ZOOM · Luis Miguel Fuentes


Democracia continua

 

Hay varias guerras simultáneas por los pasillos de los continentes y por las calles enfierecidas, pues cada uno hace la guerra que puede. Está por un lado esa guerra que nos dicen que es contra los malos que viven en el bigote de Sadam, que es como el resumen puerco de toda la depravación, aunque luego los que mueran sean los más flacos e inocentes de su pueblo. Está por otro lado esa otra guerra de cómicos, rojos y flautistas contra un Gobierno encastillado en sus posiciones como en un alcázar flotante, guerra que luego ha arrastrado a la generalidad de la sociedad española. Esta segunda guerra está generando un debate importantísimo que los opinadores despachan con demasiada rapidez y sin audacia, seguramente para que no se les cuente entre los tamborileros de la revolución y las guillotinas. Pero ya pasó el tiempo de las revoluciones, las guillotinas están sólo en los museos de cera y lo que estamos diciendo algunos es, simplemente, que falla algo fundamental en nuestro sistema cuando el gobierno de una nación democrática va a hacer lo contrario de lo que quiere la amplísima mayoría del pueblo en un tema especialmente grave. No es éste un debate que haya que tratar con frivolidad, ni que se solvente con ese desdén que se les dedica a los herejes y a los sans-culottes.

La legitimidad la dan las urnas y no las pancartas ni las encuestas, que son sólo un expositor de quesitos. No se puede cuestionar nuestra democracia representativa porque sin ella sólo vendría un caos mogol y desarrapado. Hasta aquí lo que están diciendo muchos de los opinadores más correctos. Pero esto merece, creo yo, ciertas reflexiones. Uno recuerda que la Constitución dice que la soberanía reside en el pueblo. No dice, sin embargo, que la soberanía resida en el pueblo sólo una vez cada cuatro años. Esta soberanía no se disuelve después de los recuentos, sino que queda ahí su espíritu como una luminaria. Sin embargo, a lo que estamos acostumbrados es a que, una vez configurados los parlamentos, una vez distribuidos los escaños como en un olimpo de funcionarios, ese espíritu se apaga y todo lo mueven las decisiones únicas de los partidos, levantando cientos de manos con el mismo botón y creando mayorías muy democráticas en reuniones de cuatro. Es una contradicción que a uno le parece principalísima y que normalmente se obvia.

Nuestra democracia tiene varios problemas que va llegando la hora de intentar solucionar. El primero es la “demasía delegativa”, tal como la llama Vargas Machuca. El ciudadano ha ido delegando cada vez más responsabilidades en sus representantes, de manera que ya se limita a dar un paseo cada cuatro años, echar una papeleta y volver luego a su vida, que es muy cómodo. El ciudadano no participa, se vuelve pasivo ante la política, que forma enseguida aristocracias en su nombre. El sistema de democracia representativa supuso un avance importantísimo para las libertades, pero hay que recordar que fue ante todo una solución práctica, pues las aldeas mandaban a uno a caballo a reunirse lejos, con los otros, porque no podía ir todo el pueblo en caravana. Nadie quiere ir hacia atrás en esto. Pero se puede seguir yendo hacia delante. Y esto se consigue aumentando la participación diaria del ciudadano en la toma de decisiones.

La tecnología actual ya nos lo hace posible, y seguir mandando a uno a caballo no es la esencia de la democracia, como creen algunos, sino una costumbre añosa como una diligencia que podría eliminarse, al menos en parte. Leíamos el otro día aquí una noticia sobre la firma electrónica que Abengoa va a implementar para la Junta. Eso permitiría al ciudadano actuar sin representante intermedio en muchas ocasiones, hacer política directa. ¿Es esto la revolución, el caos, la muerte de la democracia en favor de los gritones de las pancartas? No, sería una democracia mucho más pura, la democracia continua, sin cheque en blanco a los partidos. Pero no lo van a permitir. ¿Qué sería entonces de la casta política? Aquí está la raíz del asunto, no se equivoquen.

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