Mi reprobable afición a llenar folios, ayudada por la revolución y la guerra civil, me impulsaron, luengos años ha a escribir una novela sobre este doble tema. El primer intento resultó un monstruo impublicable, porque no sabía lo que era el lenguaje, ni cual debía ser la columna vertebral de la novela, ni estaba suficientemente documentado.
Arrinconé este feto, escribí otras dos novelas horribles que me sirvieron de ejercicio de solfeo, sin que por ello dejara de oír como zumbaba en mis venas el tema de la guerra civil, aunque apenas llegaba a mi consciencia otra cosa que el rumor de la corriente de episodios y personas que se habían ido acumulando. Pero como padezco una mente eminentemente teutónica dada al sistema y la documentación, completé el contenido de la corriente con otras anécdotas de viva voz y la lectura a fondo de los periódicos editados en la capital de España durante la guerra. Pertrechado de esta forma, tomé dos decisiones: situar la acción en determinado punto de Madrid -cercano a acontecimientos importantes y trágicos- y atenerme a la imparcialidad, aunque irritara a unos y otros.
A continuación, me lancé a rellenar folios y destripar máquinas de escribir, sin perdonarme horas de trabajo. De esto salió un esqueleto relativamente presentable. De inmediato -dicho en meses- hube de rellenar ese esqueleto de contenido espiritual y envolverlo en carnes palpitantes, una ardua labor que emprendí alegremente, sin imponerme ninguna autocensura, porque tenía la certeza de que el régimen dictatorial desaparecería antes que yo.
Por otra parte, pensé que debía inyectar en los protagonistas principales -y en la familia que lleva la voz cantante- todas las contradicciones y los conflictos originados por la guerra y la revolución, convencido de que el dramatismo es mayor cuando se desarrolla no sólo fuera sino dentro de los protagonistas.
Debo aclarar, no obstante, que hay episodios y protagonistas completamente imaginarios, que yo no viví aquellos acontecimientos -salvo el miedo al paseo y otras minucias- y que, en este mismo instante está asaltándome la vehemente sospecha de que estoy inventándome también la explicación de la tarea de escribir "Días de llamas". Pienso que la verdad, la verdad verdadera -si es que tal cosa existe- es que el tema tenía tal atractivo literario que una respetable cantidad de escritores, españoles y extranjeros, nos sentimos tentados por él y nos encontramos ante un dilema: el de parir una novela, aunque fuera un ratón, como el Monte de la fábula, o el de reventar como una burbuja y desperdigar -derrochar, sería más exacto- la carga acumulada durante años y años por un tema tan importante como el de la guerra y la revolución españolas.
Yo opté por lo primero, sudé como una parturienta atormentada por los fórceps y, mal que bien, conseguí dar a luz algo que la crítica ha considerado más grande y de más entidad que el ratón.
Por último, me surge una duda más -a mi lado Hamlet era un precipitado-, la de que todo esto sea verdad y no un embeleso montado por la vanidad y el deseo de una cierta notoriedad literaria.