Los días persiguiéndose
Luis Miguel Fuentes

23 de octubre de 2003

La Jura

Con sargentones borrachos, con pastores pajilleros de varias provincias, con cañones como pasados por el desierto o una carbonera hice yo una mili de viejo, de universitario y de descreído, una mili como una africanía, esa suciedad viril de lo militar y lo analfabeto, mundo de letrinas y cojones que a uno, chaval de libros, le hacía sentir un poco adoncellado. Yo desfilaba pelón, ensayábamos la jura de bandera que iba a ser como una comunión de machos y nos hacían sentirnos felices de que sonaran todas las bayonetas a la vez. Poco después de la mili, un oficial de la nueva hornada me confirmó lo que yo ya sabía, el bien medido sentido de aquella instrucción, de aquel primer mes de barrigazos y besos al fusil: la uniformidad, la sincronía, los himnos, la degradación, la desindividualización; todo estaba dirigido a convertirnos en un resorte. Nos estaban enseñando el reflejo de obedecer sin pensar. Y de morir alegremente: Había una cancioncilla, La muerte no es el final, llena de pasión e infantilismo, de paroxismo y cristiandad, con la que nos querían convencer de que había un Valhala para los valientes, como una cantina luminosa y tibia para el soldado después de que reventara. Juré bandera con unos guantes blancos, como si fuera un mayordomo nigeriano; luego me hicieron cabo y terminé la mili aburrido en una oficina, manejando estadillos y haciendo guardias contra fantasmas. No tuve que derramar hasta la última gota de mi sangre por la Patria, como nos hicieron jurar. Otros sí mueren ahora, aunque ya es su trabajo. Pero las patrias y las banderas siguen siendo el engaño para que quieran morir sin quererlo los más simples. Desconfío de los desfiles como de las borracheras. Desconfío de las banderas como de todas las simplificaciones.

La Subdelegación del Gobierno de Cádiz ha invitado ahora a todos los cargos públicos, y como conmemoración del 25 aniversario de la Constitución, a una jura de bandera en Camposoto, allí donde lo hicieron tantos reclutas en unas ceremonias numerosas y soviéticas, pensadas como para que se desmayaran de emoción las novias o los coroneles. Este gobierno está obsesionado con las banderas (cuando vi la de la Plaza de Colón me pareció hortera igual que si hubieran colocado allí la cara gigantesca de Manolo Escobar), y esta obsesión obedece al intento de recoger todo el país, la política, la economía y hasta nuestros soldaditos en tierra extraña en la misma talega y rendirle pleitesía, para que de camino se les rinda a ellos. Se asocia así el Estado con el Gobierno y todo lo demás queda subversivo y rojo. Están queriendo la misma uniformidad que aquel cabo primero instructor mío cuando nos pasaba el boli por la nuca y nos mandaba pelarnos, que el pelo es antipatriótico y anarquistón. La jura de bandera lo que ha sido siempre es una ceremonia iniciática para suicidas alegres, para que identificaran Patria y barracón, Estado y fila india, país y obediencia. La jura de bandera es un desfile de pollitos y a uno no le cuadra que se quiera identificar eso ahora con lealtad a la Constitución, cuando lo primero que hicieron los redactores de la Carta Magna fue justamente pensar cómo no cabrear demasiado a los espadones. No me gusta ninguna bandera, y no sólo porque como todos los símbolos homogeneiza, simplifica y manipula, sino porque además, igual que los dioses, justifican lo mismo el amor que las carnicerías. Sobre el patriotismo ya conocemos aquella frase que me parece que era de Samuel Johnson. Siempre he pensado que con las banderas sólo se emocionan los simples o los canallas. No seamos ni lo uno ni lo otro. Y que desfilen los pollitos.

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