EL ESPECTRÓGRAFO DE MIRADAS

Luis M. Fuentes


AGOSTO 1998

El integrismo en casa 29/08/98 Inmisericordia 8/08/98
Los palcos 22/08/98 Estilo 1/08/98
Il catalogo è questo 15/08/98  

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29/08/98

El integrismo en casa.

Lo habitual, es cierto, llega a perder su crudeza con la repetición. Las barbaries integristas nos llegan cada día desde el telediario, con un velo de lejanía medieval y ajena, y sólo nos sobresaltan el primer segundo, pero después nos olvidamos de ellas, tan protegidos nos creemos por nuestra conciencia occidentalista. Algunos, si acaso, murmuran "parece mentira que estemos a punto de entrar en el siglo XXI", pero luego siguen con su vida, con un asentado distanciamiento antropológico, como el que ve un reportaje sobre tribus africanas. El integrismo, el fanatismo, están sin embargo mucho más cerca de nosotros de lo que nos creemos. El otro día, mientras hacía un comentario algo sarcástico (como es habitual en mí) sobre las vírgenes que se han paseado estos días, alguien me comentó: "cuidado, no te escuche alguien, que te van a dar". En principio el comentario me pareció una broma, pero mi interlocutor (un encuentro casual, un conocido de un amigo, de esos que uno se encuentra de rebote) me aseguró que la advertencia iba en serio. Me contó que una vez en el rocío alguien acabó en la UVI tras una breve "conversación" con algunos rocieros a los que no gustó algún comentario sobre el ídolo al que veneran. No era una broma: al decírmelo su rostro revestía la gravedad de las sentencias judiciales o los dictámenes médicos, y un compañero suyo asentía con comedida aprobación, tal como, supongo, deben asentir esos fundamentalistas después de degollar a algún/a pobrecillo/a, por haber, según ellos, insultado a Alá. Como ven, hay gente muy cercana que está a un paso, a una distancia escalofriantemente mínima, de llamar a la guerra santa o de ajusticiar a herejes, de rebanar pescuezos si consideran que se ofende a sus dioses. Ya me dirán si hay razones o no para criticar estos reductos de primitivismo prehomínido que nos rondan, y por eso hay unas cosas que les quisiera comentar a algunos de estos colectivos tan arraigados y tan cerriles (espero que entiendan mis palabras sin necesidad de traducción).

1) El sentimiento religioso, lícito aunque incomprensible para mí, es una decisión personal. Ni se puede obligar a nadie a ser religioso ni se le puede censurar por no serlo. Como personas libres en un estado democrático, cualquiera puede expresar su opinión libremente, y si esa opinión es que la Virgen del Rocío es feísima y que los rocieros adoran a un ídolo tallado (ambas cosas fácilmente comprobables), es una opinión legítima que nadie tiene por qué coartar ni castigar, no al menos si son medianamente civilizados.

2) El respeto tiene que ver con la libertad para que las personas puedan elegir libremente, y no con que no se puedan criticar las actitudes y las opiniones de otros. No hay verdades sagradas, no hay nada intocable, ni hombres, ni ideas, ni supuestos dioses o ídolos venerados por la masa. Todo está sujeto a la discusión, y tiene, como último juez, a la razón. Las opiniones deben ser apoyadas por argumentos, y si hay algo que no tienen estos grupos marianos, son argumentos para nada. Son, pues, mucho más criticables que cualquier opinión razonada.

3) Sentirse insultado ante una opinión diferente, por muy sagrado que uno considere lo criticado, es una reacción primitiva e infantil. Por poner un ejemplo, la música de J.S. Bach puede ser tan sagrada para mí como para esos rocieros su virgen; si alguien me dice que Bach le parece una basura, sólo siento una indiferencia olímpica, y, desde luego, no echo espumarajos por la boca ni me dan ganas de abrir cabezas. Claro que, evidentemente, estamos suponiendo conductas civilizadas.

4) Sólo en política se debe aceptar la decisión de la mayoría. En el resto de los asuntos, nada es más verdad porque lo crea más gente (argumentum ad populum). Si fuera así, la mejor música sería la de Ricky Martin y una bola de dos kilos caería el doble de rápido que una de un kilo (caen con la misma aceleración, por si alguien no lo sabía). Las mayorías, además, no tienen ningún derecho a imponer sus pensamientos y sus formas de vida, menos si estas mayorías las forman una caterva de ignaros montunos y, además, utilizan la intimidación y la violencia.

Sólo espero que el tiempo, el conocimiento y la cultura, lleguen a hacerles ver a estos integristas que tenemos en casa, a la puerta casi, esos que seguramente se indignarán con este artículo, lo primitivas y execrables que son su violencia y sus ideas extremistas. Y para que sigan aprendiendo a ser tolerantes, mi próximo artículo irá dedicado a lo absurdo de sus creencias.

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22/08/98

Los palcos.

Siempre he creído que los reductos más o menos clasistas deben ser sistemáticamente contaminados. Por eso no entiendo a algunos amigos que, por ejemplo, siguen negándose a ir a ciertos sitios (Balbino por ejemplo) apelando al escrúpulo que le produce tanto pijo. Al revés, debe ser al revés: Balbino debería ser asediado por melenas y camisetas de Iron Maiden con calaveras, a ser posible. Así, se iría minando el insoportable hedor de homogeneidad estética y mental de sus habituales, algo que les debe producir cierto remanso de comunidad, de fortaleza, algo que debe acrecentarles en su conciencia de glamour aristocrático. Los que tenemos claro que la riqueza de la humanidad está precisamente en la diversidad y en la individualidad, deberíamos hacer más por que este proceso de mezcla heterogénea se lleve a cabo. Esta labor de invasión de los refugios de pensamiento monocromo la considero fundamental.

Ahora bien, intentar esto en los palcos (o Los Palcos, no sé si la mayúscula sería lo más adecuado aquí) ya es más difícil. A pesar de que mi querida Paula me regañe por ello, debo decir (me obliga cierta higiene documental) que el pijerío de allí es una sublimación de los arquetipos. El que una persona tenga más o menos dinero puede ser fruto de la suerte, del trabajo o de los líos de herencias, cosa que, aunque pueda fastidiar a muchos, no es criticable per se, pero manifestar inequívocamente este hecho mediante símbolos y ritos siempre me ha parecido antiestético. El rechazo al kitsch de la seudojet, a sus besitos con sonrisas de lifting, a la apostura patricia de sus formas amaneradas, a su cerrado corporativismo, no viene de ningún odio hacia una clase adinerada (yo, que soy un poco cínico también en el sentido filosófico, no considero esto excesivamente importante), sino a un pudor de mi conciencia estética y a mi profunda convicción individualista. La uniformidad es evidente. Los chicos, engominados hasta las cejas, visten politos con cuellos y mangas perfilados por los colores de la bandera española o camisas azules, bermudas (de marca, por supuesto) o pantalones de pinzas, y esos zapatos "castellanos" sin calcetines; una imagen, en fin, de hijodalgo litoral, como de Julio Iglesias de vacaciones o príncipe en las regatas. Las chicas, lacias y enrubiadas, envueltas en un aura azulada de puesta de largo o baile de salón, parecen pequeñas Isabeles-tocino o Loyolas-de-palacio. Los señores (reyezuelos, políticos que vienen a hacer el paripé, artistas fracasados, empresarios con conciencia etnocentrista y toda su corte) van de ese semiespor hortera de cadenitas y camisas desabotonadas que nos lucen Hohenlohe y Los del Río; y sus señoras, que asumen su papel social tradicional con una digna pulcritud y pasean los canapés con ese aire de resignación altiva de las anfitrionas, han consumado por fin la evolución hacia Isables-tocino o Loyolas-de-palacio biológicamente completas. En este ambientillo, y bebiendo vino de la tierra con ese apasionamiento chauvinista que tienen las clases adineradas, se cierran negocios (de muchos millones, claro), nacen alianzas y desavenencias políticas, se planean vacaciones a la Costa Brava y se cuentan hazañas de golf. Al final todos acaban, como en los estertores de una bacanal grotesca, bailoteando las canciones de verbena que hacen sonar un grupo de estos de fiesta. Por supuesto, siempre hay excepciones, pero el panorama general queda bastante bien resumido en estas líneas.

Ellos, en fin, son felices; se sienten gente importante, el corazón de la comunidad, el alma de Sanlúcar cobijada en un reducto amurallado y protegido con sistemas de acceso informatizados y una legión de guardias de seguridad; todo para afirmar su pertenencia a una clase. La verdad, si no hubiera tenido que asistir por obligación, ni siquiera ese afán de contaminar la homogeneidad que citaba al comienzo de estas líneas me hubiera hecho ir hasta allí. Me hubiera sentido demasiado solo, demasiado diferente. Tendría tan poco que hablar con ellos...

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15/08/98

Il catalogo è questo.

En el verano tiene su cúspide esa especie de evolución sanguínea de los deseos, esa transformación impuesta por los genes o por los calendarios (los dioses lo sabrán) que se insinúa ya en la primavera, con los primeros brazos y muslos que se descubren, hartos ya de la clausura célibe que les impone el invierno, para recibir un sol renovado e hinchado de sí mismo. Y es esa tibieza del ambiente, ese calorcillo que despierta con una voluptuosidad juguetona y somnolienta, como de ninfa remolona, el que comienza a segregar los jugos y los productos glandulares, apaciguados tanto tiempo por el frío y los abrigos, hasta que llega, con una inevitabilidad cósmica, la explosión del verano, el despliegue total de las tersuras y las ternezas, para desbordar todos los líquidos. Las mujeres adquieren, en esta estación matemáticamente promiscua, una buenez global e indiscriminada, en una deliciosa metamorfosis que hace aumentar sus encantos con infalibilidad sibilina.

Los mecanismos que despiertan el deseo en el hombre tienen una profundidad oscura y algo legendaria que nosotros mismos no somos capaces de explicar. No es el porcentaje de piel que se deje ver, tiene que ver más con una actitud de posibilidad oculta, de rendición deseada pero pospuesta de la carne. En este sentido, el verano convierte las calles, los lugares, en un catálogo de libidinosidad perfecto para los hombres, un surtido de medias desnudeces y actitudes sugestivas, un repertorio suculento, pleno de la irresistible sensualidad de lo que sólo se insinúa, de lo que se muestra incompleto, para que la imaginación (que es bastante más libertina que la carne) despliegue su oficio.

Las quinceañeras, por ejemplo, nos seducen con la sutil perversión que despierta siempre la supuesta inocencia. Caminan por la calle en pandilla, con esa risa voluble y comunal que nos sugiere a los hombres una disponibilidad de harén, y tenemos que volvernos a mirar sus culitos, que se mueven tras faldas mínimas o mallas ajustadísimas, culitos perfilados de braguitas menudas, braguitas con lacitos y dibujitos infantiles, suponemos. Nos gusta imaginárnoslas vírgenes o al menos inexpertas, enfrentadas al sexo con el deseo aumentado que dan el miedo y la curiosidad, temblando, susurrando un "no" que, más que una defensa (simbólica, en todo caso), constituye un acicate para el que perpetra la profanación; nos imaginamos sus cuerpos tiernos, recientes, ofreciendo toda su fogosidad de plenitud hormonal, sus pezones duros y enarbolados como estandartes de feminidad estrenada y pubescente, en una entrega candorosa e inigualable; nos las imaginamos mordiéndose los labios al descubrir el placer que llega en oleadas con una dulce rendición animal, un placer que ya no pueden disimular y que termina llegando hasta su boca como un eructo pleno de lascivia.

Pero uno no termina de fantasear con estos cuerpos nuevos cuando le llega a la vista alguna mujer más plena, más hecha, con ese moreno crujiente, alimenticio, que les da un aspecto como de galletita hecha en casa. Y es que los años siguientes a la adolescencia van dando a las mujeres unas líneas más duras en el rostro y en las pantorrillas (algo que siempre me ha sugerido un salvajismo sexual más depredador, más vigoroso), hasta dotarlas, sobre los treinta, de una apostura de sobriedad irresistible, que ve aumentada si cabe su atractivo por una experiencia y una técnica amatoria que se supone ya consolidada. Estas mujeres dominan la mirada y saben manejar el deseo, y uno se imagina rendido a ellas, dejándolas hacer, gozando de ese aplomo de sabiduría y de ausencia de remilgos que hace del sexo algo pleno y casi facultativo.

Por fin, constituyendo algo así como la cumbre del sibaritismo sexual, está la mujer madura que se ha sabido conservar, la cuarentona exuberante, plenitud de la técnica y del dominio del sexo. Uno las ve a veces, duras, pétreas, pasear por la calle, acompañadas de algún marido calvote y fofo que siempre parece demasiado calzonazos para merecerlas. Las caderas anchas de estas mujeres, su contoneo asimétrico, transmiten una sensación de sosiego maternal y virtuosismo sexual apoteósico; el sexo con ellas es algo así como una lección magistral o un premio fin de carrera.

¡Ay! Como le cantaba Leporello a la espantada Doña Elvira, "il catalogo è questo"; y es que (tendremos que reconocerlo) a los hombres, igual que al Don Giovanni que nos describieron Mozart y da Ponte, suelen gustarnos todas (o casi todas), rubias, morenas, jóvenes o maduras, "d’ogni forma, d’ogni età". La pena es que nos tengamos que conformar con tener solamente a las que les gustamos nosotros, que suelen ser bastantes menos. El verano viene, el muy cabrón, a recordarnos esto cada año.

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18/08/98

Inmisericordia.

Si hay algo que no soporto es el mesianismo ramplón y ñoño, esa especie de afectación espúrea de mahatma de los buenos sentimientos o de apóstol franciscano con problemas de próstata, esa petulancia deleznable que hace hablar de amor en mayúscula con ojos entornados y la complacencia onanista de los iluminados. Pero si, además, estos discursos de párroco flatulento se utilizan para que una suerte de reunión de pijitos nacionalcatólicos intente darse publicidad a costa de una organización como Cruz Roja, el caso roza el borde de la impudicia. La semana pasada, Gerardo Batista, líder o gurú de los llamados Grupos Juveniles Parroquiales de Santo Domingo (un nombre peripatético que suena a jihad o a sucursal de "la ciudad de los muchachos"), un grupo de estos de scouts de galletitas, de niñatos acomodados cuyo máximo mérito consiste en cantar con cara bobalicona señor has llegado a la orilla, tuvo la desfachatez de reivindicar en este mismo medio no sé qué mérito en el renacer de la Cruz Roja de Sanlúcar, una especie de paternidad o patrocinio de valores o de sentimientos, en un alarde penoso de frescura casi chulesca. Con un afán mísero de recoger las migas de un éxito que corresponde al esfuerzo y al sacrificio de muchas personas, presa de una desesperación mediática como de publicista con hipoteca, intentó, desparramando un hilillo nauseabundo de demagogia biliosa por la página de opinión, utilizar a la Cruz Roja para citar su nombre en un medio de comunicación y, de camino, estampar el sello cardenalicio y evangélico de un cristianismo trasnochado sobre esta organización que tiene como lemas la independencia, la imparcialidad y la neutralidad.

En todo el mundo hay miles de personas que, sin necesidad de estar dándose golpes de pecho todo el día, sin necesidad de habitar bajo las faldas de los curas, sin rosarios ni triduos, dedican su tiempo y su voluntad a ayudar a los demás, impulsados no por el mito del hijo de un carpintero, sino por una conciencia ética y humanitaria que no necesita del exhibicionismo lúbrico de procesiones ni de ningún misticismo santurrón. A muchísimas de estas personas no nos llama ningún sueño de cielos o de palmaditas en la espalda de ninguna deidad gótica, nos importan un pepino los evangelios y el modo de vida cristiano nos parece una aberración contraria a la ética. Las cosas que hacemos estas personas, en Cruz Roja o fuera de ella, las hacemos porque creemos que están bien y porque nos sentimos bien haciéndolas, sin que nos lo tenga que exigir el chantaje de ninguna moral impresa y prehistórica ni nos inspire ningún patriarca enchufado tocado de virtudes esclarecidas. En Cruz Roja, muchos hombres y mujeres, creyentes y no creyentes, trabajamos por un fin común sin pensar nunca en las diferencias ideológicas o religiosas que pueda haber entre nosotros, y por eso me subleva que venga alguien a tratar de estigmatizarnos con el sello catoliquero, a monopolizar los buenos sentimientos, a atribuirse el mérito de nuestra labor y a quererse hacer protagonista o promotor de algo en lo que nada tiene que ver, en un intento envidioso de que su grupo desconocido, nulo, inmóvil, tome alguna relevancia.

Nuestro presidente es presidente porque, entre otras cosas, muchos de nosotros (incluso los ateos como yo) lo apoyamos, muchos que conseguimos derribar a la anterior dirección, rota de abulia burocrática e inmovilista. Fue duro pero al fin la Asamblea Local de Cruz Roja de Sanlúcar pudo renacer para mejor, y todavía llegará a más, lo puedo asegurar. Eso, desde luego, no hay que agradecérselo a ningún paladín del nacionalcatolicismo que, mientras, se limitaba a visitar a monjitas y a obispos y a poner en práctica técnicas de dinámica de grupo para hacer lavados de cerebro. Creerse, además, padre o patrón espiritual de la humanidad de nuestro presidente, hablar en su nombre como si fuera su representante, me parece una obscenidad y una falta de respeto intolerable. Desde luego, ni este señor ni sus iniciados tienen la exclusividad de los buenos sentimientos y de la solidaridad (ellos seguramente ni saben lo que es eso, perdidos en debates sobre el sexo de los ángeles y sobre la santidad de los gargajos del Papa). Si pensaba que la gente de Cruz Roja le iba a permitir sin más utilizar con tal desfachatez a esta organización para darse pavo, desde luego se ha equivocado de medio a medio. La próxima vez, si este señor y su grupo parroquial de monaguillos vocacionales quieren publicidad y relevancia, que hagan cosas, que se esfuercen por los demás como hace la Cruz Roja, y que no vuelvan a intentar, con la desvergüenza soberana con que lo hicieron la semana pasada, sacar tajada del trabajo y de las ideas ajenas.

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1/08/98

Estilo.

Da un poco de vergüenza hablar de literatura en esta página. Aquí, donde se asoman con un porte vagamente cinegético las cabezas de los personajillos de la semana, en el espacio reservado para avisar y evaluar las miserias pueblerinas del momento, esta columna de hoy, como una especie de sótano o de atalaya inversa de la actualidad, debe resultar chocante e incluso algo lastimosa, como un peinado pasado de moda o la letra lustrosamente monacal que tienen todavía aquellos que estudiaron en la escuela de Los Hermanos.

Uno ha sentido siempre un asquito pendenciero por la literatura académica, y le sigue viniendo un regusto de empacho marrón y pastoso al recordar los manuales de lengua y literatura del colegio o del instituto, esos que pretendían, con una empecinada bizquera mental, cautivar a los jovencitos a base de mester de juglaría, que te saturaban con listas imbéciles de recursos literarios y tipos de estrofas que uno memorizaba con un desapego automático y vítreo. ¡Cómo no estudiar ciencias, oh dioses, después del tropel de sopores medievales y de biografías que uno mamó sin vislumbrar siquiera lo que era el placer verdadero de la literatura! Me nació desde entonces una rebeldía algo gomosa en contra de las sinalefas y de esos esquemas quirúrgicos que detallan cómo hacer comentarios de texto igual que un Exin Castillos, esa especie de entrenamiento de mediocridad que aprenden a tragarse los estudiantes de letras con una mansedumbre de rumiante. Por eso yo, que soy de ciencias, siempre que hablo de literatura lo hago desde la intuición (que es la verdadera ciencia de las artes), pasando de escuelas y de catálogos de movimientos.

Decía hace poco mi admirado Francisco Umbral que la literatura del XIX ha muerto definitivamente, la literatura de historias, del contenido. La nueva literatura debe apoyarse, decía el maestro, en el estilo, la Forma como expresión más auténtica del arte. Las historias, las tramas, ya están en las películas y en las telenovelas, la literatura ya no es (no lo será nunca más) una contadora de sucesos. Cómo se dice, y no qué se dice, es lo que debe distinguir a la buena de la mala literatura. Alguna discusión sobre el particular hemos tenido en mi peculiar tertulia literaria (una tertulia que se reduce a un círculo de dos o tres amigotes, la mayoría de las veces demasiado borrachos o demasiado lúcidos para que se puedan sacar conclusiones provechosas a la mañana siguiente). Yo, con alguna reserva, soy más bien de la opinión de Don Francisco. Un escrito de estilo deslumbrante pero con una historia mediocre tiene la capacidad de invisibilizar este defecto. Pongo un ejemplo musical: la Flauta Mágica de Mozart es una obra maestra, a pesar de la estupidez del libreto, y en nada menoscaba esto la genialidad de esta gloriosa composición. Uno, en el caso en que la historia queda bastante por debajo del estilo, acaba por hacerse impermeable a la trama y se deleita sólo con el decir mismo de cada frase, de cada metáfora. Otorgo a esto un valor artístico mayor (o más puro, o más sublime) que lo contrario, una buena historia pero con estilo enclenque y facilón. Quizás por esto siempre he considerado a los autores de teatro en un escalón por debajo del resto de los literatos

Pero la forma, a pesar de ser lo más importante, no debe ser lo único. Algo más (un no sé qué de repelús o calambre de emoción) debe transmitir la literatura. Un ejemplo claro está en Juan Manuel de Prada. J.M. de Prada es genial en el uso del lenguaje y en su despliegue portentoso de imaginación en las metáforas y en las comparaciones, posee un dominio violinístico de las palabras y de las imágenes... pero es incapaz de expresar ternura. No le sale, no. Es demasiado flemático en su escribir, es incapaz de conseguir esa emoción irradiada y acogedora que es natural, por ejemplo, en Mario Benedetti. Todas las situaciones, las tristes y las cómicas, le quedan con una similitud genética de laboratorio, algo que le resta valor a su brillante prosa. Por eso yo prefiero estilo, sí, pero con matices; un estilo que no olvide que el arte tiene siempre como base la sensibilidad y no el malabarismo. Un escrito literario no debe ser ni un tratado de prestidigitación lingüística ni un folletín de los de Pérez Reverte (él sí que hace literatura decimonónica). En este caso, y sin que sirva de precedente (me pongo un poco aristotélico), un buen término medio es lo más deseable.

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