DIARIO DE CADIZ |
LAS HORAS TENDIDAS |
Venías en atardeceres blancos de autobuses, temiendo a todos los relojes del mundo, el amor guardado en una bolsa de plástico con galletas, tu equipaje breve de ternura y dulce, entre los brazos. Y yo esperaba verte allí, en la ventanilla alta, inaugurando la esperanza y el deseo, abriéndole el corazón a la tarde con una luz sagrada de lealtad y silencio. Y me acercaba, y saludaba a tu pelo de un color nuevo, esa bandera de ti que quería ya desplegada en mi pecho, y miraba tus manos de fumar lento y en ayunas, con anillos y cosas de colores, manos de adivinar en mí y espantarme monstruos, y tus uñas rojas y líricas, de hada o de sacerdotisa, delicioso círculo de cuchillos, posadas en tus rodillas como pequeños animales aguardantes. El preludio de tu cuerpo, tus ojos, tus dedos, tu nuca como el comienzo de una escalinata, recibiéndome entre el gentío con timidez y alegría. Recordar eso, para siempre. Recordar cómo iba contigo cruzando calles, plazas con árboles como enemigos tristes, un osario de coches y semáforos, buscando nuestro refugio, deseándote por las aceras, dichoso de inminencia. O cómo te levantabas una mañana y abrías desnuda una ventana, como un Picasso. O cómo me besabas la espalda y me cantabas una canción de muchacha, agotados y felices los dos. O un fin de semana bailando sin música, entre un verdor de montañas y ríos, aquel verano que fuimos incendiando pueblos blancos como homicidas enloquecidos. Eras una luna naranja prendiendo velas, rezándome en el amor, entregándose llorando, arañando las paredes. Eras una arcilla trenzada y pálida reinando bellamente en los espejos, o eras una mujer en humo y sal, volando descalza sobre los añicos de una humanidad vencida, durmiente y remota. Qué paz tibia y honda arrancándome del mundo, acallando a toda la naturaleza. Tú que me quisiste por encima de los estorbos de la tierra, que llegaste a mí despreciando la vida, tú mi amiga, mi cómplice. Me queda de ti mucho más que lo que me diste. Cómo no recordarte, siempre. |