Los días persiguiéndose
Luis Miguel Fuentes

17 de julio de 2003

El ladrillo

El ladrillo es lo que más arde este verano, con su boscosidad de piedra. De Madrid a la Costa del Sol, la construcción pudre los valles y pudre a los políticos. Aquí no mandan los rancheros del petróleo ni las multinacionales del software porque no hay. La mitad de España vivía en chamizos hace nada y un piso era como un aeroplano donde además no cabía la vaca. Todo estaba por levantar en este país de pastores, y es por esto que nos ha acabado dominando la casta catetoide de los constructores, que empezaron en el pueblo con una quiniela, un hotelito o un gobernador amigo. El signo de la modernidad nos llegó con los pisos comiéndose las huertas y los navazos, todo eso del desarrollismo que ya nos ensañaba Alfredo Landa en sus películas por Torremolinos o por ahí. A una España de cuevas y confesionarios llegaban las suecas (todas eran suecas aunque fueran australianas) con los pies sucios y las tetas alegres, y aquí se levantaban chalés, plazas de toros falsas y unos bungalós que a la gente les sonaba como a puticlub. Los adosados eran una cosa galáctica, las urbanizaciones eran acuarios para tenistas. Sólo en un país de aldeas podía ser esto una revolución, sólo en un país bosquimano de adobe y palo puede sostenernos, todavía, la economía palurda del ladrillo.

Convertidos los pueblos de pescadores en dunas para edificar, los ayuntamientos no podían sino acabar en intermediarios de esa riqueza pelada. Ahí estaban una cuadra o un descampado de donde podían brotar mágicamente millones como bulbos, a ver quién despreciaba eso. El municipio se convirtió en un negocio de cuadriculado y recalificación. Las concejalías de urbanismo se hicieron tronos y los comisionistas acampaban en los consistorios. Así sigue siendo. La altura de la economía del ladrillo nos ha dado la altura de nuestros políticos. Sólo en la cumbre, sólo de ministro para arriba, se las ven con los grandes banqueros atinajados y las empresas transoceánicas. Por debajo, para la masa granulosa de concejales, diputados provinciales y otros rondadores de la cosa, el pesebre lo ponen las empresas constructoras. Es ese landismo grosero el que sigue sujetando por debajo las otras inelegancias de la política de altos vuelos. Antonio Ortega, ese sacamuelas, lo ha dejado bien claro pidiendo que se mire para otro lado en la corrupción urbanística. Ortega, ya lo ha demostrado otras veces, es un reidor de la corrupción en general, que le parece un sustento inevitable y simpático del sistema. Hay un dinero basto y playero que viene con todo eso y que a Ortega le parece que no hay que despreciar. Sus socios del PSOE no lo dicen así, pero no van a malgastar tampoco aquí mecanógrafas en ninguna investigación ni en buscarle pozos negros a cada chalé, que además es muy trabajoso.

La política, lo vemos cada día, comienza en el ladrillo, es su primer tenientazgo y su primer bocado, aunque luego llegue a las marinerías de Europa y a la macroeconomía que es un tute. Nos queda esta herencia paleta de cuando España era toda un páramo atravesado por carretones. Arde el ladrillo en este verano, empieza a consumir a un panoli que se despistó en Madrid y puede terminar incendiando el país entero. Pero los PGOU siguen saliendo a subasta y los ayuntamientos tienen ambiente de güisquería. En los pueblos, los políticos y los constructores se llaman cuando cae la noche, como amantes en calzoncillos.

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