o la
disminución de la criminalidad". "El reclamo de la pena de muerte es
una respuesta simple frente a un problema complejo, con el agravante que, al
darnos cuenta que el problema sigue existiendo, vamos a responsabilizar a los
jueces por no aplicar la pena de muerte en más casos, o por no ser tan severos
y, tal vez, nos cueste advertir que el error fue suponer que la muerte puede ser
solución"
Ex Fiscal Federal Dr. Aníbal Ibarra.
Hay momentos de la tarde en que la
llanura está por decir
algo; nunca lo dice o tal vez lo dice infinitamente y no lo
entendemos o lo entendemos pero es intraducible como
una música”.
Jorge Luis Borges. “El fin”.
Federico Muraro
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