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Momentum melancolicum

El País, mayo de 1985

Carta a Dios
Canarias7, setiembre de 1984

Tanto monta, monta tanto

El Sol, marzo de 1991


RESEÑAS DE LIBROS:

"Mrs. Caldwell habla con su hijo"
Camilo José Cela

El Sol, 1989

"Largo noviembre de Madrid"
Juan Eduardo Zúñiga

El Sol, 1990


Años sesenta




Momentum melancolicum
Por Juan Iturralde (El País, 10 de mayo de 1985).

La música y los olores son, como es sabido, los dos estimulantes más poderosos de la memoria. La primera esta actuando en quien escribe estas líneas por mediación de la Habanera, opus 83, de Camile Saint-Saëns, que no es una obra maestra, pero que produce el efecto, desprovisto de lógica (vaya usted a pedirle lógica al arte etéreo y fugaz de Euterpe), de evocar, no a José Martí, a los mambises, los trajes de rayadillo y el belicoso Teddy Roosevelt, sino los fantasmas que pueblan la memoria de mis amigos de Las Palmas de Gran Canaria.

Esta evocación comienza con una agradable efervescencia en mi amígdala cerebral -que es, al parecer, el deposito de los recuerdos-, a la que sigue una lluvia de copos dorados que me despoja del baño de las inquietudes cotidianas, devastadoras como un constructor de pantanos o autopistas. A continuación suena un rumor de guijarros arrastrados por una ola y absorbidos por la siguiente, un rumor que pasa del piano al crescendo y de éste a aquel, dejando constancia del número incalculable de guijarros que chocan, que se arrastran, que vuelven a chocar y arrastrarse con el ritmo de la respiración del Atlántico. De noche, estos rumores se agigantan y despiertan lo que aún queda en nosotros del terror que acometía a nuestros predecesores ante los cambios sorprendentes de un mundo rara vez amistoso. De día sólo se oye este rumor si se está enfermo y desocupado, o esto último al menos, y se produce el milagro de un silencio en el trajín de coches y camiones que atruenan una ciudad con vocación de campanadas, pasos en la noche, sirenas distantes sobrevolando las olas y el susurro de éstas al tenderse en las playas, o su embestida potente contra los arrecifes.

El reloj de una iglesia, la iglesia de San Agustín, marca las 8.30 y mueve a una sirvienta de rostro moreno a repiquetear en la puerta de la alcoba de los señores y a arrancar al amo de sus ensoñaciones, pobladas de pechos, muslos y preocupaciones dinásticas, porque no tiene hijos, al menos legítimos o legitimables,a saltar de la cama, a liberar sus mostachos kayserinos de su bigotera, a afeitarse y ducharse y ponerse la bata para perseguir la cintura de la doncella, a la que halaga la persecución, aunque se refugie en la cocina para hacerse valer. El señor desayuna, se acomoda en su sillón favorito, abre el periódico, se relame porque sabe que es presa segura, y espera a la señora, que está en misa rezando por todo,incluso por un embarazo precedido de un acto conyugal apenas placentero. A la par, dos pescadores halan con esfuerzo de una almadraba en los bajíos de San Cristóbal, bajo las miradas de los chiquillos de la vecindad, que no mejorarán en suerte a los que contemplan, y un borracho solterón abandona su cobijo en un puente sobre un río sin agua, recoge su sombrero con el ala desprendida por la nuca,su pañuelo-toalla-sábana-servilleta, se adentra por el Mercado Viejo en demanda de un trago de ron y se diluye entre brecas, sardinas, piñas de maíz, racimos de plátanos, calabazas ciclópeas y manos bobas de viejos que buscan consuelo a su decadencia en pellizcos a traseros insuficientemente vigilados.

Más arriba, entre una niebla que huele a magnolias y se pega a los cristales de las ventanas, un niño sin abrigo y con una mochila llena de latín y álgebra, por igual odiados, contempla la cabezota del Saucillo,que se envuelve en nubes espesas para reflexionar, y espera el coche que le llevará al colegio de los jesuitas. En éste, un hijo de San Ignacio, vasco como su fundador, le ordenará que conjugue el archisabido y resobado "fero, fers, ferre, tuli, latum". Y en el entretanto, los eucaliptos de la carretera agitan sus hojas como cuchillos verdes y plata y miran hacia un balcón, abierto de par en par en la fachada de una casa color ocre reclinada sobre una ladera de lava pavonada, como la pistola que no muchos años más tarde levantará la tapa de los sesos del más joven de los pescadores antes de arrojar su cuerpo a una sima sin fondo. Una sirena anuncia la llegada de un carguero procedente de Lagos y Matadi, y el aire de la clase palpita con las evocaciones de los niños que han leído A través del continente oscuro y que quisieran ser Henry M. Stanley, como el jesuita, que tenía vocación de misionero y tuvo que acatar el destino de desasnador de púberes bostezantes que jamás llegarán a leer a Publio Ovidio Nasón como él lee a Tácito y a Suetonio, un tanto clandestinamente.

El balcón traga los escasos rayos solares que desgarran las nubes porque tiene que iluminar el sonrosado pálido de un escote y unos brazos, resbalar por los pliegues suntuosos de una bata de terciopelo azul y, finalmente, incendiar una pesada cabellera rubio ceniza que corona un rostro al que las teclas de un piano de cola dedican una sonrisa inmóvil.

Esos mismos rayos convierten las paginas del cuaderno del niño que acaba de conjugar "fero, fers, ferre, tuli, latum" en las trenzas de su prima, terminadas en dos lazos que descansan sobre sus pechos incipientes, causa de todos sus pecados contra la pureza, a la que no han podido salvar ni san Luis Gonzaga, ni san Estanislao de Kotska, ni san Juan Bergman. Otro niño, un poco más pequeño, acostumbrado a la respiración oceánica, observa los rostros graves de los roquetes y los familiares que conduce su madre hasta una habitación en la que se está durmiendo para siempre el cantor del Atlántico, dejando tras si la estela sonora de sus alejandrinos. La dama piadosa y estéril saca la lengua para recibir al Santísimo y piensa, con un sobresalto angustiado, que el Señor ha sembrado su rostro por todos los pagos que rodean sus fincas.

La bata azul y la pesada cabellera buscan entre los eucaliptos un MG deportivo, sin saber que su dueño se ha colgado de la rama más robusta de un ficus enorme, por motivos que nadie sabrá jamás.

Y otro niño, con una espesa pelambre rojiza y un proyecto de nariz considerable, encontrará mañana, al oír el toque de difuntos, la pista del misterio del tiempo, que, éste mediante, se transformará en un romance prematuramente nostálgico.

Carta a Dios
Por Juan Iturralde (Canarias7, 9 de setiembre de 1984).

Querido Dios: No estoy seguro de que seas el corresponsal adecuado para recibir esta carta, ni tampoco de que la formula inicial que he escogido, en parte por falta de imaginación y en parte por pereza mental, Te resulte pasablemente respetuosa, pero me tranquiliza el precedente de la dedicatoria que empleó Jardiel Poncela en La tournée de Dios, estampando en el lugar apropiado aquello de “A Dios, que me es muy simpático”, ya que no recuerdo que, a pesar de que Te adjudicó un globo como medio de transporte y un guardapolvo y un bombín, como atuendo, recibiera de ti ningún castigo feroz de los que, según los cronistas del pueblo de Israel, Tu más afamado y antiguo forofo, prodigabas a diestro y siniestro en Tus mejores tiempos de protagonista de la Biblia.

Pero, a decir verdad, estimo más importante y problemático el primer asunto, el del acierto o desacierto de dirigirme a Ti, porque debes andar demasiado atareado en impedir que Tu creación se te escape de las manos y acabes viéndote reducido a la situación de un inexperto aprendiz de brujo, o te dejes llevar por la irritación y el desencanto ante nuestra conducta demente, con olvido de que somos Tu obra, y Te refugies en la tarea de pensar sobre Ti mismo que, simplificando sus palabras en aras de una mayor expresividad, Te atribuyó Jorge Guillermo Federico Hegel, el teutón del Absoluto, precursor de otros Absolutos considerablemente más peligrosos.

Pienso -es una manera de hablar, no vayas a entrar en aprensiones- que el objeto de esta carta la hace más adecuada para ser dirigida a San Francisco de Asís, el mínimo y dulce poseedor de un corazón de lis -extraña idea de la botánica ¿verdad?-, o a San Vicente de Paúl, menos propenso a los deliquios mistico-ulcerantes pero tan entregado al prójimo y al lejano, como el de Umbría. Y lo pienso porque, como he adelantado ya, tengo la sensación de que últimamente -entiendo este adverbio de tiempo, hoy llamado sintagma, según creo, de acuerdo con tus medidas que sobrepasan todas las medidas, puesto que eres inconmensurable por definición- nos tienes muy abandonados, tal vez porque has renunciado a Tu papel de Providencia, con el designio de ver hasta donde somos capaces de llegar -suponiendo que no lo sepas desde el principio del principio de los siglos, y aun antes, como lo has de saber por fuerza, con grave riesgo de nuestra libertad o de Tu bondad infinita-, o tal vez porque te has arrepentido de nuevo de haber creado al hombre y estás preparando, como en la primera ocasión, un Diluvio universal a la medida de los tiempos que corren.

Cualquiera que sea la razón, el experimento me parece peligroso porque los hechos, miles de hechos, miles de miles de hechos, vienen dándole la razón al vapuleado mortal que, al decir “estamos dejados de la mano de Dios”, puso en circulación ese tópico ponderativo del número y la gravedad de nuestras desdichas que no necesitan recordatorio, dada Tu omnisciencia. No obstante, yo, que ya hace tiempo que vivo más del recuerdo que del presente o el futuro, no puedo evitar el deseo de sacarlos a flote, de recordártelos, con todo mi respeto, aunque mi legitimación para tal memorándum consista, tan sólo, en la nostalgia sorda, casi doliente, hecha de infancia, velas encendidas, primera Comunión –en la que me regalaron, entre otras cosas, una pluma estilográfica Watermann, con graves consecuencias para mi opinión sobre la fantasía de los donantes- y caramelo de frambuesa, con que he tenido que llenar el hueco que, luengos años ha, dejó tu ausencia en mi horizonte vital.

Desde esta nostalgia, que sigue doliendo, a la manera amarga y dulzona de los recuerdos infantiles sobre la Navidad y los Reyes Magos -pongo por caso de esparcimientos oficiales de carácter general-, desde esta nostalgia en cuyos entresijos se agita una vaga súplica de que existas, querido Dios, quiero, o más bien debo, evocar tanta miseria, tanta enfermedad, tanto bacilo de Yersin, tanto parado hambriento, tanto Hitler, tanto bomba de neutrones, tanto Stalin, tanto... Pero corto la lista porque ni es de buen tono continuar, ni te es necesario recordar nada, puesto que todo lo tienes presente, todo, de los megaterios a Santa Teresa de Jesús y de Asurbanipal al Andante Cantabile o la música rock, todo, lo mismo lo bueno que lo malo, aunque dudo que lo segundo sea compensado y menos aun superado por lo primero.

Y si todo lo tienes presente, ¡cómo debes sufrir con esta presencia simultánea del mal! Comprendo que te sientas inclinado a refugiarte en esa actitud pensante que te atribuía Hegel pero, a la par, estimo tal actitud tan imposible, tan inicua, tan blasfema, que he decidido no admitirla y licenciar de por vida esa faceta Tuya de pensamiento puro pensando sobre pensamiento puro que, según nuestro maestro Ortega, sólo se le podía ocurrir a la sesera de un profesor.

Me decido, pues, por esa otra que hizo posible la Missa Solemnis, La familia de Carlos IV y mis predilectos, el de Asís y el de Paúl, es decir, por una edición Tuya hecha a imagen y semejanza del hombre, pero en bueno, en sublime, aunque ello no hará desaparecer la necesidad de compadecerte y de rezar por ti, para que te sean dadas fuerzas con que sobrellevar esa tremenda simultaneidad y para que, olvidándote de los optimistas metafísicos que no suelen tener problemas para subsistir y conservar la molicie que los hace optimistas, pongas fin a lo que origina nuestros sufrimientos, de los que te hago la justicia de suponerte tan víctima como nosotros.

Sí, debo rezar por Ti, amigo Dios, pero no sé a quién. Te agradecería que me lo dijeras, que me contestaras sin intermediarios, sin una voz que sale de una zarza ardiente o un trueno en el camino que va a Damasco. Los años me han vuelto medroso y no apreciaría en su justo valor ninguna muestra de grandiosidad, ningún mysterium tremendum. Por eso, querido Dios, te ruego que me contestes con sencillez, con una carta, o una postal con tu paisaje predilecto y una cuantas líneas.

Tuyo, irremediablemente.

Tanto monta, monta tanto
Por Juan Iturralde (publicado en el diario El Sol el 1 de marzo de 1991).

Al humilde servidor que suscribe no se le alcanza el significado de la frase capicúa que encabeza estas líneas, emblema de los Reyes Católicos Isabel y Fernando, que por cierto, no fueron los únicos que entre los monarcas hispanos, profesaron dicha religión, pues la conversión a la misma de la península ibérica data nada menos que del godo Recaredo y han continuado siéndolo hasta nuestros días. Pero es el caso que han pasado a la historia con ese sobrenombre, al igual que hubo in Alfonso el Casto -¡y el Pobre! porque la castidad es encomiable, pero no se puede decir que sea una virtud grata al cuerpo humano-. Viene lo anterior a que unos excelentísimos y reverendísimos obispos que pastorean la grey patria, han reanudado o iniciado un expediente o proceso de canonización de mi señora doña Isabel. Con este motivo, los medios de comunicación, en especial la TVE 1, han descrito a la futura reina Santa como una mujer bajita que no quería reinar. De bajita nada. Era una Trastámara grandota, metida en carnes de tez blanca y rubia, como lo fue su padre Enrique IV. Y de que no quisiera reinar, menos aún. La verdad es que Isabel respetó a su padre, que murió en esta capital y que tan pronto como este evento ocurrió y la hija lo supo, organizó un suntuoso funeral en Segovia y al día siguiente, 13 de diciembre de 1474, apoyada en los nobles que tomaron su partido, fue proclamada reina de Castilla y León, Galicia, et de coeteris, sin darle tiempo a su marido Fernando, que andaba por Aragón, a asistir a ninguna de las dos ceremonias. Item más, la reina proclamada mandó una suerte de carta pragmática que circuló por todo el país haciendo saber los eventos ya relatados. Y no tuvo empacho en desplazar a su hermana de vínculo sencillo que no hermanastra, como dicen, con error, historiadores, poetas y escritores en general) y primogénita, del padre de ambas, Enrique IV, que tenía todo el derecho del mundo al trono de Castilla y León, con el pretexto de que era bastarda, hija de don Beltrán de la Cueva, sin meterse en mayores averiguaciones. Ello no quiere decir que Isabel, con su ambición de poder, no resultara una gran reina, capaz de meter en cintura a los levantiscos duqueses y condeses que andaban en guerras intestinas desde los tiempos de Juan II, por lo menos, porque Isabel resultó una mujer enérgica, capaz de habérselas con el mismísimo Satanás, por intermediación de Fray Tomás de Torquemada, su confesor y primer inquisidor sobre el que ha caído, injustamente, la leyenda más negra de todas las leyendas negras.

Isabel ordenó también la expulsión de los judíos, pero esta medida muy dura, que fue en perjuicio de la economía hispana, siempre tan desnutrida, no fue un pogrom como los muchos que hubo no sólo en Rusia sino en el reino de Navarra, el principado de Cataluña y en la propia Castilla, por el bastardo Enrique de Trastámara, homicida de Pedro I el Cruel.

La historia es pródiga en leyendas cuya veracidad es difícil de desentrañar, como es de todos sabido. Una más de éstas es la de que Isabel I empeñó sus joyas para financiar el descubrimiento de América por Colón -el judío genovés, según Madariaga-, lo cual es falso de toda falsedad. Fue Luis de Santángel -probablemente también judío-, apoyado por Isabel y sin el beneplácito de Fernando, más astuto y maquiavélico que su real esposa, quien se atrevió a sacarse de la faltriquera los maravedíes y ducados necesarios para este negocio. Lo expuesto por el servidor que teclea estas líneas, no parece una base medianamente firme para levantar sobre ellas la canonización de esta nuestra señora Isabel. Un santo es otra cosa, en la opinión de quien suscribe: un ejemplo evidente, san Francisco de Asís, el varón que tiene corazón de lis, o san Vicente de Paúl, el francés que pasó de capellán de Margarita de Valois a ejercer la generosidad con un desprendimiento pocas veces registrado en la Hagiografía.

"Mrs. Caldwell habla con su hijo"
Camilo José Cela

Por Juan Iturralde (El Sol, 1989).

Hace tres días que ha llegado a mi poder Mrs. Caldwell habla con su hijo, la última novela de Cela, y hace unas horas que he terminado su relectura. En este momento -las 9 de la mañana del domingo 22 de octubre de 1952- no me queda más remedio que echarme al ruedo de la máquina de escribir y los espectrales folios en blanco para hacer algo que no he hecho nunca hasta ahora, una crítica literaria y, por si fuera poco, particularmente difícil, porque solo un técnico en la materia es capaz de meter en folio y medio todas las cualidades que el autor ha sembrado entre sus páginas sin caer en una sinfonía de piropos en do sostenido mayor ni olvidar aquello de que “sin la libertad de censurar, no hay más que elogios aduladores”. Comenzando por esto último, se me ocurre decir que el único defecto que, mirando con una lupa, me ha parecido encontrar en Mrs. Caldwell, es el de que, en ocasiones, los capítulos se desvían del argumento soterrado de la narración y consiguen impacientar aunque tal vez esto, impacientar a sus lectores, fue lo que se propuso el autor. Dicho esto, he de reconocer que a pesar de estar habituado a las sorpresas que nos ha proporcionado Cela durante su carrera literaria iniciada con la bomba de La familia de Pascual Duarte me ha sorprendido o, mejor dicho, me ha asombrado esta nueva muestra de su talento y de su originalidad. Mrs. Caldwell tiene 213 capítulos distribuidos entre 218 páginas. Una primera lectura, es decir, un repaso al índice de esta novela, me hizo pensar que se trataba de un Kempis profano dedicado no al ascetismo, sino a un tema harto más próximo a nosotros, como es la muerte prematura de un hijo durante la guerra. Con tan parvos ingredientes, Mrs. Caldwell-Cela, se adentra en una bien escogida disertación -salvo lo dicho “ab initio”- sobre extremos tan heterogéneos como la sopa, los carpinteros de ribera, Dorothy, aquel jarrón que estalló en mil pedazos y una mancha de sangre en la almohada. Todo ello, y los 213 capítulos restantes, sirve a la perfección para crear un ambiente familiar y dos personas de carne y hueso, de suerte que la novela se lee con el mismo interés que una novela de intriga, a la que aventajaría, si fuera lícita la comparación, en el valor intrínseco de cada capítulo gracias a la prosa del autor, tan tersa como la piel blanca de Mrs. Caldwell. En ese ambiente flotan los sentimientos vagamente incestuosos de la protagonista, frustrados por la indiferencia y la pudibundez de Eliacim; los objetos humildes que la rodean, descritos con una zumbona o desgarrada minuciosidad; la crítica de hábitos y tradiciones domésticos que hemos venido aceptando por borreguismo, los sucesos que acaecen a Mrs. Caldwell, insignificantes para una tragedia aspavientosa, pero importantes, casi decisivos, para la de la protagonista. Y, por encima de todo, la ternura sutil que el autor ha sabido espolvorear sobre su relato, que no se escapa ni un momento de su dominio ni cae en la cursilería sentimentaloide, porque Cela corta el paso de cualquier exceso levantando la barrera de la socarronería o tirando con firmeza de las riendas para entrar por otro camino. Al final, los lectores poco avisados, entre los que me encuentro, se dan cuenta de que la tragedia no es tan sólo la muerte de Eliacim, el hijo de Mrs. Caldwell, sino la soledad, la irremediable soledad de ésta, que se levanta ante nosotros como un faro marinero para iluminar la soberbia singladura recorrida. Sí, lectores, esta novela no es un Kempis profano cualquiera sino un devastador Kempis por cuyas páginas se pasea la soledad, una maldición de nuestro tiempo.

"Largo noviembre de Madrid"
Juan Eduardo Zúñiga

Por Juan Iturralde (El Sol, 1990).

Cuando leí por primera vez, en 1980, Largo noviembre de Madrid, me asombraron la originalidad y la calidad excepcionales de los diecisiete relatos, muy superiores, en mi modesta opinión de escritor que no de crítico habitual, a las de las novelas innumerables que la tragedia de nuestra guerra civil ha inspirado durante cuarenta años.
El título, el primer acierto -porque fue un mes de noviembre el que proyectó su hosquedad sangrienta y su distorsión de las vidas de los habitantes de la capital sobre los restantes meses, primaverales o estivales que duro el cerco, hoy legendario-, advierte al lector del contenido de las narraciones, en especial a quienes tuvimos la desgracia de vivir una de las épocas más importantes de la Historia de España. Este título confiere una obvia unidad a todos los relatos, pero bajo ella, o acaso por encima de ella, el autor ha sabido engarzarlos con una inexplicable sutileza, de suerte que, a medida que se avanza en su lectura, va despertándose la sensación de que no se está leyendo una colección de fragmentos escogidos al azar entre todos los que forman el gigantesco puzzle de aquellos años terribles, sino un mosaico en cuyas piezas se describen magistralmente los efectos del cerco de la capital de España por los entonces llamados facciosos sobre las existencias y los aconteceres cotidianos de sus habitantes, anónimos para la gran Historia y para estas narraciones antiépicas, pero con unos problemas humanos más al alcance de los protagonistas de a pie y de los lectores de todas la edades que tengan un mínimo de sensibilidad literaria. La tragedia de la muerte a diario o, más bien, del sacrificio diario de vidas al Moloch de la guerra, sirve de telón de fondo a los sucesos y a los hechos, con frecuencia sobrecogedores -como el ciego abandonado durante un bombardeo- que desfilan por cada relato, en los que lo grande y lo insignificante se mezclan con tal destreza que esto último viene a dar fiel testimonio de aquello y a enriquecer todas las narraciones con una vivacidad emocionante sin necesidad de recurrir a los aspavientos de la epopeya. Juan Eduardo Zúñiga sabe escoger, con la habilidad sin fallos de un gran compositor, los largos párrafos que le permiten esperar el tiempo hasta hacerlo palpable, o los diálogos entre los protagonistas, a veces triviales, a veces estremecedores con independencia de que los ruidos alemanes sobre el cielo de Madrid siembren la tierra de bombas. El estilo sobrio, poético, en el que no sobra ni falta una palabra, se mantiene sin desfallecimientos y, a la vez, enriquece los relatos con imágenes tan gráficas como si fueran ilustraciones pero con la ventaja, sobre éstas, de que mantienen una ambigüedad, a veces un misterio, infinitamente superiores. Finalmente, por los diecisiete relatos se desliza una tenue nostalgia del pasado tenebroso que pone en pie recuerdos en los que no acaba de distinguirse si proceden de lo vivido o de lo soñado, o de ambos mundos a la vez, lo cual hace aún más atrayente este libro excepcional.


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