Introducción

Los testimonios indígenas conservan la descripción de numerosas escenas de vivo realismo acerca de lo que ocurrió en México-Tenochtitlan, durante el largo sitio impuesto por los conquistadores. Los textos de los informantes de Sahagún que aquí se transcriben se refieren a los combates que a cada momento tenían lugar en los alrededores y aun en el interior mismo de la ciudad.

En una de las primeras embestidas de los conquistadores, los mexicas hicieron prisioneros a quince españoles, que fueron sacrificados luego, a la vista de sus compatriotas, que miraban desde los bergantines cómo les daban muerte. Trata asimismo el texto acerca de la trágica situación de los sitiados, del modo como penetraron los españoles al mercado de Tlatelolco, del incendio del templo y de la forma como rechazaban los mexicas con valentía increíble a quienes trataban de adueñarse de su ciudad.

Más adelante se describe el modo cómo los españoles colocaron un trabuco o catapulta sobre el templete que había en la plaza del mercado de Tlatelolco para atacar con él a los mexicas. Y tratando ya del final del sitio, se recuerda el último esfuerzo hecho para salvar a la ciudad. Cuauhtémoc, que había sucedido en el mando Supremo de los mexicas a Cuitláhuac, muerto a consecuencia de la epidemia, determinó entonces revestir a un capitán de nombre Opochtzin con las insignias del rey Ahuízotl. Esos atavíos que convertían a aquel hombre en Tecolote de Quetzal, le daban asimismo fuerza invencible. Se decía que en esas insignias estaba colocada la voluntad de Huitzilopochtli. Se creía que lanzando el dardo del dios, "la serpiente de fuego", si lograba ésta alcanzar a uno o dos de los enemigos, era posible aún la victoria. El documento indígena refiere que los españoles mostraron espanto al contemplar la figura del Tecolote de Quetzal.

Así acabó la batalla, hubo un momento de calma que presagiaba el desenlace fatal. Como se ver en el capítulo siguiente, apareció por ese tiempo una como gran llama que parecía venir del Sol. Era como un remolino que andaba haciendo espirales: era el último presagio de la ruina final de México-Tenochtitlan.

Quince españoles son apresados y sacrificados

Comienza luego el estruendo, empiezan a tañerse flautas. Golpean y blanden los escudos, los que están para afrontar la guerra. Persiguen a los españoles, los acosan, los atemorizan: luego atraparon a quince españoles. Los llevaron y sus barcas retrocedieron y fueron a colocarlas en medio de la laguna .

Y cuando completaron dieciocho cautivos, tenían que ser sacrificados allá en Tlacochcalco (Casa del Arsenal) . Al momento los despojan, les quitan sus armaduras, sus cotas de algodón y todo cuanto tenían puesto. Del todo los dejaron desnudos. Luego así ya convertidos en víctimas, los sacrifican. Y sus congéneres estaban mirando, desde las aguas, en qué forma les daban muerte.

Otra vez introdujeron dos bergantines en Xocotitlan. Cuando allí hubieron anclado, se fueron hacia las casas de los que habitaban allí. Pero Tzilacatzin y algunos otros guerreros cuando vieron a los españoles, se arrojaron contra ellos, los vinieron acosando, los estrecharon tanto que los precipitaron al agua.

También en otra ocasión llevaron sus bergantines al rumbo de Coyonacazco para dar batalla y atacar. Y cuando hubieron llegado allá salieron algunos españoles. Venían guiando a aquella gente Castañeda y Xicoténcatl. Éste venía trayendo su penacho de plumas de quetzal.

Tiraron con la ballesta y uno fue herido en la frente, con lo cual murió al momento.

El que tiró la ballesta era Castañeda. Se arrojaron sobre él los guerreros mexicanos y a todos los acosaron, los hicieron ir por el agua y a pedradas los abrumaron. Hubiera muerto allí Castañeda, pero se quedó cogido de la barca y fue a salir a Xocotitlan.

Había puesto otro bergantín en la espalda de la muralla, donde la muralla da vuelta, y otro estaba en Teotlecco, donde el camino va recto hacia el Peñón (Tepetzinco). Estaban como en resguardo de la laguna.

Por la noche se los llevaron. Y hasta pasados algunos días otra vez contra nosotros vinieron.

Vinieron a resultar por el rumbo de Cuahuecatitlan, en el camino se colaron. Y los de Tlaxcala, Acolhuacan, Chalco luego llenaron el canal, y de esta manera prepararon camino. Echaron allí adobes, maderamento de las casas: los dinteles, las jambas, los pilares, las columnas de madera. Y las cañas que cercaban, también al agua las arrojaron.

Nuevo ataque español

Cuando así se hubo cegado el canal, ya marchan los españoles, cautelosaumente van caminando: por delante va el pendón; van tañendo sus chirimías, van tocando sus tambores.

A su espalda van en fila los tlaxcaltecas todos, y todos los de los pueblos (aliados de los españoles) . Los tlaxcaltecas se hacen muy valientes, mueven altivos sus cabezas, se dan palmadas sobre el pecho.

Van cantando ellos, pero también cantando están los mexicanos. De un lado y de otro se oyen cantos. Entonan los cantares que acaso recuerdan, y con sus cantos se envalentonan.

Cuando llegan a tierra seca, los guerreros mexicanos se agazapan, se pliegan a la tierra, se esconden y se hacen pequeños. Están en acecho esperando a qué horas alzarse deben, a qué horas han de oír el grito, el pregón de ponerse en pie.

Y se oyó el grito:

­¡Mexicanos, ahora es cuando! . . .

Luego viene a ver las cosas el tlapaneca otomí Hecatzin; se lanza contra ellos y dice:

­¡Guerreros de Tlatelolco, ahora es cuando! ¿Quiénes son esos salvajes? ¡Que se dejen venir acá! . . .

Y al momento derribó a un español, lo azotó contra el suelo. Y éste se arrojó contra él y también lo echó por tierra. Hizo lo que con él había aquél hecho primero. Pero (Hecatzin) lo volvió a derribar y luego vinieron otros a arrastrar a aquel español.

Hecho esto, los guerreros mexicanos vinieron a arrojarlo por allá. Los que habían estado recatados junto a la tierra, se fueron persiguiendo a los españoles por las calles.

Y los españoles, cuando los vieron, estaban meramente como si se hubieran embriagado.

Al momento comenzó la contienda para atrapar hombres. Fueron hechos prisioneros muchos de Tlaxcala, Acolhuacan, Chalco, Xochimilco. Hubo gran cosecha de cautivos, hubo gran cosecha de muertos.

Fueron persiguiendo por el agua a los españoles y a toda la gente (aliada suya).

Pues el camino se puso resbaloso, ya no se podía caminar por él; solamente se resbalaba uno, se deslizaba sobre el lodo. Los cautivos eran llevados a rastras.

Allí precisamente fue donde el pendón fue capturado, allí fue arrebatado. Los que lo ganaron fueron los de Tlatelolco. El sitio preciso en que lo capturaron fue en donde hoy se nombra San Martín. Pero no lo tuvieron en estima, ningún caso hicieron de él.

Otros (de los españoles) se pusieron en salvo. Fueron a retraerse y reposar allá por la costa de rumbo de Colhuacan, en la orilla del canal. Allá fueron a colocarse.

Cincuenta y tres españoles sacrificados

Pues ahora ya llevan los mexicanos a sus cautivos al rumbo de Yacacolco. Se va a toda carrera, y ellos resguardan a sus cautivos. Unos van llorando, otros van cantando, otros se van dando palmadas en la boca, como es costumbre en la guerra.

Cuando llegaron a Yacacolco, se les pone en hilera, en filas fueron puestos: uno a uno van subiendo al templete: allí se hace el sacrificio.

Fueron delante los españoles, ellos hicieron el principio. Y en seguida van en pos de ellos, los siguen todos los de los pueblos (aliados de ellos).


Cabezas de españoles y caballos sacrificados
(Códice Florentino)


Cuando acabó el sacrificio de éstos, luego ensartaron en picas las cabezas de los españoles; también ensartaron las cabezas de los caballos. Pusieron éstas abajo, y sobre ellas las cabezas de los españoles. Las cabezas ensartadas están con la cara al sol.

Pero las cabezas de los pueblos aliados, no las ensartaron, ni las cabezas de gente de lejos.

Ahora bien, los españoles cautivados fueron cincuenta y tres y cuatro caballos.

Por todas partes estaban en guardia, había combates, y no se dejaba de vigilar. Por todos los rumbos nos cercaban los de Xochimilco en sus barcas. De un lado y de otro se hacían cautivos, de un lado y otro había muertos.

La situación de los sitiados

Y todo el pueblo estaba plenamente angustiado, padecía hambre, desfallecía de hambre. No bebían agua potable, agua limpia, sino que bebían agua de salitre. Muchos hombres murieron, murieron de resultas de la disentería.

Todo lo que se comía eran lagartijas, golondrinas, la envoltura de las mazorcas, la grama salitrosa. Andaban masticando semillas de colorín y andaban masticando lirios acuáticos, y relleno de construcción, y cuero y piel de venado. Lo asaban, lo requemaban, lo tostaban, lo chamuscaban y lo comían. Algunas yerbas ásperas y aun barro.

Nada hay como este tormento: tremendo es estar sitiado. Dominó totalmente el hambre.

Poco a poco nos fueron repegando a las paredes, poco a poco nos fueron haciendo ir retrocediendo.

Los españoles entran al mercado de Tlatelolco

Y sucedió una vez que otros de a caballo entraron al mercado. Y después de haber entrado, recorrieron su circuito, fueron caminando al lado del muro que cierra el cercado. Iban dando estocadas a los guerreros mexicanos, de modo que muchos murieron. Atropellaron todo el mercado. Fue la primera vez que vinieron a dar al mercado. Luego se fueron, retrocedieron.

Los guerreros mexicanos echaron a correr tras ellos, fueron en su seguimiento. Pues la primera vez que entraron al mercado los españoles fue de improviso, sin que se dieran cuenta de ello (los mexicanos) .

El incendio del templo

Fue en este mismo tiempo cuando pusieron fuego al templo, lo quemaron. Y cuando se le hubo puesto fuego, inmediatamente ardió: altas se alzaban las llamas, muy lejos las llamaradas subían. Hacían al arder estruendo y reverberaban mucho.

Cuando ven arder el templo, se alza el clamor y el llanto, entre lloros uno a otro hablaban los mexicanos. Se pensaba que después el templo iba a ser saqueado.

Largo tiempo se batalló en el mercado, en sus bordes se estableció el combate: apenas dejaban libre el muro por el rumbo en que la cal se vende. Pero por donde se vende el incienso, y en donde estaban los caracoles del agua, y en la casa de las flores, y en todos los reductos que quedan entre las casas, iban entrando.

Sobre el muro se mantenían los guerreros mexicanos y de todas las casas de los habitantes de Quecholan, que están al entrar al mercado se hizo como un solo muro. Sobre de las azoteas estaban muchos colocados. Desde allí arrojaban piedras desde allí lanzaban dardos. Y todas aquellas casas de los de Quecholan fueron perforadas por detrás, se les hizo un hueco no grande, para que al ser perseguidos por los de a caballo, cuando iban a lancearlos, o estaban para atropellarlos, y trataban de cerrarles el paso, los mexicanos por esos huecos se metieran.

Otra incursión de los españoles

Sucedió en una ocasión que llegaron los españoles hasta Atliyacapan. Desde luego saquearon y atraparon a las gentes para llevárselas, pero cuando los vieron los guerreros mexicanos, luego los persiguieron, les hicieron disparos de flechas los mexicanos.

Iba andando por allí un jefe cuáchic1 llamado Axoquentzin. Acosó a los enemigos, les hizo soltar su presa, los hizo retroceder: ese jefe allí murió: le dieron una estocada: le atravesaron el pecho: en el corazón le entró el estoque. De ambas partes cogido, quedó allí muerto.

Entonces los enemigos se replegaron y en el suelo se tendieron. También allá en Yacacolco hubo batallas. Los españoles lanzaban sus pasadores.2 En fila bien colocados iban dándoles ayuda, iban dándoles consejos aquellos cuatro reyes: ellos les cerraban el paso.

Pero los guerreros mexicanos se pusieron en acecho, para entrar por la retaguardia, cuando el sol hubiera declinado.

Pero, hecho esto, llegaron algunos de los enemigos y treparon a las azoteas, y desde allí, luego gritaron:

-Ea, gente de Tlaxcala: venid a juntaros acá . ¡Aquí están vuestros enemigos!

Entonces lanzaron dardos contra los emboscados: éstos se entregaron a general desbandada.

Con toda calma llegaron aquéllos hasta Yacacolco: allí se trabó el combate. Pero allí nada más hallaron resistencia no pudieron abrir las columnas de los tlatelolcas: éstos apostados en la ribera opuesta lanzaban contra aquéllos, dardos, lanzaban piedras a los mexicas.

Ya no pudieron los españoles seguir pasando los vados, ya no tomaron puente ninguno . . .

Colocación de la catapulta en el mercado de Tlatelolco

En este tiempo colocaron los españoles en el templete una catapulta hecha de madera, para arrojar piedras a los mexicanos.

Cuando ya la habían acabado, cuando estaba para tirar, la rodearon muchos a ella, la señalaban con el dedo, la admiraban unos con otros los mexicas que estaban reunidos en Amáxac.

Todos los del pueblo bajo estaban allí mirando. Los españoles manejan para tirar en contra de ellos. Van a lanzarles un tiro como si fuera una honda.

En seguida le dan vueltas, dan vueltas en espiral, y dejan enhiesto luego el maderamiento de aquella máquina de palo que tiene forma de honda.

Pero no cayó la piedra sobre los naturales, sino que pasó a caer tras ellos en un rincón del mercado. Por esto se pelearon unos con otros, según pareció, los españoles. Señalaban con las manos hacia los mexicas y hacían gran alboroto.

Pero el artificio aquél de madera iba dando vuelta y vuelta, sin tener dirección fija, sólo con gran lentitud iba enderezando su tiro. Luego se dejó ver qué era: en su punta había una honda, la cuerda era muy gruesa. Y por tener esa cuerda se le dio el nombre de "honda de palo".

Una vez más se replegaron a una los españoles y todos los de Tlaxcala. Otra vez se ponen en hileras en Yacacolco, en Tecpancaltitlan y en donde se vende el incienso. Y allá  en Acocolecan dirigía (su jefe) a los que nos acosaban, lentamente iba pasando por la tierra.

Contraataque de los mexicas

Por su parte, los guerreros mexicanos vienen a ponerse en pie de defensa, en hileras. Muy fuertes se sienten, muy viriles se muestran. Ninguno se siente tímido, nadie muestra ser femenil. Dicen:

-Caminad hacia acá, guerreros, ¿quiénes son esos salvajillos? ¡Son gentuza del sur de Anáhuac!

Los guerreros mexicanos no van en una dirección, van y vienen por doquiera. Nadie se para en directo, nadie va por línea recta.

Ahora bien, los españoles muchas veces se disfrazaban: no se mostraban lo que eran. Como se aderezan los de acá , así se aderezaban ellos. Se ponían insignias de guerra, se cubrían arriba con una tilma, para engañar a la gente, iban del todo encubiertos, de este modo hacían caer en error.

Cuando a alguno habían flechado los españoles, la gente se replegaba contra la tierra, había desbandada. Estaban muy atentos. Fijaban la mirada para ver por cual rumbo venía a salir el tiro. Estaban muy en guardia, se recataban muy bien los guerreros de Tlatelolco.

Pero los españoles paso a paso iban entrando a su terreno, contra las casas se estrechaban. Y en donde se vende el incienso, en el camino hacia Amáxac, estaban muy pegados a nosotros sus escudos y venían a dar contra sus lanzas.

La acción del "Tecolote de Quetzal"

Por su parte, el rey Cuauhtémoc y con él los capitanes Coyohuehuetzin, Temilotzin, Topantemoctzin, Ahuelitoctzin, Mixcoatlailotlactzin, Tlacuhtzin y Petlauhtzin tomaron a un gran capitán de nombre Opochtzin, tintorero de oficio. En seguida lo revistieron, le pusieron el ropaje de "tecolote de quetzal", que era insignia del rey Ahuizotzin.

Le dijo Cuauhtémoc:

-Esta insignia era la propia del gran capitán, que fue mi padre Ahuizotzin. Llévela éste, póngasela y con ella muera. Que con ella espante, que con ella aniquile a nuestros enemigos. Véanla nuestros enemigos y queden asombrados.

Y se la pusieron. Muy espantoso, muy digno de asombro apareció. Y dispusieron que cuatro capitanes fueran en su compañía, le sirvieran de resguardo. Le dieron aquello en que consistía la dicha insignia de mago. Era esto:

Era un largo dardo colocado en vara, que tenía en la punta un pedernal.

Y con esto lo dispusieron tal que pudiera contarse entre los príncipes de México.

Dijo el cihuacóatl Tlacutzin:

-Mexicanos tlatelolcas:

¡Nada es aquello con que ha existido México! ¡Con que ha estado perdurando la nación mexicana! ¡Se dice que en esta insignia está colocada la voluntad de Huitzilopochtli: la arroja sobre la gente, pues es nada menos que la Serpiente de fuego (Xiuhcóatl), el Perforador del fuego (Mamalhuaztli)! ¡La ha venido arrojando contra nuestros enemigos!

Ya tomáis, mexicanos, la voluntad de Huitzilopochtli, la flecha. Immediatamente la haréis ver por el rumbo de nuestros enemigos. No la arrojaréis como quiera a la tierra, mucho la tenéis que lanzar contra nuestros enemigos. Y si acaso a uno, a dos hiere este dardo, y si alcanza a uno, a dos, de nuestros enemigos, aún tenemos cuenta de vida, aún un poco de tiempo tendremos escapatoria. Ahora, ¡como sea la voluntad de nuestro señor! . . .

Ya va en seguida el tecolote de quetzal. Las plumas de quetzal parecian irse abriendo. Pues cuando lo vieron nuestros enemigos, fue como si se derrumbara un cerro. Mucho se espantaron todos los españoles: los llenó de pavor: como si sobre la insignia vieran alguna otra cosa.

Subió a la azotea el tecolote de quetzal. Y cuando lo vieron algunos de nuestros enemigos, luego regresaron, se dispusieron a atacarlo. Pero otra vez los hizo retroceder, los persiguió el tecolote de quetzal. Entonces tomó las plumas, el oro y bajó inmediatamente de la azotea. No murió él ni se llevaron (oro y plumas) nuestros enemigos. Y también quedaron prisioneros tres de nuestros enemigos.

De golpe acabó la batalla, todo quedó en calma y nada más sucedió. Se fueron luego nuestros enemigos y todo quedó en calma. Nada aconteció durante la noche.

Y al día siguiente, nada en absoluto pasó. Nadie hablaba siquiera. Los mexicas estaban replegados en defensa. Y los españoles nada obraban. Sólo estaban en sus posiciones, veían constantemente a los mexicas. Nada se dispuso, no hacían más que estar a la expectativa unos y otros . . . 3





1 Cuáchic: "El hombre varón fuerte llamado quáchic, tiene estas propiedades, que es amparo, muralla de los suyos, furiosos, rabioso contra sus enemigos, valentazo por ser membrudo, al fin es se ñalado en la valentía." (Sahagún, op. cit., t. II, p. 112).

2 Pasadores (véase nota 2 del cap. X).

3 Informantes de Sahagún: Códice Florentino, lib. XII, caps XXXIV, XXXVII y XXXVIII. (Versión de Ángel Ma. Garibay K.)



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