EL DESEO DE FELICIDAD


SUA SANTIDADE DALAI LAMA
 

Espero que esta pequeña obra aporte al lector una visión básica del
budismo y de algunos de los métodos clave que han sido utilizados por sus
seguidores a lo largo de la historia con el fin de cultivar la compasión y la
sabiduría. Los métodos que se discutirán en los capítulos siguientes han sido
extraídos de tres textos sagrados del budismo. Kamalashila fue un hindú que
colaboró enormemente en el desarrollo y la definición de la práctica del
budismo en el Tíbet. El libro segundo de su obra, Las etapas de la meditación,
contiene la esencia de todo el budismo. También he recurrido en la
preparación de este libro a las obras de Togmay Sangpo y Langri Tangpa, Las
treinta y siete prácticas de los bodhisattva y Ocho versos para entrenar la
mente. Me gustaría enfatizar que no es necesario ser budista para beneficiarse
de las técnicas de meditación. De hecho, las técnicas no llevan en sí mismas la
iluminación ni a poseer un corazón abierto y compasivo. Eso depende de
nosotros y del esfuerzo y motivación que apliquemos a las prácticas
espirituales.
El propósito de la práctica espiritual es satisfacer el deseo de felicidad.
Todos somos iguales en el deseo de ser felices y de superar el sufrimiento, y
creo que todos compartimos el derecho de realizar esta aspiración.
Cuando examinamos la felicidad que buscamos y el sufrimiento que
deseamos evitar, lo más evidente son los sentimientos placenteros o
desagradables que se desprenden de nuestras experiencias sensoriales: sabores,
olores, texturas, sonidos y formas que percibimos a nuestro alrededor. Existe,
sin embargo, otro nivel de experiencia. La verdadera felicidad debe
perseguirse también a un nivel mental.
Si comparamos los niveles mental y físico de la felicidad, nos
encontramos con que las experiencias de dolor y placer que tienen lugar en la
mente son en realidad mucho más poderosas. Por ejemplo, si nos sentimos
deprimidos o si algo nos inquieta profundamente, ya podemos hallarnos en un
entorno agradable que apenas advertiremos su belleza o comodidad. Por otro
lado, si disfrutamos de una absoluta felicidad mental, nos resulta mucho más
fácil enfrentarnos a los desafíos que nos plantea la adversidad. Esto viene a
sugerir que las experiencias de dolor y placer que proceden de pensamientos o
emociones tienen un poder mayor que las que percibimos a nivel sensorial.
Cuando analizamos nuestras experiencias mentales reconocemos que
estas emociones poderosas que poseemos (tales como el deseo, el odio y la
ira) tienden a comportar una felicidad meramente pasajera y superficial. Los
deseos realizados pueden proveernos de una sensación de satisfacción
temporal: el placer que experimentamos al adquirir un nuevo coche o una
nueva casa es, normalmente, breve. Si nos entregamos a nuestros deseos, estos
tienden a aumentar en intensidad y a multiplicarse en número. Nos
convertimos en seres más exigentes y menos realizados, y cada vez nos cuesta
más satisfacer nuestras necesidades. Desde un punto de vista budista, el odio,
el deseo y la ira son emociones aflictivas, lo que quiere decir que nos causan
incomodidad. Incomodidad que surge de la intranquilidad mental que sigue a
la expresión de dichas emociones. Un estado constante de desasosiego mental
puede llegar a provocar consecuencias físicas en nuestro cuerpo.
¿De dónde proceden esas emociones?. De acuerdo con la visión del
mundo propugnada por el budismo, sus raíces deben buscarse en hábitos
cultivados en el pasado. Creemos que nos han acompañado a esta vida desde
existencias anteriores, en las que experimentamos y nos abandonamos a
emociones similares. Si nos dejamos dominar por ellas, crecerán y ejercerán
cada día mayor influencia sobre nosotros. La práctica espiritual es, por tanto,
el proceso de suavizar esas emociones y disminuir su fuerza. La felicidad
última implica su absoluta eliminación.
También poseemos una red de patrones de respuesta mental que ha sido
deliberadamente formada, establecida por medio de la razón o como resultado
del condicionamiento natural. La ética, la ley y las creencias religiosas son
ejemplos de cómo nuestra conducta puede ser canalizada por exigencias
externas. Inicialmente, las emociones positivas derivadas del cultivo de
nuestras cualidades más elevadas tal vez sean débiles, pero podemos
reforzarlas mediante nuestra familiarización con ellas, haciendo que nuestra
experiencia de felicidad y satisfacción interior sea más poderosa que la de una
vida abandonada a las emociones meramente impulsivas.
Disciplina Ética y Comprensión de Cómo son las Cosas
Si examinamos con mayor atención nuestras emociones y pensamientos
más impulsivos, hallamos que, además de enturbiar nuestra paz mental,
tienden a implicar «proyecciones mentales». ¿Qué significa eso exactamente?.
Las proyecciones son las causantes de la poderosa interacción emocional que
se establece entre nosotros y los objetos externos: las personas o las cosas que
deseamos. Por ejemplo, cuando nos sentimos atraídos por algo tendemos a
exagerar sus cualidades, viéndolo como si fuera ciento por ciento bueno o
ciento por ciento deseable, y nos embarga una añoranza por el objeto de
nuestro deseo. Una proyección exagerada podría llevarnos a creer que un
ordenador nuevo, más equipado, podría satisfacer todas nuestras necesidades y
resolver todos nuestros problemas.
De la misma forma, si consideramos que algo es indeseable tendemos a
distorsionar sus cualidades de acuerdo con nuestra creencia. Una vez hemos
puesto los ojos en el ordenador nuevo, nuestro viejo aparato que tan bien nos
ha servido durante años comienza a presentar aspectos cuestionables y a
adquirir más y más deficiencias. Nuestras interacciones con este ordenador
van quedando contaminadas por esas proyecciones. Eso es tan cierto para las
personas como para las posesiones materiales. Un jefe difícil o un socio con
quien no congeniamos son percibidos como poseedores de un carácter
imperfecto. Pronunciamos opiniones similares sobre objetos que no se avienen
a nuestros gustos aunque sean perfectamente aceptables para otros.
Si contemplamos el modo en que proyectamos nuestras opiniones ? ya
sean positivas o negativas ? sobre las personas, objetos o situaciones,
podemos empezar a apreciar que las emociones y pensamientos más
razonados están mucho más centrados en la realidad. Eso es así porque cuanto
más racional es un proceso menos probable es que se vea influido por las
proyecciones. Ese estado mental refleja con mayor fidelidad cómo son las
cosas en realidad, es decir, la verdadera situación. Por lo tanto, creo que
cultivar un entendimiento correcto de cómo son las cosas es un factor crucial
en nuestra búsqueda de la felicidad.
Exploremos cómo aplicar esto a nuestra práctica espiritual. Si deseamos
desarrollar la disciplina ética, por ejemplo, tenemos que comprender primero
el valor de comprometerse en una conducta moral. Para los budistas, un
comportamiento ético es aquel que evita las diez acciones no virtuosas.
Existen tres tipos de acciones no virtuosas: las realizadas por el cuerpo, las
expresadas por el habla, y los pensamientos no virtuosos, que habitan en la
mente. Evitamos los tres actos no virtuosos del cuerpo, que son matar, robar y
la mala conducta sexual; los cuatro del habla: el discurso falso, con ánimo de
dividir, ofensivo o carente de sentido, y los de la mente: la codicia, la malicia
y los prejuicios.
Podemos advertir que evitar tales actos solo resulta posible una vez
hemos reconocido las consecuencias que provocan. Por ejemplo, ¿Qué hay de
malo en hablar sin pensar?. ¿Cuáles son las consecuencias de entregarse a
ello?. Primero debemos reflexionar sobre la forma en que el cotilleo fácil nos
lleva a criticar al prójimo, además de suponer una pérdida de tiempo y
dejarnos insatisfechos.
Después consideraremos la actitud que tenemos hacia las personas que
suelen cotillear sobre los demás: difícilmente despertarán nuestra confianza o
recurriremos a ellas en busca de consejo. Quizá podamos pensar en otros
aspectos desagradables de esta conducta. Esta reflexión nos ayuda a
refrenarnos cuando nos sentimos tentados de criticar. Este análisis elemental
es, creo, el modo más efectivo de provocar los cambios fundamentales que
requiere nuestra búsqueda de la felicidad.
 

Las Tres Joyas del Refugio

Desde el principio del camino del budismo es importante conectar la
comprensión de la verdadera realidad con nuestra conducta espiritual, ya que
es a través de esta relación que nos definimos como seguidores del Buda. Un
budista es alguien que busca su último refugio en el Buda, en su doctrina
conocida como el dharma, y en el sangha, la comunidad espiritual que actúa
de acuerdo con esa doctrina. Se conocen como las tres joyas del refugio. Para
que nosotros tengamos la voluntad de buscar refugio en las tres joyas, primero
debemos reconocer la insatisfacción que nos produce nuestra condición actual
en la vida; debemos ser conscientes de su naturaleza desdichada. Basándonos
en un reconocimiento profundo y verdadero de esta verdad, desearemos de
forma natural cambiar nuestra condición y poner punto final a nuestro
sufrimiento. Estaremos, pues, motivados para buscar un método mediante el
cual llegar a ello. En este método, percibimos la necesidad de encontrar un
puerto o un cobijo donde resguardarnos de la desdicha que deseamos dejar
atrás. Dicho de otro modo, el refugio planteado por el budismo es una
protección del sufrimiento que queremos evitar. El Buda, el dharma y el
sangha nos ofrecen ese refugio y suponen, por lo tanto, la posibilidad de
curarnos de ese dolor. Es en ese sentido que un budista busca refugio en las
tres joyas.
Antes de buscar refugio del sufrimiento, primero debemos profundizar
en nuestra comprensión de su naturaleza y las causas que lo ocasionan.
Hacerlo intensifica nuestro deseo de protección. Ese proceso mental, que
incluye el estudio y la contemplación, debe aplicarse también para desarrollar
nuestra apreciación de las cualidades del Buda. Eso nos conduce a valorar el
método mediante el cual él alcanzó esas cualidades: su doctrina, el dharma. De
ella nace el enorme respeto que sentimos hacia el sangha, los practicantes
comprometidos en la aplicación del dharma. En consecuencia, nuestra
sensación de respeto por este refugio se intensifica, al igual que nuestra
determinación de comprometernos en la práctica espiritual diaria.
Como budistas, cuando nos refugiamos en la doctrina del Buda, la
segunda de las tres joyas, lo que hacemos es cobijarnos tanto en la
anticipación de un estado de liberación del sufrimiento como en el camino o
método por el que alcanzaremos dicho estado. Este camino, el proceso de
aplicar esta doctrina a través de la práctica espiritual consciente, es conocido
como el dharma. El estado de libertad del sufrimiento también recibe el
mismo nombre, ya que es el resultado directo de la aplicación de la doctrina
del Buda.
A medida que crecen la comprensión y la fe en el dharma, vamos
desarrollando un mayor aprecio por el sangha, el grupo de individuos, pasados
y presentes, que han alcanzado tales estados de liberación del sufrimiento.
Gracias a ellos podemos concebir la posibilidad de un ser que ha llegado a la
liberación absoluta de los aspectos negativos de la mente: el Buda. El aprecio
por el Buda, el dharma y el sangha ? las tres joyas que constituyen nuestro
refugio ? crece de la misma forma que nuestro reconocimiento de la
naturaleza desdichada de la vida. Eso intensificará nuestra búsqueda de su
protección.
Justo en el inicio del camino del budismo, nuestra necesidad de
protección de las tres joyas puede, como mucho, ser intuida desde una
perspectiva intelectual, especialmente para aquellos que no han crecido en un
marco religioso. Dado que las tres joyas tienen su equivalente en otras
tradiciones, a menudo reconocer su valor resulta más fácil para las personas
que ya tienen fe.

Abandonar una Existencia Cíclica

Una vez hemos reconocido el estado desdichado en que nos hallamos
inmersos, el sufrimiento generalizado que nos infligen emociones aflictivas
como el apego y la ira, desarrollamos un sentido de frustración y disgusto por
nuestra situación actual. Este, a su vez, nutre el deseo de liberarnos del estado
mental en que nos hallamos inmersos, ese ciclo infinito lleno de desdicha y
decepción. Cuando nuestro interés se centra en los demás, en nuestro deseo de
liberarlos de su desdicha, entonces hablamos de compasión. La compasión
aparece cuando nos centramos en los demás, en nuestro deseo de liberarlos de
su desdicha. Sin embargo, solo habiendo llegado a reconocer nuestro propio
estado de sufrimiento y desarrollado el deseo de salir de él podemos tener la
voluntad sincera de liberar a otros de su desdicha. El compromiso con nuestra
propia liberación del lodo de esta existencia cíclica debe haber sucedido para
que sea posible alcanzar la verdadera compasión.
Antes de renunciar a esa existencia cíclica, lo primero que debemos
reconocer es que todos estamos destinados a morir. Nacemos con la semilla de
nuestra propia muerte. Desde el instante de nuestro nacimiento vamos
acercándonos a esta cita inevitable. También debemos considerar que el
momento de nuestra muerte es incierto. La muerte no esperará a que aseemos
nuestra vida: llega sin avisar. En el momento de nuestra muerte, los amigos y
la familia, las preciadas pertenencias que hemos ido acumulando
meticulosamente durante nuestra vida, carecen de todo valor. Ni siquiera este
precioso cuerpo, el vehículo en el mundo material, nos sirve de nada. Tales
pensamientos nos ayudan a reducir las preocupaciones que nos afectan en la
existencia actual y comienzan a proveernos del terreno necesario para una
comprensión compasiva de las dificultades que tienen los otros para huir de
sus inquietudes egoístas.
No obstante, resulta crucial advertir el inmenso valor inherente a la
existencia humana, la oportunidad y el potencial que nos proporcionan
nuestras breves vidas. Solo los humanos disfrutamos de la oportunidad de
realizar cambios. Los animales pueden aprender los trucos más sofisticados y
nadie niega el gran valor que poseen en nuestra sociedad, pero su limitada
capacidad mental no les permite comprometerse en la virtud ni experimentar
un verdadero cambio en su existencia. Estas ideas nos inducen a dar un
auténtico sentido a nuestra vida humana.

Amigos Espirituales, Guía Espiritual

Además de la meditación, también es de gran importancia vivir de
manera responsable. Debemos evitar las influencias de malas compañías,
amigos insatisfactorios que pueden desviarnos del camino. No siempre es fácil
juzgar a los demás, pero sí podemos ver que ciertos estilos de vida nos apartan
de la honestidad. Una persona amable y bondadosa puede caer fácilmente en
el mal camino por culpa de unos amigos de moral dudosa. Debemos tener
cuidado y evitar tales influencias negativas y cultivar la amistad con personas
leales que nos ayuden a dar sentido y significado a nuestra vida.
Siguiendo con el tema de la amistad, debo señalar la enorme
importancia de la figura de nuestro maestro espiritual. Resulta crucial que la
persona de la que aprendemos posea las cualidades suficientes. En términos
convencionales, buscamos siempre un maestro que posea conocimientos de la
materia que deseamos estudiar. Un físico brillante no tiene por qué ser capaz
de enseñar filosofía. Un maestro espiritual debe poseer los conocimientos que
queremos aprender. La fama, la riqueza y el poder no son méritos que deban
tenerse en cuenta en un maestro espiritual. Tenemos que asegurarnos de que
posee sabiduría espiritual, conocimiento de la doctrina que él o ella va a
enseñar, además de haber extraído una buena dosis de experiencias prácticas
de la aplicación de la doctrina y de la vida en general.
Desearía enfatizar que es responsabilidad nuestra asegurarnos de que la
persona que va a enseñarnos es la más adecuada. No podemos depender de los
consejos ajenos ni de lo que alguien afirme de sí mismo. Con el fin de
investigar apropiadamente las cualidades de nuestro futuro maestro, primero
debemos saber algo sobre las cuestiones fundamentales del budismo, así como
estar seguros de qué títulos debe poseer ese maestro. Deberíamos escuchar
objetivamente a esa persona y observar cómo se comporta durante un cierto
período de tiempo. Solo así podemos decidir si está preparada para guiarnos
en el camino espiritual.
Se dice que deberíamos estar dispuestos a examinar a un maestro
durante doce años para asegurarnos de su verdadera capacidad, y no creo que
sea tiempo perdido. Al contrario, cuanto más claras veamos sus cualidades,
más valioso será para nosotros. Si nos dejamos dominar por un impulso y nos
confiamos a cualquiera, los resultados pueden ser desastrosos. De forma que
debemos tomarnos tiempo para observar a nuestros futuros maestros, ya sean
budistas o pertenecientes a cualquier otra fe.

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