NUESTRA PRIMERA MISIÓN AL RÍO DE LA PLATA EN 1856

46. Una horrible tormenta sobre el Río de  La Plata

En las primeras horas de la tarde, el capitán Silhonette nos comunica que, debiendo permanecer varios días en Montevideo, se ve en la imposibilidad de dirigirse de inmediato a Buenos Aires. En consecuencia, él nos paga el pasaje a bordo de un vapor que hace el recorrido entre los dos puertos de Montevideo y Buenos Aires, recomendándonos nos alistemos lo más pronto posible para el trasbordo inmediato, antes de las siete de la tarde.

En el acto, toda la tripulación se pone a nuestro servicio; los pasajeros aprontaron baúles y valijas y amontonaron en el puente sus bagajes, de manera que, pocas horas más tarde, subíamos a bordo del vapor «Pampa», no sin hacer una despedida muy emocionante a nuestra querida «Etincelle», en la que habíamos pasado 63 largos días de navegación y experimentado sentimientos tan variados.

Poco después de las 7 de la tarde, el «Pampa» levaba anclas, dirigiendo su popa hacia Buenos Aires. Su marcha, al principio dulce, volvióse luego muy desagradable para los pasajeros, por causa del viento Sudoeste, que se oponía al avance del vapor y le imprimía toda clase de movimientos. Como a las 10 de la noche, el terrible pampero desencadenó una horrible tormenta: rayos y truenos sembraron el pánico; la lluvia, una lluvia torrencial, cayó a cántaros, y el viento impetuoso y de una violencia inaudita levantó inmensas moles de agua que lanzó contra los flancos del buque, cuya marcha detuvo casi completamente, y que nos empujaba hacia las costas orientales, con peligro evidente de destrozo y de naufragio.

Al propio tiempo, sobre el puente reinaba un estruendo infernal: en vano la tripulación procuraba con todas sus fuerzas maniobrar, con el fin de echar anclas. No podía conseguirlo, tal era la violencia del viento que amenazaba llevarlos hasta el mar. Sin embargo, para llegar a sus fines, los ataron al palo mayor con sólidos cordeles, y entonces solamente consiguieron echar las anclas.

Mientras tanto, el interior del vapor estaba en una situación lamentable: los pasajeros gritaban, lloraban, se lamentaban, presa de un terror mortal, a vista del peligro inminente de ser sepultados bajo las aguas. Lo que en nosotros puso el colmo a nuestras angustias, fueron las palabras siniestras, pronunciadas por un pasajero con tono tan terrible, que sembró el espanto en todos los corazones, agregando que de buena gana daría $ 30.000 por no haber emprendido ese paseo sentimental. Era, en efecto, un capitán de navío que iba en viaje de recreo a Buenos Aires.

Por doquier no se oían sino gritos, gemidos y lloros. En cuanto a nosotros, estábamos más resignados, no sin recurrir a la oración ferviente. Rezamos la letanía de la Virgen y la de Todos los Santos, así como el Rosario. No lejos de nosotros, en los camarotes vecinos, sentimos que otros acudieron al mismo rezo. Como bien se comprende, atemorizados por el peligro inminente de una catástrofe, balanceados sin cesar por los varios movimientos bruscos de las olas, que venían a estrellarse contra los flancos del vapor, no pudimos ni conciliar el sueño ni tomar un rato de descanso: estuvimos velando toda la noche.

 

47. Nuestro primer desembarco en Buenos Aires.

La tripulación del modesto vaporcito conocía la gravedad del peligro; pero los pasajeros no fueron enterados de lo crítico de su situación sino a las cuatro de la mañana del siguiente día; y a las cinco de la mañana, levaron por fin anclas, para continuar el viaje. Tan sólo a las dos de la tarde llegamos frente a Buenos Aires, en cuyo puerto pudimos por fin desembarcar.

Con gran decepción nuestra, nadie se presentó para recibirnos, lo que fue causa de nuestros primeros cuidados y dificultades, pues bajamos simplemente como vulgares inmigrantes. Una vez en tierra, notamos, con gran satisfacción nuestra, en la calle 9 de Julio, a poca distancia del desembarcadero, una insignia con un letrero, que decía: «Hotel de la Marina y de Bayona», y nos presentamos confiados al dueño del hotel, un tal Juan Cuburu, de origen vasco francés. Fuimos recibidos con la mayor benevolencia, y allí depositamos desde luego todos nuestros baúles y bagajes. Luego pedimos de comer, pues ni un bocado habíamos probado desde la víspera; y en seguida pusieron manos a la obra para servirnos un buen almuerzo, al que todos hicimos honor.

48. Proyectos varios para recibirnos.

Sin embargo, en honor de la verdad, tengo que agregar que nuestra llegada a Buenos Aires no había de ser tan prosaica, como acabo de contarlo. Antes de su partida para su gira pastoral, Monseñor Escalada, obispo de Buenos Aires, se había concertado con el Gobierno de Buenos Aires, con el fin de hacernos, a nuestra llegada, una buena acogida y una honorable recepción.

El Gobierno de Buenos Aires, representado entonces por el Dr. Pastor Obligado, con su ministro el Dr. Dalmacio Vélez Sársfield, se prestó muy gustoso a llevar a cabo los deseos del virtuoso prelado. En consecuencia, dio órdenes al Capitán del puerto, recomendándole fuera a buscarnos a bordo con sus chalupas y nos condujera directamente al convento de San Francisco, luego que divisara un buque con bandera francesa, que enarbolara las insignias del puerto de Bayona. Pero nada de eso se hizo, por la razón que «Etincelle» se había quedado en Montevideo, y nosotros arribamos al puerto de Buenos Aires a bordo del «Pampa», que por cierto no enarboló ni la bandera francesa ni las insignias de Bayona, y además el «Pampa» se presentó al puerto de Buenos Aires a una hora poco común, a las dos de la tarde, debido a la tempestad de la noche anterior, cuando los vaporcitos que recorrían el trayecto entre las dos ciudades de Montevideo y Buenos Aires llegaban acá habitualmente a las seis de la mañana.

Para dar detalles completos, debo añadir que los principales comerciantes vascos, radicados en la ciudad de Buenos Aires, se preocuparon de nuestro próximo arribo; y a ese fin formaron una comisión, presidida por un señor Sallano, una de las firmas vascongadas más importantes de Buenos Aires en ese entonces. Esa comisión tenía por fin hacernos, a nuestra llegada, un honorable recibimiento y obsequiarnos con una casa y una iglesia, como lugar de residencia nuestra y centro de nuestros futuros trabajos apostólicos. El señor Sallano fue comisionado al Palacio episcopal y a la Casa de gobierno para solicitar del señor obispo la iglesia de la Merced para los Padres de Betharram, y después entenderse con el señor Gobernador civil acerca de la recepción a ofrecer a esos nuevos huéspedes eclesiásticos en posesión de una iglesia para sus labores apostólicas. Monseñor Escalada estaba dispuesto a concedernos la iglesia de Nuestra Señora de la Merced, con algunas restricciones, como se verá más abajo; pero tan buena intención no prosperó, porque los feligreses de esa iglesia hicieron gran oposición a ese proyecto. El Gobierno, por su parte, opuso también su veto, de modo que la Comisión vascongada no pudo obtener nada y se disolvió sin hacer nada para nosotros a nuestra llegada a América.

Sin embargo, el Gobierno, secundando los deseos del Ilmo. señor Escalada, nos procuró y pagó nuestro alojamiento y alimentación todo el tiempo de nuestra estada en el Convento de San Francisco, y en efecto, hecha nuestra visita al palacio episcopal, al día siguiente de nuestro desembarco, vinieron a tomar en el Hotel de la Marina y de Bayona todos nuestros baúles y demás efectos, los cargaron en un carro y nos llevaron a dicho Convento de San Francisco, donde permanecimos desde el 5 de noviembre hasta el 16 de diciembre del mismo año (1856).

JUAN MAGENDIE scj 1