ZOOM · Luis Miguel Fuentes |
En la guerra son papel ante los cañones y son ojos ante los cuchillos. Si el hierro se derrite y arde el hormigón, qué pueden hacer ellos, cartón humano; si un amanecer en punta traspasa las corazas del guerrero y las cadenas de los tanques, qué facilidad no presentan sus ojos abiertos, atentos a todos los filos que se mueven. Estaban retratando la guerra tan sucia, como aviadores pacíficos sobre azoteas y cráteres; estaban escribiendo la guerra que nunca deja decir las verdades. Julio A. Parrado, José Couso, no eran aventureros ni locos sino caminantes, atalayas, testadores. Hacían su trabajo de cristal entre las bombas. Ahora, ellos están muertos. Mueren los héroes, nacen las estatuas; los generales y los pontífices suben a los cielos como santos muy gordos. Muere el pueblo, gritan los tullidos y las esposas; pasa un cuchillo largo y lento por cada casa. Muertos con nombre, los que quedan, honor de una batalla, de un castillo vencido como una mujer altísima, de un país que se quemó como una estopa de trigo, dedos de oro que partieron reinos que eran hogazas. Y los otros muertos, los muertos sin nombre, muertos apilados, muertos como cortezas de sí mismos, carros de ahogados que da la tierra, sacos con todo el despiece de lo humano, vasija reventada de los muertos, los muertos del cataclismo que es la guerra, que sólo dejan un número, esa vibración breve con la que se apagan las almas muy lejanas y pequeñas. La
indeferencia ante la muerte amontonada, no saber sus nombres ni biografías,
encallecerse de muerte, ser el sepulturero que mira a los muertos como
el trabajo fastidioso sobre un hongo podrido. Dicen que hay que escribir
acerca de la guerra y no pensar más que en su contabilidad, en su
geometría, en el baile lento de los ejércitos y las políticas. La
guerra se iba haciendo lejana, todos los muertos eran ya esqueletos en
un museo, un decorado barnizado y una sillería de calaveras. Hasta que
nos retumba el nombre con contundencia de lápida, hasta que nos cuentan
su vida, hasta que vemos su pueblo llorando por las plazas, en un réquiem
con naranjos, y vemos a sus padres encorvados, y los vemos a ellos, los
muertos, como espectros en televisión: el joven con su cara de niño y
de ciclista, el reportero con su fusil inverso de recibir toda la
miseria de la guerra sobre el hombro, grabando en un último segundo
larguísimo a sus asesinos. Les han faltado apenas horas, a Julio y a José, para poder contarnos la gran Victoria, los tanques americanos paseando por Bagdad como carrozas, los iraquíes en camiseta arrojando zapatillas a la estatua de Sadam, afeitándose las barbas en los parques, saltando sobre la barriga de bronce del dictador. La gran amenaza mundial ha caído en veinte días, oponiendo sólo una fiereza blanda y fingida, igual que un tigre de fieltro. Su cañones eran gárgolas, sus suicidas eran fakires y sus temibles armas de destrucción masiva eran líquido para los yerbajos. Pero sabemos por Julio, por José y por otros, todo lo que pasó, el ancho alfombrado de cadáveres y vergüenzas que ha llevado a esta Victoria. De Julio y de José conocemos sus nombres, sus biografías, escuchamos a sus amigos recordándoles en una comida o en un chiste que contaban. Hemos llorado por ellos. Pero nos han dejado mucho más para sentirnos siempre orgullosos de lo que fueron e hicieron. Nos han dejado en sus crónicas las otras víctimas desconocidas, las grandes mentiras que confundían misiles con pepinos, la realidad sin disimulo y sin propaganda. Y nos han dejado sus nombres para que, ahora que llega la Victoria obscenamente como una vedette, recordemos a través de ellos a todos los otros muertos de esta guerra infame y a los canallas que la hicieron. |