Sin embargo, queda por lo menos un predicador de la antigua escuela: habla hoy en dia tan fuerte y claramente como nunca. No es un predicador popular; no obstante, el mundo entero es su escenario; habla todos los idiomas existentes bajo el sol. Visita a los pobres, pasa por la casa de los ricos; se lo encuentra tanto en asilos de menesterosos como en los rangos más distinguidos de la sociedad. Predica a católicos y protestantes, a todos los que tienen una religión como a los que no la tienen. Es elocuente; a menudo, despierta sentimientos como ningún otro predicador podría hacerlo; llena los ojos de lágrimas de los que no suelen llorar. Se dirige a la inteligencia, a la conciencia y al corazón de su auditorio. Nadie, jamás, pudo refutar sus argumentos. Casi todo el mundo lo detesta, pero, pese a ello, hace oir su voz a todos. No es culto ni cortés. A veces interrumpe ceremonias públicas y se presenta de repente en medio de placeres de la vida privada.
... Su nombre es: Muerte...
¿Quién no ha oído del viejo predicador? Toda lápida le sirve de púlpito. El diario le reserva mucho lugar. A menudo se ve a los súbditos de ese soberano predicador ir y volver del cementerio, e incluso en alguna ocasión hasta es posible que se haya dirigido a usted.
La repentina partida de un vecino, la solemne despedida de un apreciado pariente, la pérdida de un amigo íntimo, el terrible vacio dejado en su corazón cuando su esposa querida le fue quitada, o cuando se vió privado del hijo que usted idolatraba: todos estos hechos han sido advertencias solemnes de parte del viejo predicador. Un dia, tal vez dentro de poco, usted mismo le proporcionará su argumento; en medio de su familia afligida y sobre su tumba, él hará oir su voz. De corazón vuélvase hacia Dios ahora mismo para agradecerle que está todavia en la tierra de los vivos y que no ha muerto sin poner en regla la cuestión de sus pecados. Usted puede, si le apetece, librarse de la Biblia, refutar todas sus historias, burlarse de sus enseñanzas, menospreciar sus advertencias y rechazar al Salvador de quien ella le habla; usted puede, si quiere, evitar a los predicadores del Evangelio, pues nadie le puede obligar a ir a una reunión cristiana; puede quemar esta hojita y todo lo que se le parece. Hasta puede llegar el día en el cual los incrédulos traten como criminal a todo aquel que quiera confesar a Cristo en voz alta o por escrito, como ya sucedió en nuestra querida España.
Pero si usted se libra de la Palabra de Dios y de los siervos de Cristo, ¿Qué hará con aquel viejo predicador? ¿Habrá posibilidad de jubilarlo o librarte de él como hiciste con la Biblia o con aquellos que te hablaban de Dios? Hace miles de años que este viejo predicador prosigue su camino; la experiencia y todos los historiadores, sagrados o profanos, dan el mismo testimonio con respecto a él, de modo que no es razonable creer que va a cambiar en su vejez. Reflexione sobre el porvenir que le espera. ¿De qué le valdrán riquezas y honores, placeres o trabajo cuando el cuerpo vuelva al polvo? Después de todo, usted tendrá que morir como el resto de los humanos, y todas esas cosas se quedarán en este mundo.
No podemos pensar en la muerte sin ser conducidos a decir: hay algo terriblemente anormal con el ser humano. ¿Por qué? ¿Será acaso por azar que un ser dotado de tan grandes capacidades debe acabar de un modo tan triste? Hay una única respuesta que el viejo predicador no dejará de recordar: "El pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte". La caída del hombre no es un simple dogma teológico, es una espantosa realidad. El pecado no es sólo un término horrendo que se halla en la Biblia, es una negra realidad cuya presencia condena al mundo y cuyos estragos no tienen límite.
"La muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron". La sentencia de muerte ha sido pronunciada, pues, contra usted también. Un hombre inocente puede exigir que se le haga justicia, pero para un culpable lo justo es el castigo. La gracia es la única esperanza del pecador. Quien sólo puede ser perdonado por Aquel que tiene el poder de condenarlo, clamarí exclamando: "Dios, sé propicio a mi, pecador". Es a esta confesión y a esa necesidad de misericordia que debe conducirle el viejo predicador. Es imposible negar que "la paga del pecado es muerte", pero a ese terrible y constante sermón responde el mensaje de la gracia de Dios. Desde la caída del hombre fue anunciado un libertador: el Hijo de Dios que murió en la cruz. Nunca habló el viejo predicador de una manera tan solemne y elocuente como en el Calvario. Cristo, quien no había conocido el pecado, al ser hecho pecado por nosotros, padeció la muerte como paga del pecado. Ahora, "todo aquel que tiene al Hijo tiene la vida, el que no tiene al Hijo no tiene la vida". Si usted muere sin aceptar el evangelio, se condenará eternamente, no obstante, Dios le ama y entregó a su amado Hijo, Jesucristo para evitarle ese terrible final. El le ofrece la vida eterna, pues Cristo murió para adquirirla para nosotros. ¿Aceptará el regalo de Dios? Hágalo, de ese modo, podrá enfrentarse con valor a aquel momento en el que se encuentre cara a cara con el viejo predicador...