DIARIO DE CADIZ |
LAS HORAS TENDIDAS |
Ismael llegó a Cádiz y toda la ciudad se arrodilló para olerle las chanclas. Siempre hay algo de glorificación de la arbitrariedad en el cariño que otorga la muchedumbre, en cómo elige la masa a sus dioses con una sacudida de hormiguero, con esa sincronía fortuita que les brota a las multitudes. La gente decide querer a un rey por una caricia a un niño, o a una folclórica por una lágrima que se le cae en el escote, o a un vecino por lavarse los dientes, como en este caso. La gente es así, y lleva toda la historia haciendo famosos, dictadores y mártires con el paganismo feroz del antojo, como un angelote inconsciente y caprichosito. Por eso no hay peor tiranía que la de las masas. Ismael es un chico simpático que ha despertado en muchos esa ternura que da ver a alguien en calzoncillos, y de ahí que lo hayan subido al cielo del barrio sin más virtud que la de ser completamente normal, o completamente vulgar. El Gran Hermano, más que otra cosa, ha sido un gran festejo de la trivialidad, aparte alguna gorrinada de jaula. La gente se siente cómoda y reconocida en la trivialidad, y prefiere ver a un señor cortándose las uñas antes que otra cosa que le recuerde su estupidez. Ahora, Ismael, este chico tan normal o vulgar, vuelve como una multinacional de sí mismo, vendiendo sus mocos a millón, con todos los micrófonos en la cara aunque no tenga nada que decir, y se le rinde una ciudad. Los chavales en las botellonas lucen pelo de pollo y las niñas degradan a Brad Pitt y cuelgan sus bragas al lado del póster del “pisha”, nuevo mito de su pubescencia. Hasta Teófila le saca toda la plata en el Ayuntamiento, algo cohibida, como si en vez de a un paisano recibiera a un rey africano en tanga, y lo hace pregonero del Carnaval rezando para que no se atasque mucho en las comas. Ya sólo falta que, con la marea populista, a alguien se le ocurra darle el Premio Cádiz. A ver con qué cara íbamos a mirar entonces al maestro Antonio Burgos. |