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Los días persiguiéndose |
4 de septiembre de 2003 El Estatuto
Yo estaba todavía en el colegio y teníamos héroes baloncestistas, una lista de lagos de Europa y un mural de las plantas fanerógamas. El librito que nos dieron entonces era blanco y verde y pequeñito como si sólo contuviera un abecedario, pero allí estaban la Constitución y el Estatuto de Autonomía. Recuerdo que el Estatuto me pareció muy breve, y fue una sensación como de vivir en un lugar que merecía poca letra o de que eso de la autonomía era una simplificación igual que la de resumir Europa en una lista de lagos. Todavía conservo aquel ejemplar, que guardo al lado de ese cuadernito que ya no sé si era naranja o amarillo en un principio, una edición barata y como hecha en una panadería de la Constitución que le dieron a mi padre antes del referéndum, cuando todo pasaba por su niñez igual que uno y ese papel era como una cartografía nueva del mundo. Aquella cosa escueta y amanecida que fue el Estatuto luego dio para una frondosa burocracia y hasta para una moda de llevar ancha la faltriquera, y ahora nos va a dar para mucha distracción. Cuando la política ya ha resuelto todos los problemas, está claro que sólo le queda la metafísica, y en eso se ha metido ahora el PSOE, en los modelos de Estado como una teosofía y en cambiarle el aire a las postales de España. Mientras Aznar elegía a su delfín entre barcarolas y retratos de monja (por eso ha salido Rajoy, que es un poco una monja con barba y con truco), las baronías del PSOE planeaban una España movediza que por Cataluña se convertía en ducado y por Andalucía nos traerá la reforma del Estatuto, ya que desde aquí no podemos invadir Francia. Lo mejor de reformar el Estatuto es que es una cosa trabajosa y ensimismada como un concilio y en eso puede gastar el PSOE regional todas sus palabras y todas sus inspiraciones sin que tenga que hablar de nada más. Cada coma y cada retruécano requieren su iluminación, su tiempo y su ángel, y no es plan de estar pendientes de la economía o del paro cuando se les puede ir ese verbo definitivo que nos resuelva todo. Cuando se está haciendo de la política un poemario y una cristalería primorosa, las viles zozobras ciudadanas es que resultan frívolas. Piensa uno, leyendo el Estatuto, qué querrán cambiar. Podrían ser los objetivos que se señalan para la Autonomía. Veamos. Por ejemplo, “la consecución del pleno empleo en todos los sectores de la producción y la especial garantía de puestos de trabajo para las jóvenes generaciones”. También, desde luego, “el aprovechamiento y la potenciación de los recursos económicos de Andalucía”. O quizá “el acceso de todos los andaluces a los niveles educativos y culturales que les permitan su realización personal y social”. Puede que incluso ese apartado que habla de “la constante promoción de una política de superación de los desequilibrios existentes entre los diversos territorios del Estado”. Todo esto no debe de gustarle demasiado al PSOE andaluz, pues les suena a recochineo, y seguramente quieran sustituirlo por metas más modestas, como por ejemplo que coincidan el número de funcionarios de la Junta y el número de grapadoras de sus oficinas. Da una pena intensa y agropecuaria leer en el Estatuto estos objetivos y ver que están tan lejos de alcanzarse, veinte años después. Hablar de federalismos, virreinatos y esfericidades sólo parece, en nuestra situación, el insulto que nos dirigen unos ociosos. No nos falla la letra del Estatuto. Nos fallan ellos. A ver quién los reforma. |