DIARIO DE CADIZ |
LAS HORAS TENDIDAS |
Ya sabíamos que somos un burbujeo de química, que hasta Newton, Verlaine y Bach hicieron todo su arte y su pensamiento a fuerza de fogonazos de neurotransmisores, en esa cocina crepitante y eléctrica del cerebro, que no es más que una gran sopa de iones locuelos. Pero ahora, el código de la vida, el genoma humano que abre sus hélices en un abrazo amigo, minúsculo, esencial, nos viene a explicar el ladrillaje de lo humano, el laborioso cableado de la pianola que es el hombre, y nos descubre que nos parecemos más a los gusanos que a los dioses. El hombre quería tener por dentro almas, teologías, un entramado bello y leve de huecos y espiritualidades, y se encuentra una arcilla barata compartida por el hermano gusano o la hermana bacteria, que nos prestan enzimas y metabolismos ciegos, universales y ateos. La espiritualidad es algo que se quiso inventar el hombre cuando vio que se parecía demasiado al mono o al burro o al perro, según. El que ha entendido esto mejor (en el fondo es un filósofo) ha sido Pacheco, que ha conseguido millones y expertos para colocarnos en el zoo un edén acristalado con chimpancés, todo para que no nos dejemos cegar por la soberbia que nos trae la ciencia y recordemos lo que tenemos de monos afeitados, de primates haciendo mojigangas y rascándose el sobaco delante de un espejo, como en el Gran Hermano. Uno ya adivinaba esto (la herencia reptiliana, el córtex de simio, el citoplasma de ameba hambrienta) leyendo la ley de extranjería o viendo la rapacería de Impulsa en El Puerto. Políticos, trincones, burócratas y otros especímenes hacía tiempo que nos habían dejado la sospecha de un mono sádico, de un virus chupador latiéndonos en la sangre. El silabeo del genoma nos ha traído una radiografía del alma humana en tres dimensiones, pero en vez del Dios de El Parvulito en alpargatas ha salido un gusano gordo y turbio, tragando lodo y saludándonos con una patita. Los gusanos, ahora que caigo, no tienen patitas. |