DIARIO DE CADIZ |
LAS HORAS TENDIDAS |
Algunos médicos se quejan de que se les mueren los pacientes de las listas de espera, en casa, en pantuflas, con el papel del electro en la mano, entre toses y palanganas, por culpa de la burocracia de nuestro sistema de salud. Los hospitales son grandes catedrales blancas donde vamos a rezarles a unos dioses huidizos para luego terminar muriendo en las escaleras, con gran civismo de muerto tardón y discreto. Es que no es fácil la tarea, y alguno siempre se queda por el pasillo, con el recado inútil de un volante o una ecografía, con la rúbrica autógrafa de la muerte, bella y enigmática como la partitura de un réquiem. Pero la cosa va bien, dice Celia Villalobos, esa vecina que se nos fue de ministra. Menos mal que aquí nos libramos por Pascual Pascual, que hace hospitales en vez de multicines y se los vende al pueblo el día de la Patrona, con mucho marketing de camisetas. Pero Pascual, más que nada, es famoso por haber sabido convertir esa pescadería humana de la sanidad en solaz del doliente, sobre todo del varón. A las convalecencias blancas y lánguidas de hospital, Pascual les pone la sensualidad corporativa de todas sus niñas en corro, ángeles azules en minifalda, doncellas con el rodete suelto, camareras con pantorrillas de café con leche, sirenas transparentes y silenciosas entre el vuelo de las sábanas. Pascual es el único que tiene enfermeras como las de Benny Hill, que te distraen al pincharte dejándote ver un muslo de linfa y seda —un muslo donde uno siempre espera una liga— y que te llenan las noches de gotero con unas fantasías febriles de zuecos, uniformes y carritos. Con la borrachera de la anestesia o los calmantes, es fácil imaginarse al señor Pascual correteando detrás de las enfermeras a cámara rápida, rijosillo y coloradote, igual que Benny Hill, y enseguida se va el dolor de lo que sea, con la risa. Estas cosas, en la sanidad pública, es que no las tienen en cuenta. Ésa es la diferencia. |