Los días persiguiéndose
Luis Miguel Fuentes

28 de agosto de 2003

La locura de Maragall

Nunca me pongo de pie con ningún himno, porque una Patria debería ser una oficina, y no el dios para canallas y simples que es en realidad. El Estado es un convencionalismo contractual y no tiene más alma que un cántaro ni más sangre por debajo que la que derraman sus locos. No están los nombres de las naciones verdaderas tallados en el Cielo, no hay Volksgeist, espíritu del pueblo, más que para inspirar sinfonías y asesinatos. Todo esto quizá fue necesario una vez, cuando los hombres se tenían que comer a los de más allá de la colina o ver a sus hijos empalados. Tierra, ejército, un dios para la batalla. Hoy, al menos en Europa, eso es arqueología. Pero ahí están los nacionalismos arrimándose montañas, fundándose cada día a partir de un rayo caído hace siglos o de una Virgen que apareció junto a un leño. No hay que buscar su origen en la Historia, sino en la psicología. El sentimiento de pertenencia alimenta a los melancólicos y consuela a los frágiles. El grupo es lo que nos queda de la cueva, y fuera de la cueva hace frío y rondan los tigres con dientes de sable. Nos sigue quedando todo eso al ser humano, aunque miremos a las estrellas y viajemos sobre electrones.

La locura de Maragall no lo es porque quiera pudrir España por los picos. España fue en su nacimiento no más que un matrimonio que copulaba ante los crucifijos y sus nuncios. No ve uno España como ninguna Trinidad con ríos, igual que no ve uno la Constitución como una Biblia. La Transición la hicieron los franquistas y la Constitución tenía como misión no enfadar demasiado a los espadones y que siguieran mandando los de siempre, reconvertidos entre palabras nuevas y latines viejos. La locura de Maragall, como la de Ibarretxe, no lo es porque quiera romper la España eternal de Don Pelayo, que no era España, ni la de los Austrias, que tampoco lo era. Lo es porque quiere revertir la flecha de la Historia con cánticos payeses. Los estados modernos cumplieron su función hasta que el planeta se quedó pequeño como un comedorcito. Desde entonces, las organizaciones supranacionales han ido quedándose con los símbolos y poderes del Estado, moviendo ellas los ejércitos, las políticas, las monedas, los bancos centrales. Los viejos estados se iban transformando en una pirámide de oficinistas que quedaba por debajo, más una literatura y una selección de fútbol. Cualquier otra cosa es volver a la tribu, y eso es lo de Maragall, una tribu de monjes, pastorcitos y escanciadores.

En Andalucía, Chaves, que ha apoyado esta majadería, tendrá que explicarnos si la tan traída reforma del Estatuto va a ir por la misma vía que los flipes de Maragall. El logro de nuestra autonomía, que dejó héroes igual que dejó vividores, fue una descentralización necesaria que quizá se ha acabado convirtiendo en una manera de seguir igual de pobres nosotros solitos. Pero una cosa es la descentralización, que es una libertad para que los pequeños se administren sus dineros, sus esfuerzos y sus fotocopias, y otra esta locura. Este “federalismo asimétrico” no es sólo una gradación de autonomías en castas y un dejar que vaya gobernando la Dama de Elche que tenga o se busque cada cual. Este “federalismo asimétrico” se nos presenta ya como un retorno a los castillos y a una Europa descuadrada de fronterismos meneones. Todo para que a algún bardo mustio y rencoroso le salgan más bonitos los romances, engarzando en rimas los valles catalanes con los franceses, que suenan igual a tierra de vacadas.

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