DIARIO DE CADIZ |
LAS HORAS TENDIDAS |
En el escenario, una llama de hambre y tabaco, una espiga canalla, ayunante de alguna religión alcohólica, golfo tierno que espanta a las suegras, que seduce a las niñas, a las malas niñas buenas, rapsoda genial, canino y noctívago, poesía ronca, insomne, una guitarra como una hembra tirana que se rinde por fin. Joaquín Sabina, que nos ha llegado ahora a Puerto Real con el atletismo de la música que son las giras de verano, empezó queriendo hacer poesía activista, esa colectivización del arte, y luego, con el tiempo y los cambios, se fue apaciguando el revolucionario y fue quedando más el romántico juerguista, el amante antiburgués, el destrozón del decoro. Pero la política, al fin y al cabo, no es más que un artificio burocrático para defender la moral y las hijas de los que mandan, y así Sabina sigue haciendo política mordisqueándoles las pantorrillas a las beatonas, cantando a las barras de los bares, a un piélago de pecados, a la carne como motor de la creatividad, de la inteligencia, de la libertad. Los personajes de Sabina, los macarras de Sabina, las mujeres sabias y malas de Sabina, las putas santas de Sabina, no son más que unos ángeles de libertad e insurrección, desnudos de alma que matan el estreñimiento hipócrita que han construido algunos con dioses, policías y bragas altas. Sabina es un violinista de las palabras, un poeta que se arropa en música, en el lagrimeo de un acorde, quizá por ese pudor que da la poesía desnuda (no saben, no escuchan los que le critican que las rimas le quedan monótonas, no miran la imagen como un martillazo que nos ha dejado en el verso). Pero lo que más nos gusta a muchos de Sabina es el infierno dulce de sus canciones, la herrumbre delicada de indecencia, fracaso, sabiduría y noche que siempre nos hace desear ser un poco como él, perro viejo con una sonrisa de lagarto nostálgico y ronco, místico de los cubatas y las minifaldas. Eso de querer ir muriéndose uno cerrando bares y besando labios en los espejos. |