LAS AFLICCIONES

Hemos hablado ya de las emociones aflictivas y del perjuicio que
causan en nuestra práctica espiritual. Debo admitir que, aunque es natural albergar emociones como la ira y el deseo, eso no significa que debamos aceptarlas sin hacer nada con ellas. Soy consciente de que, en la psicología occidental, suele animarse al individuo a expresar todo tipo de sentimientos y emociones, incluso la ira. No hay duda de que muchas personas han sufrido algún trauma en su pasado y que la supresión de las emociones asociadas a esta experiencia puede dar lugar a prolongados problemas psicológicos. En tales casos decimos en el Tíbet: «Cuando se bloquea la concha, la mejor forma  de conocer el contenido es penetrar de un golpe en su interior». Dicho esto, siento que es importante que los practicantes espirituales adopten cierta prevención contra emociones fuertes como la ira, la pasión y los celos, y se dediquen a frenar su aparición. En lugar de dejarnos embargar por esas potentes emociones, deberíamos esforzarnos por disminuir nuestra tendencia a ellas. Si nos preguntamos si somos más felices enfadados o serenos, la respuesta resulta evidente. Como ya dijimos anteriormente, el estado mental confuso que resulta de las emociones aflictivas destruye
inmediatamente nuestro equilibrio interior haciéndonos sentir inquietos e
infelices. En nuestra búsqueda de la felicidad, nuestra meta principal debe ser combatir estas emociones, algo que solo podremos lograr mediante un esfuerzo deliberado y sostenido que implica un prolongado período de tiempo; según los budistas, incluso varias vidas sucesivas.
Como ya hemos visto, las aflicciones mentales no desaparecen por sí
solas ni se desvanecen por sí mismas con el tiempo. Su final solo llega como resultado de un esfuerzo consciente por detectarlas, disminuir su fuerza y en última instancia eliminarlas por completo.
Si deseamos tener éxito en este empeño, debemos saber cómo
combatirlas. Comenzamos la práctica del dharma del Buda leyendo y
escuchando las palabras de maestros expertos. Es así como nos vamos
haciendo una idea clara del trance al que nos somete el círculo vicioso de la vida y a la vez nos familiarizamos con los posibles métodos para trascenderlo. Este estudio conduce a lo que se conoce como «comprensión derivada de la escucha», base esencial de nuestra evolución espiritual. Entonces debemos procesar la información que hemos estudiado hasta alcanzar una comprensión
profunda de ella: la «comprensión derivada de la contemplación». Una vez
llegados a la auténtica certeza del tema que nos incumbe, meditamos sobre él hasta que este absorbe por completo nuestra mente. Eso nos lleva a un conocimiento empírico que recibe el nombre de «comprensión derivada de la meditación».
Estos tres niveles de comprensión resultan esenciales para realizar
cambios verdaderos en nuestras vidas. Con la comprensión derivada del
estudio nuestra convicción se vuelve más profunda y engendra una
aprehensión más plena durante la meditación. Si nos falla la comprensión
derivada del estudio y de la contemplación, tendremos dificultades en
familiarizarnos con el tema, ya sea la naturaleza tortuosa de nuestras
aflicciones o la sutileza que subyace en nuestro vacío, por muy intensa que sea la meditación. Es un proceso similar al que se produce cuando nos obligan a reunirnos con alguien a quien no deseamos ver. Es de gran importancia, por tanto, enfatizar la necesidad de implementar estos tres estadios de práctica de forma consecutiva.
Nuestro entorno también ejerce una gran influencia sobre nosotros.
Necesitamos un entorno tranquilo con el fin de acometer la práctica. Aún más importante, dicha práctica requiere soledad, entendida como un estado mental libre de distracciones, no simplemente cierta cantidad de tiempo a solas en un lugar tranquilo.

Nuestro Enemigo más Destructivo

La práctica del dharma debería constituir un esfuerzo continuado por
alcanzar un estado más allá del sufrimiento. No se trata simplemente de una actividad moral por la que evitamos todo lo negativo y nos comprometemos a realizar lo positivo. El objetivo del dharma radica en trascender la situación en que todos nos encontramos: somos víctimas de nuestras propias aflicciones mentales, los enemigos de la paz y la serenidad. Estas aflicciones ? el apego, el odio, el orgullo, la avaricia, etc. ? son estados mentales que provocan en nosotros conductas que causan toda nuestra infelicidad y sufrimiento.
Mientras trabajamos para adquirir la paz interior y la felicidad resulta útil
pensar en ellos como demonios internos, ya que, como esos seres malignos, están al acecho y no producen más que desdichas. El estado que se sitúa más allá de esos pensamientos y emociones negativos, y también más allá del dolor, recibe el nombre de nirvana.
De entrada, resulta imposible combatir directamente estas poderosas
fuerzas negativas. Debemos enfocar la lucha de forma gradual. Lo primero es aplicar la disciplina: refrenar la tendencia a dejarnos invadir por estas
emociones. Lo conseguimos adoptando un modo de vida éticamente
disciplinado, lo que, para un budista, significa evitar las diez acciones no
virtuosas. Dichas acciones, en las que caemos físicamente matando o robando; verbalmente, mintiendo o criticando, y mentalmente, codiciando, son expresiones de aflicciones mentales más profundas, tales como la ira, el odio y el apego.
Cuando reflexionamos sobre ello, llegamos a advertir que las emociones
extremas como el apego ? y en especial la ira y el odio ? son muy
destructivas cuando surgen en nosotros mismos y también cuando surgen en los otros. Podría decirse que esas emociones constituyen las fuerzas destructoras del universo; incluso podríamos dar un paso más y afirmar que la mayor parte de los problemas que padecemos, que en definitiva creamos nosotros, proceden en última instancia de esas emociones negativas. Hay quien diría que, de hecho, todo sufrimiento es fruto de emociones negativas como el apego, la avaricia, los celos, el orgullo, la ira y el odio.
Aunque al principio no somos capaces de arrancar directamente esas
emociones, al menos podemos dejar de actuar de acuerdo con ellas. A partir de aquí desplazamos nuestros esfuerzos meditativos a equilibrar esas aflicciones de la mente y a intensificar nuestra compasión. Para el último tramo del viaje necesitamos arrancar de cuajo estas aflicciones, lo que implica, forzosamente, ser conscientes del vacío.

LO VASTO Y LO PROFUNDO:

DOS ASPECTOS DEL CAMINO

A lo largo de nuestro viaje espiritual en el budismo, hay dos aspectos
del camino que reflejan dos clases distintas de prácticas que debemos
acometer. Aunque el Buda enseñó las dos, la transmisión de esta idea ha ido pasando siglo tras siglo de un profesor a otro dando lugar a dos líneas de pensamiento separadas. Sin embargo, al igual que las dos alas de un pájaro, ambas son necesarias para llevar a cabo ese viaje hacia la iluminación, ya sea ese estado libre de sufrimiento o el estado de iluminación del buda, al que aspiramos con el fin de beneficiar a todos los seres sintientes.
Hasta el momento, me he dedicado a describir «lo vasto». Esta práctica
es conocida a menudo como el aspecto del «método» y se refiere a la apertura de nuestro corazón hacia la compasión y el amor, además de a otras cualidades, como la generosidad y la paciencia, que surgen de un corazón lleno de amor. En este caso, el entrenamiento supone el aumento de estas cualidades virtuosas al mismo tiempo que disminuyen las tendencias no virtuosas.
¿Qué significa abrir el corazón?. Antes que nada, debemos comprender
que hablamos del corazón en un sentido metafórico. En muchas culturas, la percepción del corazón va más allá de considerarlo meramente el órgano responsable de la circulación de la sangre: se cree que es la fuente de la compasión, el amor, la piedad, la honradez y la intuición. En la filosofía budista, sin embargo, ambos aspectos del camino suceden en la mente, pero, irónicamente, se cree que la mente está localizada en el centro del pecho. Un corazón abierto es una mente abierta. Por tanto, nuestra concepción del corazón proporciona una herramienta útil, aunque temporal, para intentar entender la distinción entre lo «vasto» y lo «profundo», los dos aspectos del camino. El otro aspecto de la práctica es el de la «sabiduría», también conocido como lo «profundo». Nos encontramos pues en el reino de la cabeza, donde la
comprensión, el análisis y la percepción crítica son las nociones rectoras. En este aspecto del camino, trabajamos para profundizar nuestra comprensión de imperrmanencia, la naturaleza doliente de la existencia y nuestro estado actual de egocentrismo. Desentrañar del todo cualquiera de estos temas podría llevarnos muchas vidas. Sin embargo, es solo mediante el reconocimiento de la naturaleza perecedera de las cosas que podemos superar nuestro apego a ellas y a cualquier noción de permanencia. Cuando nos falta la comprensión de la naturaleza sufriente de la existencia, aumenta el apego a la vida. Si cultivamos nuestra comprensión de la naturaleza desdichada de la vida, superaremos este apego.
En última instancia, todas nuestras dificultades surgen de una ilusión
básica. Creemos en la existencia inherente tanto de nosotros mismos como de todos los demás fenómenos. Proyectamos, y luego nos aferramos, a la idea de la naturaleza intrínseca de las cosas, una esencia que los fenómenos no poseen en realidad. Cojamos por ejemplo una simple silla. Creemos, sin reconocer plenamente ese convencimiento, que existe algo que podría llamarse silleza, una cualidad de la silla que existe entre sus partes: las patas, el asiento y el respaldo. De la misma forma, creemos que existe un «yo» continuo y esencial que persiste bajo las partes mentales y físicas que nos conforman. Esta cualidad esencial no existe en realidad, es una mera imputación.
Nuestro apego a esta existencia inherente obedece a una percepción
equivocada que debemos eliminar a través de las prácticas de la meditación del camino de la sabiduría. ¿Por qué?. Porque es la raíz de toda nuestra desdicha, se sitúa en el núcleo de todas nuestras emociones aflictivas.
Solo cultivando su antídoto directo, la sabiduría que nos hace
conscientes de la inexistencia de esta cualidad, podemos abandonar esa
ilusión. De nuevo, cultivamos esta sabiduría profunda como hemos cultivado la humildad con el fin de arrancar el orgullo. Primero debemos familiarizarnos con ese error que afecta a la percepción que tenemos de nosotros mismos y de los demás fenómenos; solo entonces podremos cultivar una percepción correcta. Al principio esta percepción será intelectual, como sucede en la comprensión que uno alcanza a través del estudio o la escucha de enseñanzas.
Para profundizar esta percepción hacen falta las prácticas de la meditación más sostenida que se describen en el capítulo XI, «La inmanencia serena», el capítulo XII, «Los nueve estadios de la meditación de la inmanencia serena», y el capítulo XIII, «La sabiduría».
Es entonces cuando la percepción es capaz de influir verdaderamente en
la visión que tenemos de nosotros mismos y de las demás cosas. Solo siendo conscientes de la no inherencia de nuestra naturaleza, podremos arrancar los cimientos del apego a uno mismo, emoción que constituye la base de todo sufrimiento.
Desarrollar la sabiduría constituye un proceso consistente en poner de
acuerdo nuestra mente con la realidad de las cosas. A través de este proceso vamos eliminando gradualmente las percepciones incorrectas de la realidad, que arrastramos desde el principio de los tiempos. No es una tarea fácil. La mera comprensión del concepto de existencia inherente o intrínseca de las cosas ya requiere grandes cantidades de estudio y contemplación. Reconocer que las cosas no poseen una existencia inherente implica años de estudio y meditación. Debemos empezar familiarizándonos con estas nociones, a las que nos referiremos en este mismo libro en las páginas siguientes. Por el momento, sin embargo, regresemos al aspecto del método con el fin de explorar la idea de la compasión.
 

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