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ZOOM · Luis Miguel Fuentes |
A la modernidad, al siglo, al
milenio, se le van viendo los signos en los cielos y en la tierra, los
pequeños apocalipsis en los barrios, las estrellas tuertas de basura
espacial en lo alto. El signo de los tiempos, que todos tienen uno o
varios, como logotipos sucesivos de la Historia. Saramago nos anuncia
que el fin de todas las civilizaciones principia en la basílica de un
centro comercial, y nos encontramos más bien con que, entre hecatombes
de vacas locas y radiactividades, la primera trompeta suena con la voz
dulce de una cajera con gorrita, en una pizzería donde algunos malagueños
tienen que ir a misa. Penitenciágite, el fin está cerca. La Iglesia, con su derrumbe de latines como menús, está empezando a morir con un Papa que se apaga y una contaminación de pizzas. El Anticristo está ya ahí, besando a los fieles con una capa crujiente de queso, toda la santa hagiografía a la carta, toda la teodicea cociéndose con una lentitud de almas al horno. Tome usted la Salvación en unas patatas de luxe y en una cocacola con sorbete, sangre negra de los nuevos dioses que vienen del horizonte resplandeciente de uranio y submarinos. El Apocalipsis quizá comenzaba con un párroco transustanciando un dios de tres ingredientes. Elija tres ingredientes para su dios, por el mismo precio. Nueva Trinidad del milenio: la anchoa, las aceitunas y el extra de mozzarella. Amén, así sea en la tierra como en la pizzería. El fin está cerca. Los vecinos de Guadalmar y San Julián, en Málaga, van a hacer su misa en una pizzería, con lo que la Iglesia desnuda del todo su principio de negocio y de especialidades del día. Es el fin de los tiempos o el comienzo de otros, ahora que el Papa nombra a una marina de cardenales y les bendice la moto para repartir el Evangelio calentito, misterios para tomar en el descanso del Madrid – Valencia, un poner. La Iglesia se da cuenta de que pierde fuelle, ya no llega a la gente. La gente ya no entiende que se le diga que el condón es pecado, y menos que se tengan que inventar todo un mural de dogmas y santos lacerados para catequizarlos en ese mensaje tan simple, eso de que no se puede follar a tontas y a locas (ésas son las más fáciles, dirían Les Luthiers), que por eso va uno al Infierno, que lo mejor es hacerles caso a ellos para ir al Cielo, que, aunque tampoco es un lugar, sí será ese estado de bendita estupidez eterna en el que uno prefiere tocar el arpa a meterle mano a la vecina. La felicidad, o sea. La gente, la juventud sobre todo, ya no entiende esto, y la Iglesia tiene que ganársela llevando todo su carretón de ritos, bailes y gastronomías a una pizzería, sitio que comulga más con los tiempos que denuncia Saramago, y hacer así una Iglesia chachi y un Cristo que se vaya pareciendo (qué horrible blasfemia) a Ronald McDonald, cantidad de guay y de divertido y que te regala un cochecito si cumple uno los mandamientos. El fin está cerca. O es que la Iglesia se adapta, como todo. Lo vemos en esto de llevar a los feligreses el domingo a la pizzería, o en el País Vasco, donde, por si acaso ganan los otros, les van haciendo un poco el juego para que, llegado el caso, no les conviertan las parroquias en ikastolas, y así poder seguir con el chiringuito de vender la Salvación en un cucurucho. Pero son los nuevos tiempos, la nueva religiosidad ludicogaláctica que viene con el menú infantil para toda la familia. El signo de los tiempos que se ve por Málaga, nuevo mercadeo de las almas cándidas, fiesta donde ya, entre los ingredientes y los globitos, no se ve la intención primigenia, que lo mismo un día fue sabia, hermosa e imposible. El fin, sin duda, está cerca. |