ZOOM · Luis Miguel Fuentes |
Terminar en el cine como una jubilación con iluminadores, cambiar el despacho por un camerino, o mejor por una de esas caravanas donde se quedó la tristeza de un payaso enamorado o la peluca de una vieja actriz que se volvió loca. A Chaves quizá le ha atacado súbitamente todo este romanticismo y por eso ha declarado que no quiere irse de este mundo sin hacer un papelito en una película. Chaves lo mismo se ha dado cuenta de que la política es fea y que lo bonito de verdad es morirse de amor o de puñal en la pantalla, mientras llora la platea como una criadita. Chaves se nos muestra niño artista muy tardío justo cuando también nos enteramos de que Teófila se irá a Londres, de invitada al estreno de lo último de James Bond, a pisar alfombra roja pese a que se negara a salir en la película, seguramente porque se veía como una Marisol desgarbada. Ahí están nuestros políticos, pues, rozados por las arpas del artisteo cinematográfico, buscando seguramente un lirismo que no tienen. El cine y la política son ficción y trucaje, pero en el cine todo suele quedar estilizado bajo un terciopelo de música y luz, mientras que en la política las mentiras se quedan sin embellecer y los enanos sin maquillar. El cine, por ejemplo, es capaz de hacer con el paro la dura hermosura de Los lunes al sol o el brillante realismo tiznado de Ken Loach. Los políticos de por aquí, sin embargo, con ese tema sólo llegan a la propaganda mala del PER, esos anuncios que están entre los de la lotería de Navidad y los del Domund. Igualmente, si Orson Welles sacó a las brujas para su Macbeth de un auténtico casting de brujas aun contando con un presupuesto ridículo, aquí, Magdalena Álvarez, empeñada en hacer el mismo papel y con muchos más billones, queda falsa y con la nariz de plástico. El cine, otras veces, nos traía romanos con reloj, templarios en vaqueros o un sioux que se moría sucesivamente con desgana, y aquello nos parecía tierno y sincero. Esa mentira que se le perdona al cine, como a los prestidigitadores, esos cielos de cartón y esas transparencias que incluso a Hitchcock le salían torpes, todo esto en política no se puede consentir y aquí es donde se rompe también el paralelismo entre estos dos artificios tan de nuestro tiempo. Aunque en política haga falta a veces fingir y creérselo, como un actor del Método, está esa distancia que va del embuste al arte, y por eso uno no termina de tomar en serio esa vocación postrera de Chaves. Chaves en una vejez lírica, en un atardecer espiritual, como una expiación de las groserías de la política, quizá esto es lo que busca que pensemos. Decir que terminará su vida política como presidente de la Junta, sin más, es quedarse en funcionario en excedencia y en autoridad vitalicia. Pero, ah, acabar como artista, eso le deja el alma poética y con pose de paloma, lo que lo humaniza y dulcifica como si se hiciera pastor o eremita. Pero falta seguramente para todo eso, si es verdad, una eternidad, con esa medida cosmológica de la eternidad que tiene todo lo chavesiano, siempre lleno de futuros como horizontes y mañanas como galaxias. Chaves se ve de presidente andaluz hasta que se jubile de artrosis o de eras, y por eso se diseña una ancianidad de emperador artista. El cine como una petanca dignísima, ser actor para morirse recitando en vez de hacerlo dando conferencias llenas de retruécanos. Yo no me lo creo. Ni que termine de actor, aunque sea llevando una lanza, ni casi que llegue el día, un día en el que chocarán los planetas, en que se vaya de la política shakesperianamente, envuelto en una capa y en un trueno. |