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ZOOM · Luis Miguel Fuentes |
Pedro Pacheco se va al grupo mixto, a ser él el grupo mixto, a apagarse en una esquina quieta del Parlamento Andaluz, como un oficinista viejo que da la última cabezada en el cuarto de las escobas. Pacheco hace esto en un postrer gesto de coherencia con el ideal de todo nacionalismo, que es el encierro y la pequeñez. El nacionalismo tiene siempre el instinto de quedarse mirando hacia dentro, hacia los prados imaginados del alma que todo nacionalista cree que le nacen en el pecho, como una fronda de banderas. El nacionalismo añora plegarse en un bolsillo del chaleco, vivir como un molusco entre los propios intestinos, volver al útero de sus fantasías, encogerse en un rincón para soñarse. El final de todo nacionalismo debe de ser ése, quedarse en la tribu de uno mismo (Pacheco o Arzalluz), atrapado en el bucle melancólico de sus digestiones, que piensan que reverberan, de alguna manera, en el estómago de su nación más o menos inventada. Uno aprecia la sinceridad de Pacheco, esa aceptación de la soledad como patria verdadera del nacionalista, más que lo que hace el PA, que ha escogido el nacionalismo de la pegatina y de un himno donde ya algunos no quieren mencionar al enemigo (el nacionalismo requiere otra nación enemiga que oprima, a partir de la cual construyen todo su sistema, por contraposición). El PA hace el andalucismo folclórico y funcionarial, conquistando despachos en el nombre falso de una bandera, y Pacheco, pastor montaraz, prefiere quedarse ensimismado en su escaño alto, contemplando la vaca y la plaza del pueblo, con una yerba en la boca, mirando el horizonte en un cercado. Pacheco, la dignidad del político solo, su levitón triste de fracaso y orgullo, el político abstraído en esa elegancia de ponerse el sombrero todos los días para el espejo y sus recuerdos. Pacheco va solo, con la única multitud de su nombre, y habla con el presidente del Parlamento Andaluz con una añoranza de plurales. Es el hombre solo que todavía imagina un ejército de Historia y pueblo haciéndole el coro, es la multiplicidad indivisa que se mantiene erguida con el sostén mínimo de la corbata, es la orfandad de gente que todavía no nota, como una pierna amputada. Pacheco es ya un fantasma distinguido que se desplaza con un cansancio escocés de cadenas y siglos por los pasillos de San Telmo, que ya sólo asusta por costumbre y por sentirse vivo (los fantasmas se creen vivos). La soledad, que es el último empecinamiento del derrotado. Pero el escaño solo abruma, entristece, cansa. Ahí tenemos a Felipe González, que también es una isla arrumbada en el PSOE, el viejo que se tiene aparcado junto al aparador por no caer en la infamia de defenestrar a un tullido. Dicen que Felipe González quiere irse, está asfixiado de solo y de histórico, harto de cargar con el baúl de hombre-estado. Ese escaño que señala su soledad, que aprieta con el síndrome de la clase turista de los políticos. González quiere dejar un Congreso al que ya no va, quiere marcharse por no terminar muriendo en una cabezada de aburrimiento y suficiencia, que es lo que acaban haciendo todos los políticos abandonados, si no se retiran antes a un pazo o a dar conferencias. Pacheco está solo pero dice que no es su fin, que le queda su escaño en el Parlamento Andaluz como una atalaya siempre verde, y que luego volverá si acaso con algún partido de vecinos que le canten las alabanzas. González ya no podrá volver. Pero serán los dos ya, para siempre, políticos solos, grandes duques de un imperio que se perdió en una mudanza, hombres varados eternamente en la nostalgia, hablando para ellos o dando mítines a las columnas. Pacheco y González se mueren en el panteón de los políticos solos. Son dos ángeles de piedra que llaman, con su último aleteo desmochado, al recogimiento, a la ternura y a la piedad. |