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Luis Miguel Fuentes |
Ya no nos asustan los muertos, los que vienen en su procesión de noche y agua, desde la tumba movediza de la profundidad, desde el buque despanzado de su muerte, columna de peces humanos que cavan la arena con una última dentellada espeluznante y atroz. Ya no nos asustan los muertos de tan silenciosos y tan fieles, de tan llegar a la muerte con el convencimiento y la puntualidad de los mansos. La costa andaluza ya tiene un reborde de carne difunta plegado al costado del paisaje, ha formado su arboleda horrible de tibias y dedos, ha adunado una muerte caliente que pisan los niños, que comen los pájaros, que bendice la marea. Pero ya no nos asustan porque todos los días nos amanecen los muertos, vienen los muertos desde la madrugada como un frío o una niebla acostumbradizos, y no hay ya sino un saludo de desgana y práctica. Vamos acarreando, otra vez, los muertos como caballos podridos, perdida su humanidad entre el horror y los números. Un niño, una madre, diez, veinte, cien, éstos o los otros miles que se tragó la tierra, allá por las escombreras del planeta. Qué más da. Ya no nos asustan en su multitud tranquila y descoyuntada. Podemos volver a la paz del desayuno. Occidente, Norte, qué vergüenza, qué asco de civilización, qué prepotencia de oro y banqueros. Ni las bolsas ni las fusiones, en su fiesta de calvos orondos, tiemblan con estos muertos. La globalización se ha dejado el mundo en la esquina como un paraguas y África está en otro planeta de pobres, a unos cuantos kilómetros, sangrándose en muertos que Europa engulle y eructa. Los muertos, los inmigrantes, vienen con su cuerpo, con su hambre, con su muerte y con su metáfora, y no hacen sino volvernos como un eco de la injusticia y el saqueo, resucitados de ese cementerio de vileza sobre el que el mundo rico edificó sus muros altos, sus balconajes de dinero, sus blasones de hueso de pobre. El inmigrante, el muerto, que creen que vienen a morir o a trabajar, pero en realidad están aquí para traernos el recuerdo y la vergüenza, para preguntarnos, sin querer, por qué vendemos armas a sus reyezuelos sanguinarios, por qué consentimos sus dictaduras de cocer exploradores en perolas, por qué amamantamos a sus tiranos, por qué tienen ellos que padecer miseria y mar para engordarnos a nosotros y a sus dirigentes caníbales, tan hermanos de los de aquí. Pero, ay, los reglamentos, la póliza del funcionario, el vivo que tiene que irse para regresar luego y el muerto que ya tiene sus cupos de muerto. Eso es la Ley, la Justicia, la Democracia, la Civilización, y algún político se quitará las gafas y nos dirá que lo otro es demagogia y que aquí estamos para servir a la eléctricas y no para hacer de misioneros de negritos, déjense de tonterías. A ellos tampoco les asustan ni les preocupan estos muertos, que no van al híper ni saben echar cuentas en euros, estos muertos que se limitan a llegar abriendo las aguas para despeñarse luego en nuestras playas como cervatillos frágiles y devotos. Montones de muertos que ya no nos asustan, cedazos de piernas y lenguas con los que ponemos a jugar a nuestros pequeños: los queremos ir acostumbrando, pronto, al mundo, a la realidad, al egoísmo. A la felicidad. |