Los días persiguiéndose
Luis Miguel Fuentes

31 de diciembre de 2003

El Cuñao

Él era sólo su risa igual que hay calvos que son sólo su calva. Su risa de diente único, risa abisal, no se reía del chiste, sino que parecía reírse universalmente. Antonio Rivera Crespo, “El Peíto”, “El Cuñao”, vivía en esa risa de los feos que es otra manera de ir por el mundo con un solo traje que le hace de filosofía y de carriola. No era uno de esos mamarrachos que se fabrican para la televisión, sino un ser purísimo y simple, lorito de la taberna, gracioso entre julepes, que ya estaba ahí antes siendo lo más verídico del pueblo. Era insufrible y auténtico, era risible por inacción y especularmente, porque era un poco verse la exageración de la risa de uno mismo, llevada al paroxismo y a la malformidad. Se ha dicho que era un personaje velazqueño pero uno casi diría que tiraba más a lo expresionista. Era otro de los hijos incluseros de Quintero y se ha muerto el día de los inocentes, sin catástrofe y sin ruido, como era su propia risa, con la que respiraba y se ahogaba a partes iguales.

He opinado alguna vez que, en contra de lo que dicen muchos, lo de Quintero con El Peíto o El Risitas no es telebasura sino verismo. Tenemos la imagen de la sociedad que nos dejan los anuncios de coches y de yogures, pero hay unos personajes por los bajos de la vida que son así, niños mellados a los cuarenta, dóciles analfabetos, gente siempre un poco loca o torcida de algo, con su mundo en burbuja, con su poema malo, con su sabiduría de tendedero, con su chiste verde que lo es todo. No es una galería de monstruos lo de Quintero, sino más bien un arca de Noé de lo que somos. Los programas de la basura nos traen putas carcaveras y macarras, pero estos hijos lelos que saca de vez en cuando Quintero son el infantilismo que todavía vive en cada pueblo, donde hay cientos como El Peíto o El Risitas para recordarnos que existen inocencia, ignorancia, cañamones y muelas podridas. Jesús Quintero, de quien me cuentan que es señorito y malage con los seguratas y los botones, es un gran comunicador que ha sabido enseñarnos esa trascocina de la sociedad que no sale en otro sitio, y que más que al enojo de lo chabacano, a mí me lleva a la tristeza por una Andalucía que todavía es pobre, iletrada, cabril y titiritera. Prefiero, desde luego, a este Quintero sacando al aire igual a los poetas y a los próceres que a los animalillos de nuestras plazas, por vernos enteros y sin maquillaje, que al de esos densos monólogos suicidas, de dudoso valor literario, que hermanaban al insomne con su melancolía y a la luna con los camioneros. Es con El Peíto o con El Risitas, que eran el mismo corazón con dos caretas, donde Quintero se muestra más como submarinista de la realidad para traernos en un cofre una muestra de lo que somos a pesar de las modernidades que nos sobrevuelan. Eso es verismo, y no telebasura. La telebasura se ve más en los noticiarios, donde cabe siempre algún chapero disimulado.

El Cuñao ha muerto y El Risitas, de quien Quintero dice que ya cobra más que él, se ha quedado sin corifeo, sin colega y sin espejo. Antonio Rivera se había hecho famoso lateralmente y juntos hacían bolos por los pueblos. En esos teatros municipales del verano y de las reinas de la verbena sonaban tan auténticos que parecían sus propios imitadores. España no es que haya perdido un cómico o un bufón, sino quizá el rótulo de una de sus muchas afiliaciones o entrerazas. Este hombre era un pasacalle con toda una nación de feos, simples y tiernos detrás, con la boca abierta y la risa estacada.

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