Una testamentaría y tres dedicatorias
A la memoria de José María Pérez Prat
Hacía ya muchos años que había muerto mi abuelo y su testamentaría
seguía sin hacer. Era una cosa muy complicada, con muchísimas acciones
de dos duros cada una, pero que había que valorar y repartir. Su viuda, mi
abuelastra, estaba preocupada y quería terminar con aquello antes de que
se uniera a la suya y me dijo que había decidido que no la hiciera mi padre,
que se la había dado a un amigo suyo, sobrino de una compañera de
colegio de ella, que era abogado y al que yo conocía por haber visto una o
dos veces en su casa, de visita: José María Pérez Prat. También había
decidido que, de las tres nietas de mi abuelo, era yo la que tenía que
ayudarle, porque él estaba espantado de lo que se le venía encima, porque
no se dedicaba a testamentarías, porque se negaba a semejante tarea solo
y porque yo era la única de las tres que tenía algo que hacer (a mi
abuelastra le mejoraba el cutis amargarle la vida a los demás). A mi el
encarguito me cayó como un tiro. Tenía dos hijos muy pequeñitos,
muchísimo trabajo y me molestaba que hubieran dejado a mi padre fuera, lo
que, por otra parte, a él le tenía encantado por librarse de semejante
muerto.
Así es que, de muy mala gana, llamé al teléfono que me dio mi abuelastra y
hablé con un señor adusto y malhumorado, que estaba furioso de haberse
sentido obligado a aceptar el encarguito, que me dijo varias veces que, o lo
hacíamos todo juntos o no lo hacía y me dio un horario inflexible para ir yo
a su casa a trabajar con él y, si no me venía bien, me aguantaba. Le dije
que no tenía ni idea de cotizaciones de bolsa y me contestó: Yo tampoco,
ya somos dos y colgó.
Al menos, vivía a una distancia de mi casa que me permitía ir andando y, el
día en que habíamos quedado, a media tarde (había decidido él que íbamos
a trabaja dos horas, tres días a la semana, de cinco a siete), allí me
encaminé maldiciendo a los genes que me incapacitaban para decir que no.
Llegué a su casa, moderna, lujosa y bonita (yo había pensado que sería
una especie de cueva, por el tono en que me habló, antipático y seco) y me
abrió la puerta un señor muy mayor, mucho mayor en apariencia de lo que
era realmente; con todo el pelo blanco, menudo y de una intensa mirada
que le daba una belleza extraordinaria. Fue educado, pero distante y seco,
me dio la mano y me pasó rápidamente a su despacho y, en la mesa, uno
frente a otro, nos pusimos en el acto a calcular los valores de las
acciones, con los que le habían dado en el Banco de España.
Tras más de una hora sin levantar cabeza y sin decir más palabras que las
necesarias para la tarea que realizábamos, mirando a lo que hacía y, como
hablando solo, exclamó: "Tu abuelo era un imbécil"; levantó la cabeza y me
miró, completamente serio, pero con los ojos muriéndose de risa. Le miré,
completamente seria y le contesté: "Y un miserable"; "Un meapilas", me
respondió, con una sonrisa; "Un cobarde", añadí yo. "Un cabrón", remató
él. "¿Conocías bien a tu abuelo?, ¿sabes toda su historia?"; le respondí que sí. Se puso de pie y, tomándome de la mano, me llevó a su cuarto de estar, a
un sofá blanco con flores pálidas, que recuerdo como el sofá más grato en
el que me haya sentado nunca porque en él pase larguísimas tardes de
maravillosa charla con una de las más extraordinarias personas que he
conocido, que he tenido la suerte de tener junto a mi en mi vida. Me pidió
que le contara la historia de mi abuelo, la versión que me habían dado mis
padres porque él solo conocía la que le había dado mi abuelastra y le
parecía rara. "Ya que me va a dar tanto trabajo, al menos, conocer bien
cómo fue". Yo le conté la historia de mi abuelo, pero él a mi la suya, sus
oposiciones, su boda, la llegada de sus hijos., me presentó a su mujer,
tomé el te con ellos, querían que me quedara a cenar ¡es que eran las
diez!, llevaba cinco horas allí. Tenía que volar a casa, pero me dijo que
antes me iba a dar una cosa y me trajo un libro: "Labios descarnados", de
Juan Iturralde. Le dije que tenía un amigo que se llamaba Iturralde, pero que
era músico: "Se te dan bien los Iturraldes, a este lo vas a conocer y os
vais a gustar". Me dijo que volviera a los dos días, pero que fuera cuatro
horas, dos para trabajar y dos para hablar y que llevara leído el libro
(como quien pone una tarea y que se lo llevara, porque, si me gustaba, se
lo daría al autor para que me lo dedicase). Lo comencé con desgana, para
darle gusto a aquel ser que se me había descubierto como encantador y
con una de las conversaciones más amenas que había tenido la suerte de
mantener y no pude dejarlo. Magníficamente escrito, con una prosa fluida y
perfecto dominio del idioma, la historia te prendía y te obligaba a continuar.
A los dos días regresé a su casa, caminando deprisa y contenta. Me abrió
la puerta con una ancha sonrisa y nos pusimos a trabajar. A las dos horas
en punto, paró y me espetó: ¿Qué te ha parecido el libro? Se lo dije y
hablamos durante largo rato sobre él. Estaba muy contento, pero, cuando
le dije que era un libro escrito por alguien muy machista, se indignó y
estuvimos discutiendo acaloradamente. Al final, me dio la razón. Eso me
dejó sorprendidísima. Nunca una persona de genio tan vivo y tan mayor,
había aceptado equivocarse ante mi de ese modo. Me tenía que ir
corriendo, volvían a ser las mil: "Te dejo el libro para que me lo dedique tu
amigo ¿de qué lo conoces?"; me lo coge de la mano, se va al despacho, lo
abre, y tomando la pluma escribe dentro: "Para Ana, víctima, como el autor,
de los avatares de la testamentaría de su abuelo, pero que me ha dado la
ocasión de conocerla, con el afecto de Juan Iturralde. a) José M Pérez
Prat. 17-Enero-1988". Hubo grandes risas, le llamé mil veces tramposo,
abrazos, besos y me fui a casa dando saltos por la alegría de que aquel
ser magnífico no se quedara, como tantos otros, en el ámbito doméstico.
Escribía e iba a dejar su voz a los demás, no sólo su precioso recuerdo a
los que teníamos la suerte de conocerlo.
En la siguiente visita, me regaló "El viaje a Atenas" y dentro (como una
obsesión): "Para Ana, víctima del testamento de su abuelo, con el
agradecimiento de su nuevo amigo viejo. Juan Iturralde - José M. Pérez
Prat. 24-Enero-1988". Una novela magnífica y verdaderamente asombrosa.
Mi nuevo amigo había nacido en 1917 y había comenzado a escribir en
1975, a los 58 años. Parecía imposible que siendo un escritor como el que
era, hubiera podido permanecer en silencio todo aquel tiempo y llegué a
pensar que el enorme cariño que había despertado en mi por su
proximidad, su naturalidad y la campechanía e igualdad con que me trataba,
me estuvieran cegando un poco y busqué y encontré críticas
deslumbradas, rendidas, admiradas. Me sentí muy feliz del nuevo privilegio
que la vida me regalaba.
Continué trabajando y charlando con él y pocos placeres intelectuales he
tenido como el de la conversación de Juan Iturralde de cómo me contaba
su modo de escribir y del por qué y el cómo de lo que escribía. Y pocas
sensaciones de ternura, de haber encontrado al abuelo que nunca tuve,
como la que sentía junto a José María Pérez Prat.
Yo sabía que había publicado otra novela que le dio una fama momentánea
como algo magistral sobre nuestra guerra última, pero no conseguía
encontrarla y a él no le quedaban ejemplares, así es que me la contó
entera y todo su proceso creativo, regalándome unas horas deslumbrantes
en que, como una niña, sentadita, en silencio y abrazada a mis piernas, le
escuchaba hablar, lleno de pasión creativa.
El día uno de febrero, imprevisiblemente, murió mi abuelastra. José María
estaba en Canarias y mandó un telegrama afectuoso a mi madre y una
larga carta a mí en que se lamentaba de que la testamentaría de mi abuelo
ya no tuviera ningún sentido y me pedía que no dejara de ir a verlo. Una
carta tierna y preciosa, como él.
Tuve unos meses vertiginosos en que quité dos inmensas casas, repartí
muebles, cuadros, tasé, embalé, di de baja luces, gases. y atendí a mis
bebés. De vez en cuando, nos llamábamos y hablábamos nunca menos de
una hora por teléfono. De pronto, en una estantería que estaba vaciando
en casa de mis abuelos. "Días de llamas". A la carrera, casi sin cerrar la
puerta, a primera hora de la mañana, como si fuera a mi casa y sin avisar,
me planté en casa de Juan Iturralde y le tendí el libro que estaba dedicado
a mi abuelastra. "Tenía que ser este, por eso no encontrábamos otro", me
dijo y, en la segunda página escribió: "A Ana, joven y tierna amiga a quien
tengo la sensación de haber conocido toda la vida. Con todo el afecto de
su viejo y pellejo "abuelo". José María".
Leí aquel libro, lo único ya que podría leer de él, porque sólo escribió esas
tres novelas en su vida, como si me fuera la vida en ello. Y le
llamé deslumbrada y feliz. Hablamos horas y, ante mis lamentos de que
sólo tuviera tres novelas, con voz de niño pícaro, me contó un secreto,
estaba terminando una novela, la mejor: "Hans y las lluvias de abril". Era
muy larga y se había sentido muy bien en ella. Me la contó entera e incluso
me permitió discutirle cosas. Quedé con taquicardia de ansiedad y me
prometió una copia que nunca llegó, por desgracia, por terrible desgracia.
Hablamos varias veces más, me leyó fragmentos de su magnífico Hans,
pero en octubre, de pronto, murió mi padre. También José María estaba en
Canarias pero sus llamadas de teléfono fueron el mayor consuelo que tuve
en esos días. Una larguísima enfermedad de mi madre, su muerte a los
nueve meses de la de mi padre, la muerte del hermano de mi padre, dos
meses después, la de mi madrina, quince días antes que mi madre, la grave
enfermedad de mi hijo mayor. durante largo tiempo, no tuve más que la
voz de José Mª Pérez Prat al teléfono, con palabras de consuelo desolado.
Un silencio muy largo y, al fin una llamada. Casi no podía hablar. Había
tenido una endocarditis y creía que un derrame cerebral porque le costaba
pensar. Con un miedo extraño, en voz muy baja, le pregunté por Hans y
hubo un largo silencio. "La he destruido. No me gustaba, quería escribirla
de nuevo y ahora ya no podré". Rompí a llorar y le oí que lloraba.
Colgamos. Fui a verlo varias veces, pero ya no era él, quedaba esa
especie de abuelito maravilloso que me había adoptado pero en lugar de
protector, como lo fue en la muerte de mi padre, desvalido y perdido. Ahora
ya no está, no están ninguno de los dos. Juan Iturralde se fue, junto a José
María Pérez Prat en abril de 1999, debía de ser en abril, y se fue con su
"Hans y las lluvias de abril", pero nos dejó tres novelas espléndidas, sobre
todo, "Días de llamas" y a mi el más tierno y hermoso de los recuerdos.
Ana Serrano Velasco
El Viaje a Atenas
LAS BOTAS BOSTEZANTES
Ioannis emprende un largo viaje con dos vertientes superpuestas: una exterior y otra interior. En la primera parte de la novela, y en el plano “externo”,Ioannis, el protagonista,sale de París y cruza, a bordo de varios trenes, diferentes países europeos hasta llegar a un lugar de Grecia, para continuar viajando por dicho país y a través de las calles de Atenas. Durante el trayecto describe, de una forma muy plástica tanto sus sensaciones como a los personajes y escenarios con los que se va encontrando en el camino. Pero Ioannis no es un viajero mas que regresa a su patria, es un revolucionario cansado y enfermo que aprovecha su estancia en el tren para relajarse y realizar, en paralelo, su propio viaje interior al pasado.
Se dice que hacia los 50 años ha llegado la hora de la verdad, y dicha afirmación parece ser cierta en el caso del protagonista que ha sido “combatiente, prisionero, combatiente, emigrado, enfermo crónico, aprendiz de revolucionario...”(sic). Dentro de él se agolpan sentimientos de odio hacia los represores; de amor, personalizado en Tania, su compañera;de inseguridad, producto de la enfermedad, de cuerpo y alma, y de la certeza creciente de un mundo, dividido en Este y Oeste, que poco tiene que ver con lo que él pensaba o deseaba. En la segunda parte, tras 23 años de ausencia, la llegada a su ciudad,
Atenas, le depara pequeñas alegrías, retazos de gratos recuerdos, ternura, sensualidad, sexualidad..., pero también comprueba que son muchos los signos de un nivel de bienestar que él creía pura propaganda de la Dictadura de los Coroneles. Empieza a pensar en la inutilidad de la acción encomendada y a dudar de sí mismo y de sus jefes, sintiéndose cada vez mas enfermo y más harto hasta llegar a un estado en el que no le importaría morir. La muerte aquí no tiene matiz pesimista, sino que surge como el final natural de un ciclo, de una forma de pensar y vivir que ha desembocado o esta derivando hacia otra, ni mejor ni peor, sino diferente.
“El viaje a Atenas”, una novela realista, política, humana y existencial, se lee de un tirón y la escritura ágil y certera de Juan Iturralde, seudónimo de José María Pérez Prat, hace que el lector viaje de la mano de Ioannis, vea a través de sus ojos y viva cerca de su corazón el ocaso de una época con todos los sentidos a flor de piel. Solamente hacia el final, el texto se vuelve un tanto farragoso pero, para entonces, el lector ya esta completamente enganchado con la trama. Y lo que no sabrá, hasta que no haya terminado la lectura, es que Ioannis pasara a formar parte de ese grupo de personajes inolvidables que se quedan allí, colgando, en algún lugar de la mente.
Victoria Eiroa