Los días persiguiéndose
Luis Miguel Fuentes

20 de noviembre de 2003

Eurojunior

Los niños artistas, los niños de copla o de claqué, los niños con los que sus padres se montan su circo de monitos, han existido siempre porque la precocidad y la miniatura son simpáticas como un rabito. El niño Mozart tocaba el clave y el violín con los ojos vendados delante del arzobispo de Salzburgo y con seis años su padre lo llevó de gira por todas las cortes europeas. Hay quien dice que fue tanto traqueteo de chico lo que le trajo la mala salud que lo condujo a la tumba tan joven, agotado de genialidad, frío y deudas. El niño artista, el niño talentoso o graciosillo, puede devenir luego en estrella pero también en vieja gloria veinteañera, en gnomo de coca y casino o en otras podredumbres del fracaso y del estirón. En los escenarios, como en los burdeles, la edad se precipita y un niño artista, después de rozarse con vicetiples y representantes, con la fama con plumero y con caballitos y caprichos, puede acabar en monstruito, todo para que presuman las abuelas. Es desconcertante cómo nuestra sociedad y nuestra ley, hiperprotectoras con el menor, consienten esta explotación y este forzamiento del chiquillo hacia el negocio y el exhibicionismo falsamente ternurista que hace de todos ellos caniches con piano. Pero un pequeño cantor, como un torerillo, puede salvar a toda la familia de la mediocridad y de la hipoteca, llevarla hacia el ruido de las capitales y la tele, donde saldrán siempre grávidos de orgullo, orondos de bisutería y de pensar qué dirá la de la mercería. Sin embargo, por cada gesto amaestrado que le sale flamencamente al niño ante la cámara piensa uno que hay una tortura por debajo, un poco como la hay en la bella delgadez de la gimnasia rítmica, que también da muchos pajarillos torcidos y sin infancia.

A ese chiquillo del Eurojunior, Sergio Jesús, paisano mío, simpático de mella, normal y brutote, dulce y abrazadizo como todos los huérfanos o los cieguecitos, fueron a recibirlo el otro día al aeropuerto de Jerez lo menos ocho autobuses llenos de fans, escolares, embarazadas psicológicas y quiosqueras. Sanlúcar tiene ya como un nuevo niño Jesús y de esto ya se están aprovechando los de siempre. El día del concurso, el Ayuntamiento no sólo puso una pantalla en una plaza, sino que hasta el alcalde, Juan Rodríguez, del PP, se fue a Copenhague a ver en directo el evento con todo el séquito, que este hombre cuando viaja mueve a más gente que Zarrías. La ideología del PP sigue estando muy cercana a Marisol y quizá eso lo explica. Eso y la constante preocupación del consistorio sanluqueño por la cultura, que le lleva a esta desinteresada escolta por todo el continente de las nuevas promesas de la tierra, o, en la misma línea, a traer al verano de Sanlúcar al Risitas y al Cuñao. Todo, a la vez que mantiene una deuda millonaria con la histórica banda de música de la ciudad que está a punto de hacerla desaparecer.

Este niño artista está jugando a ser cantante, famoso, hijo del pueblo, limpiabotas que triunfa, pero por detrás están otros vigilando la chequera, multiplicando euros por canciones e incluso haciendo un populismo dickensiano a costa de sus trinos madreros y sentimentales. Un niño hecho instrumento o proyección de la propia ambición de la familia, del pueblo o del Ayuntamiento es tan triste como los que hilan, cosen zapatillas o recogen piedras por las covachas del tercer mundo. Lo de Eurojunior me pareció un festival de diminutos gladiadores. De niño gracioso y bailón, violentado por su padre, empezó Michael Jackson, y miren cómo ha quedado.

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