Bajo el pseudónimo de Juan Iturralde, un abogado salmantino de sesenta y nueve años publicaba, en 1979, Días de llamas, una novela sobre la guerra civil española, que, si bien no era su primera obra editada, reveló la auténtica categoría de José María Pérez Prat. La calidad del texto, junto a la escasa difusión de sus obras anteriores –El viaje a Atenas y los Labios descarnados (Barral Editores, 1975)-, hizo que la crítica se preguntara: ”¿De dónde sale este desconocido y dónde ha aprendido a escribir así?” Ahora, con motivo de la reedición de Días de llamas por Ediciones B, el autor rompe su silencio.
En 1975 Barral editores, la editorial que Carlos Barral había montado después de la ruptura con Seix Barral, publicaba en su colección de Hispánica Nova un libro cuyo autor no sonaba nada en las capillas, cazuelas y ollas literarias de nuestro país: Juan Iturralde. El libro contenía dos largos relatos que daban título al volumen: El viaje a Atenas y Los labios descarnados, y en la contrasolapa podía leerse una escueta nota sobre la personalidad de su creador: “Juan Iturralde es el pseudónimo de un escritor nacido en 1917 en un ciudad del reino de León”. El libro pasó absolutamente desapercibido y, sin duda, contribuyó a incrementar la cuenta negativa de aquella segunda aventura editorial de Carlos Barral. Hoy es un libro inencontrable.
En 1979 y en la editorial La Gaya Ciencia se publicaba un nuevo libro del mismo autor: Días de llamas, un grueso volumen en el que se ampliaban un poco los datos sobre la personalidad del escritor que se ocultaba tras el seudónimo. Su auténtico nombre era José María Pérez Prat y pertenecía a uno de los grandes cuerpos –abogado del Estado- de la burocracia española.
Aunque su fortuna mercantil no debió sobrepasar en demasía la cifra de ventas del libro anterior, la crítica le concedió una estimable atención y el elogio fue unánime. Muchas fueron las voces que anunciaron que se trataba de una de las mejores, sino de la mejor de las novelas sobre la guerra civil española; un tema que en otros tiempos aseguraba ya de por sí un cierto éxito comercial, pero que en aquellos años había pasado con la voluntad más o menos expresa de muchos, al baúl de los recuerdos.
Los lectores españoles estaban descubriendo el placer de las novelas de aventuras, y no parecieron tener muchas ganas de que alguien les recordara un pasado que el presente había decidido olvidar. La novela no pasó de un círculo muy restringido de lectores que se la pasaban y recomendaban entre ellos. La desaparición de la editorial contribuiría a que la novela deviniese un producto semiclandestino que vería terminar la primera etapa de su vida en la sección de saldos de unos grandes almacenes. Ahora Ediciones B ha decidido rescatarla de ese olvido elitista en el que yacía y la pone nuevamente al alcance de una de las mejores novelas de la narrativa española de posguerra.
“Empecé a escribir en los años de bachillerato, cuando estudiaba en el colegio que los jesuitas tenían en Chamartín de la Rosa. Aquellos años me sirvieron para darme cuenta de la realidad que se escondía detrás del discurso aparente de los jesuitas; la sutileza con que diferenciaban en el trato a los alumnos pobres de los alumnos ricos, su hipocresía y su falsedad radical. Desde el punto de vista cultural, no aprendí nada, ni latín ni literatura. Como guía literaria contábamos con un inefable libro del Padre Ladrón de Guevara: Novelistas buenos y novelistas malos, que era un compendio de insensateces. Hay que tener en cuenta que hasta Pequeñeces, de su colega el Padre Coloma, les parecía un libro de lectura peligrosa. Al terminar el bachillerato, por ejemplo, nadie nos había hablado de Machado o Juan Ramón Jiménez. El paradigma de la poesía contemporánea era Gabriel y Galán, a quien recuerdo haber imitado, con bastante acierto, en algún concurso escolar. Mis lecturas de por entonces eran los clásicos autores de aventuras –Salgari, Curwood, Wells...- Tenía una especie de padrino-tutor que me abrió a nuevos horizontes literario, a Huxley, Conrad, Maurois... Esos serían los libros que ocuparían buena parte de mi macuto durante los años de la guerra. Recuerdo también a Panait Istrati, un autor, creo que rumano, de vida muy azarosa y de mucha frescura narrativa, que por los años de la República se leyó mucho. De lector pasé a escritor. En el colegio, aparte de poemas como el ya mencionado, escribí mis primeros esbozos narrativos, procurando tener sumo cuidado de que los jesuitas no descubrieran mis escritos. Al parecer, ya entonces daba señales de ser un escritor oculto”.
-La lectura de Días de llamas transmite la sensación de que nos hallamos ante un texto autobiográfico. Se tiene la impresión de que el autor ha tenido que vivir lo que nos está contando, que ha conocido realmente a los personajes, ha habitado las cárceles que allí salen y padecido los amores que en ella se cuentas. ¿Es realmente así?
-Dejando aparte el hecho de que seguramente todas las novelas son en el fondo autobiografías, tendría que responder que no, aunque en la novela aparezcan algunas historias o algunos personajes que pueden haber tenido un referente concreto en la vida real. La novela transcurre en Madrid y , en mi caso, la guerra civil transcurrió en otros ámbitos. La guerra me cogió en Ciudad Real, una ciudad que por entonces era tan sólo un poblachón y que mucho me temo que ahora no sea mucho mejor. Mi madre se había quedado viuda a los veintisiete años y se había instalado en Ciudad Real, donde su familia tenía algunas propiedades. Eramos siete hermanos y en la casa vivían también cuatro tías solteras. En la ciudad existían unos odios sociales terribles y justificadísimos. Estaba estudiando Derecho por libre. Me daba clase un secretario de la Audiencia, que era todo un personaje. Recuerdo que durante el primer curso el Derecho Romano me había encantado, pero ya al año siguiente los estudios pasaron a un segundo lugar, pues la vida política ocupaba toda mi antención. Yo era un miembro muy activo de las juventudes tradicionalistas, de los requetes. Visto desde ahora, aquello me parece una manera de desfogarse a falta de rivalidades futbolísticas, pero el caso es que era un miembro muy activo de las juventudes de derechas. Mi bisabuelo Ramón Bicota Iturralde, había sido intendente de la casa del Duque de París, y me imagino que fueron esas conexiones con el carlismo lo que me llevó a esas opciones políticas. Al estallar la guerra, Ciudad Real quedó en la zona roja, y, como puede suponerse, pasé un miedo cerval. Me escondí y me buscaron. Ese miedo he tratado de reflejarlo en Días de llamas. Cuando me encontraron me di por terminado, pero curiosa e insospechadamente me defendieron dos personas: una era una comunista, horrorosa, por cierto; había hablado alguna vez con ella, seguramente discutido o algo así. No sé por qué me protegió, le dijo a mi madre que no se preocupase. La impresión que me causaron los milicianos fue terrible. Los falangistas o los requetes también tenían un aspecto terrible. La izquierda y la derecha sólo se diferencian en que cada una está a un lado diferente. Nunca entendí por qué me defendió aquella mujer. Mi familia era una familia burguesa. Un tío mío era título y fue fusilado por eso. A una tía mía, que era de Acción Católica, la metieron en un calabozo en el que estaban también tres rostitutas en cueros. Imaginaros lo que debió ser aquello para ella. Luego metieron también a una vecina que era una perfecta beata.
Ya en la cárcel, un chaval joven, un miliciano, y sin que sepa muy bien también por qué me defendió y protegió. Cuando venían a buscarme, me imagino que para invitarme a dar “un paseo”, decía que yo no estaba allí. Se llamaba Paquillo, y después de la guerra mi familia lo defendió y se logró que no fuera una víctima más de las feroces oleadas de represión que entonces se produjeron. Estas experiencias no se reflejan directamente en la novela, pero, indudablemente, estaban presentes en el momento de su escritura.
El personaje de Tomás Labayen es de algún modo una especie de “alter ego” mío. Miguel corresponde de alguna manera a un personaje real, aunque en su caso el encierro no se produjo en Madrid, sino en Barcelona, y concretamente en uno de los barcos-cárcel que allí funcionaron. Norte también tiene una base real, y la historia de amor está extraída también de hechos reales. Algunas historias las viví personalmente. Cuando me sacaron de la cárcel entré en el ejército republicano y estuve en artillería. Recuerdo la ofensiva de las tropas franquistas hacía el mar en Vinaroz. El desconcierto de nuestra artillería era total.
Después de la guerra no sufrí, dados mis antecedentes, ninguna cuarentena, ni siquiera pasé por un campo de concentración, y hasta recuerdo que quisieron darme algún cargo en Ciudad Real.
Otras historias que circulan en Días de llamas las oí contar; en algunos casos a sus protagonistas directos y en otros a terceros. La novela es una elaboración que coge datos de aquí y de allá, pero básicamente es un proceso de invención. Mis partos son como los de las elefantas; de larga gestación.
Días de llamas está escrita durante el franquismo y, por supuesto, permaneció guardada hasta que aquello acabó. Sabía que era imposible que se publicara mientras hubiera censura. Fue la censura la que hizo que tuviese que alterar el escenario político y geográfico de El viaje a Atenas. La idea para esa narración me la dio un amigo policía con el que tenía que reprimir mis ideas. Un día me contó que habían detenido a un comunista que había entrado clandestinamente y que, al descubrir que lo tenían localizado, se había pasado la noche entera totalmente borracho, dando vueltas en un taxi por todo Madrid. Es lo mismo que comentábamos antes sobre Días de llamas; un hecho real te sugiere una idea y sobre ella elaboras una historia. Es al escribir cuando la historia, la novela, se construye. Días de llamas se construyó ella sola. La historia de aquel detenido se convirtió en un relato sobre un viejo luchador que vuelve del exilio para planificar unos atentados. La censura hizo que tuviese que vestirla con un ropaje griego, y así, lo que en un principio iba a ser Barcelona, acabó por ser Atenas. También en Labios descarnados hay vivencias autobiográficas, pero la idea central, un hombre que se ahoga, visita o es visitado por la muerte y vuelve a la vida, se me ocurrió en un sueño. Los materiales de una narración pueden tener muy distinto origen.
-¿Cree que Días de llamas es su mejor novela?
-Sí; tampoco es muy difícil decir esto, porque mi obra es más bien corta. Me parece una buena obra. Sé que no es ninguna maravilla, sé que entre Thomas Mann y yo, por ejemplo, hay un trecho enorme. Pero, como tampoco me gusta ir de modesto, tengo que confesar que me parece mejor que muchas novelas sobre la guerra. Mejor que las de Barea, Max Aub o Gironella. Escribo poco y muy lentamente. Soy un jornalero de la literatura. Mis ocupaciones profesionales tampoco me han dejado mucho tiempo para escribir. Ultimamente tengo un poco más de tiempo y puede escribir más.
En principio, también Días de llamas la iba a publicar Carlos Barral en su editorial, pero cuando la empresa se vino abajo o él perdió su control, Alberto Oliart, que era quien me había presentado a Barral, me dijo que le llevara el manuscrito a Jaime Salinas, a la editorial Alfaguara. La leyeron García Hortelano y Juan Benet, y Salinas la iba a publicar, pero por problemas de programación me avisó de que se retrasaría dos o tres años su aparición. Entonces Juan Benet me dijo que Rosa Regás, que había leído el manuscrito, tenía interés en publicarla en la Gaya Ciencia. Salinas entendió mis prisas y así fue como se publicó. Tuvo críticas muy favorables, pero, como ya hemos comentado, tuvo pocos lectores. Creo que he sido el mejor de mis clientes. Cuando estaba a precio de saldo compré todo un paquete y las he ido regalando a los amigos.
-Días de llamas es una novela de muy largo aliento, escrito como un sólo y largo párrafo. ¿Por qué esa estructura?
-A mí me parecía que un texto que nace a partir del pensamiento de alguien que está encerrado en un calabozo, en una cheka, esperando entre el miedo y la esperanza, que vengan a matarlo, debía ser construido como si fuera un párrafo que se prolonga y prolonga. Como un enorme “flash-back”, y, en ese sentido, no le veía sentido a repartir el texto en capítulos o partes. La novela recoge secuencias hasta formar una única secuencia. Creo que la literatura debe seducir al lector, debe actuar como una señora, seducir al lector y dejarlo pegado al libro sin que pueda separarse de él, y para ello hay que buscar que al lector le agrade todo, “el lenguaje, los personajes, las historias...” En Días de llamas creo que eso está conseguido.
-¿Qué está escribiendo ahora?
Llevo ya unos años escribiendo otro mamotreto. Recuerdo que por los años cincuenta publiqué algunos cuentos en “Blanco y Negro”, pero pronto me di cuenta de que lo mío eran las novelas de larga amplitud. Ahora voy por las cuatrocientas páginas y todavía me faltan cuatro o cinco capítulos. Se llamará Hans y las lluvias de abril y tiene poco que ver con Días de llamas. Es una especie de versión contemporánea del Fausto. Se desarrolla en Munich. Un peculiar coronel de las SS es Mefistófeles, y el Fausto es un científico, un neurólogo. Para resolver el problema del demonio me imagine un esquizofrénico que al mirarse en el espejo ve la figura de un coronel. Parece ser que casos así existen entre los esquizofrénicos, pero ése no es el problema; el problema es seducir al lector, meterlo en la novela, encerrarlo en ella.