ZOOM · Luis Miguel Fuentes |
En el Congreso habían sacado una urna como una pagoda, pues se esperaban los votos igual que misterios, rezos o vergüenzas de monje. El voto secreto, el voto en conciencia que dicen, es una ceremonia extrema como un exorcismo y por eso parecía que los diputados fueran a atravesar unas brasas o a hacer un intento de levitación delante de doña Luisa Fernanda Rudi. Pero al final todos demostraron tener una conciencia muy uniforme, que algunos llaman lealtad, otros disciplina y otros (esto le pegaría a Arenas) cohesión de partido. El PP votó como un solo hombre y la cosa quedó en paseíllo y en ver por un día a la democracia en parihuela. La traición da pereza o da miedo, pues a lo mejor Aznar lo ve todo como un Corazón de Jesús. La tentación de una urna que invitaba al pecado con fragancias de madera y penumbra no fue suficiente para unos parlamentarios que habían sido llamados a zafarrancho. El Hemiciclo fue un búnker y no una gallera, que era lo que se habían propuesto algunos. A las mayorías les cuesta darse la vuelta, como a los portaviones y a las pirámides. Dentro de los partidos, la discrepancia por ideológica o conciencia es una rareza, como si les saliera un albino en las listas (Aznar sabía que no tenía albinos entre sus diputados y por eso había hablado tan tranquilo y tan cesáreo antes de la votación). Es una rareza porque la ideología es algo que en los partidos se mueve para fuera, hacia las imprentas de pegatinas, pero que en el interior nunca se toca, como la lanza del jefe. En cuanto a la conciencia, ya sabemos que es algo que no tiene nada que ver con la política. O sea, que al partido se entra para hacer número, hablar en coro, sentir su protección de toldo y de espalda y esperar luego un cargo. Nadie se vuelve contra la familia si antes no se ha buscado un techo fuera, y por eso la única disidencia que se entiende es la del transfuguismo, esa mudanza de carne contra la que todos protestan pero ante la que nadie hace nada, pues es otro de los usos de nuestra democracia que se sufre y disfruta por turnos. Pero alejarse del partido heroicamente, ofendido como una dama, orgulloso de decencia y escrúpulo, es raro y sospechoso, porque nada mueve más a la desconfianza en los partidos que alguien que ponga su dignidad y sus convicciones por encima de la música que le tocan desde arriba (que le pregunten a Pimentel). Estos son los verdaderos traidores, ya que no es sólo el desprecio a las siglas como a una madre, ni cambiar el voto por otro de distinto color, sino que al pensar por libre van contra esa monarquía de obediencia sobre la que se sustenta todo su sistema. Quizá es por esto que a los concejales del PP de Almonte huidos al grupo mixto, entre otras cosas por no estar de acuerdo con la postura oficial sobre el conflicto de Irak, los estén poniendo de aprovechados y rencorosos. A los partidos políticos nada les gusta más que la unanimidad y ese desfile de gente repetida igual que sus trajes, dando una democracia de comulgantes, sencilla como una suma, dócil como un besamanos. Vuelve a aparecérsenos, así, esa imagen de los parlamentos con resorte y de los partidos como aplanadoras. Cada vez se siente uno más lejos de esas colmenas que dicen representarnos pero sólo atienden a la mirada azul de su Pantocrátor, que es lo que es Aznar ahora mismo. Me resulta triste ver las votaciones del Congreso y sentir que son ceremonias ajenas, como si estuvieran eligiendo sólo a la reina de su fiesta. En el Congreso no hubo traidores. Pero hay otros que ya han planeado dar la vuelta a su voto, por las calles y las plazas de este país en el que Aznar ha conseguido que hasta vuelva a haber revolucionarios. |