ZOOM · Luis Miguel Fuentes


Fiebre

 

La fiebre, el temblor de la fiebre, la llama que corre por el cuerpo blando, un animal pequeño de fuego que se asoma a las mejillas para pedir agua y aspirinas. La fiebre, el crepitar mudo de la carne que arde por dentro consumiendo su leña de fluidos, ese misterio de una hoguera de sangre y linfa. Escribo con fiebre, con el lengüetazo ácido de la enfermedad en la nuca, un catarro, una bronquitis, algo. Tecleo con fiebre y tiritonas, me veo las manos blancas y húmedas, las manos como un filo desmayado del cuerpo enfermo. Escribo huido de la cama, del pozo tibio de la fiebre, tentado de dejarme hundir en ella, de dejarme arrastrar hacia una paz sudorosa, callada, estremecida de pequeños sobresaltos. La fiebre, el vidrio de la fiebre, abomba el mundo y viene a ponerle a mi duermevela una mano verde de surrealismo, engendros y alucinaciones. La fiebre ha ido haciendo su digestión de cosas oídas o leídas y me devuelve imágenes descabezadas, voces retorcidas, una papilla negra con densidad de sudor y noche.

En mi fiebre retumba la monstruosidad arácnida de una frase, una frase que suena como un latigazo o un entrechocar de aguijones: “Los moros, a Marruecos, que es donde tienen que estar”. La fiebre multiplica su sonoridad de mazmorra y de aullido. La fiebre me hace dudar si es verdad, pero consulto los periódicos y la frase está ahí, entre las letras que se me amontonan, la frase con una estridencia de escupitajo, manchando la página. La frase que alguien dijo en el Parlamento, en la Mesa del Parlamento. El racismo, la xenofobia, decían que era una cosa de cuatro aldeanos que salen a por el moro que les afea el pueblo y les quita a la moza, pero ahora ya hemos visto que llega más alto, va rondando obscenamente las torres del Parlamento, va enlodando el verbo de algunos de nuestros representantes, va urdiéndose su ideología y ya habrá quien, justificado, quiera zumbarle al moro, al negro y al polaco con una espada de fuego y ley.

En mi fiebre retumba también la tristeza hindú de esos inmigrantes que entran como a caballo pero sin caballo en una iglesia, a pedir asilo como cruzados enflaquecidos, a morir debajo de un Cristo, a tender una manta frente al sagrario de un dios sordo, a buscar consuelo en la mirada de mentira de una Virgen piadosa cuando el párroco está dando un cursillo prematrimonial. Mientras varios arciprestazgos andaluces confirman su apoyo a los inmigrantes, iluminándonos con esa gran verdad de que la ley civil y la ley moral no siempre coinciden, al Arzobispo de Sevilla, por el contrario, no le gusta eso de los encierros en las iglesias. Dice que porque hace “claudicar a la democracia”, pero adivinamos que es más porque le afean la capilla y asustan a las beatas y levantan a todos los ángeles de piedra en un aleteo enloquecido y hembra de palomas hacia los techos. Antes, a algunos emigrantes un dios les abría las aguas y hasta les mataba enemigos si hacía falta. Ahora, los usufructuarios de ese dios dicen que una iglesia no está para reivindicaciones ni gaitas. Será verdad. A una iglesia lo que le pega es un bonito pregón de Semana Santa, con su kitsch de ripios, platales y capillitas idiotizados, y no una turba de indigentes escandalizando a los santos y estropeándoles el ensimismamiento de mantenerse en sintonía con la divinidad, que está por ahí en sus cosas.

Pero es la fiebre, seguramente, la que me hace ver esto así. Cuando se me pase este catarro, gripe o lo que sea, lo mismo seré capaz, como tantos otros, de ver la hermosura de la ley, el ribete dorado de su espíritu de sentido común y justicia. La fiebre, además, me ha hecho escribir una columna confusa y rara. Menos mal que la fiebre pasa. Otras cosas, no.

 

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