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Los días persiguiéndose |
11 de diciembre de 2003 Ficciones
España no nació de un cataclismo, como Atlantis, sino de un matrimonio al que la Iglesia le consagraba los coitos. De la alcoba de los Reyes Católicos saldría luego un Imperio que fue siempre un ensanche de lo doméstico y lo frailuno. Todo Estado no es más que una ficción, un contrato, un acta: Contrato matrimonial, las coronas que se ayuntan ante los vasallos, un cristianismo con la cruz fundamental de la espada y la fecundidad; contrato social, alianza con los dioses o entre los hombres, papel o guerra, la Constitución que tanto se celebra ahora o aquellas del XIX, rodeando el pudrimiento del Antiguo Régimen entre pronunciamientos y camarillas. El Estado no es, sino que se define. No tienen alma los pueblos, sino que se la dan como un nombre. La Historia, más que trazar por los siglos el camino de pueblos eternos, que es el argumento de los nacionalismos, lo que nos dice más bien es que los Estados cambian o se eligen como las constelaciones y lo único que permanece es el individuo, el sujeto primordial. Ante el individuo, los mapas de la tierra son como los del cielo: se fabrican imaginando perfiles de arqueros, fieras, dioses, muchachas; todos los miedos y esperanzas del hombre allí pintados. Igual en el cielo que en la tierra, igual el zodiaco que nuestras fronteras. “Stat rosa pristina nomine, nomina nuda tenemus”. Pero las estrellas, como la rosa, desconocen su afiliación y siguen siendo estrellas. El ser humano, al parecer, no. No seremos completamente libres hasta que abandonemos las patrias, que sólo dan fosas y necios. O hasta que la patria sea sólo el chaleco. Se va cayendo España por las esquinas, y esto no es grave porque España exista más que Orión. Lo es porque las patrias son siempre un agravio con el vecino, por que es el diferente, el otro (ay, Gabriel Albiac, cuánta razón tienes la mayoría de las veces), el que otorga por oposición la identidad de grupo. El nacionalismo es la nostalgia de la tribu, decía el otro día en estos papeles el lucidísimo Albert Boadella. Disfrazada de economicismo, a veces; sin más calificación posible que la de racista en el caso del nacionalismo vasco, ese cruce de carlismo y petanca. En Cataluña piensan que Andalucía les quita el dinero; en el País Vasco, que están invadidos por toreros mariquitas. Los nuestros que se van al norte rico y orgulloso, en la siguiente generación se han convertido en renegados. Los charnegos de la Catalunya andaluza luchan contra su estigma de contaminados exhibiendo su catalanismo, engordado a base de complejo de inferioridad. Ficción y agravio, el nacionalismo. Pero aquí en Andalucía somos pobres y no hay nacionalismo, o no hay nacionalismo porque somos pobres, o somos pobres quizá precisamente porque no hay nacionalismo y en esta pelea de cocodrilos estamos sin dientes. Se va pudriendo España por las esquinas y cada uno quiere su cuenco para él solo. Los políticos, mientras, se adaptan. El PSOE, compuesto de muchas baldosas, se disuelve por las diferentes cuencas hidrográficas y se distribuye según el puerto que toca. No es como decía ayer Raúl del Pozo que quieran mandar hasta en las cuadras, porque en las cuadras no hay dinero. Maragall y Chaves hacen todo enfrentado pero equivalente, el uno con el dinero del rico y el otro con el del pobre. El Estado o el nacionalismo, ficciones. Pero de las ficciones se vive bien, sea la religión o la política, que también es una mitología. Y al hombre sin bandera lo llaman mono o lo llaman loco. |