|
Los días persiguiéndose |
18 de marzo de 2004 De nadie Después del horror, de la carne tan joven como el cristal, de la muerte tan negra como el día, cuando el sol era una cabeza cortada, entonces, por encima de los tentáculos de hierro sobrevolaron el país los buitres y aquéllos que pesan a los buitres, sacerdotes de la misma cosa. Ni los muertos ni el pueblo son de nadie, aunque los reclaman desde los áticos y las alcantarillas. Su gran fuerza de montón, su crujir de langostas, su estruendo de pies negros o manos blancas es lo que quieren, desfigurándolos. Y no hay consuelo en que cada cual coja su muerto, lo guarde en su caja con insectos y banderas, o lo alinee con los vivos que quedaron. A cada muerto sorprendido de su muerte se le evaporan los signos, las filiaciones, igual que se les derrama el alma, y ya no forman nunca más ejércitos ni votantes ni caravanas. Son sólo su silencio y sobre el silencio no se sostienen ideologías ni aguantan los amaneceres. Hay una vela por cada asesinado y un grito por cada vivo, y el mercader que quiera medir eso no encontrará escala ni cucharón donde quepa todo. Habrá quien quiera el trabajo de gusano o de quebrantahuesos. Que lo tomen ellos, los que saben del peso de los cadáveres, los que entienden su lengua de arena, los que les pueden hacer crecer en el vientre una flor de maíz o de venganza, el hijo fallecido o victorioso del muerto. No seré yo quien les busque la distancia, la razón, la geometría. De nadie son los muertos ni el pueblo. Han hablado de pronunciamiento, de golpismo, han salido algunos asustados de que la Historia entre en la política, como si esperaran que ahí sólo influyera la meteorología. Han dicho que España votó en un caldero, que fue por una radio malvada y unos chicos con coleta que se volcaron dos millones de votos en una noche, porque el pueblo es necio y no tiene tripas ni pupilas. Fácil ponen aquí las revoluciones; largos conspiradores como dragones debemos de tener que manejan así los planetas. Pero el pueblo se habla y actúa con la Historia, es él mismo la ola granulosa de la Historia, que no es algo que se pueda dejar en fresquera para pensarlo luego como en un cineclub. Este pueblo nuestro puede salir a la calle por el llanto de un infante y también por la cosecha de muertos o mentiras que trae la tarde, y marchar sobre decapitados y caballos sin más capitanes ni logias. Qué partido recogió más vivos o muertos como conchas, a quién sirven sus calaveras, a dónde señalaban los dedos quemados y los zapatos que se salieron. Cruel y estúpido ejercicio, porque de nadie son los muertos ni el pueblo, el pueblo que habla un día desde la montaña y forja otra vez el mundo. Basta ya de buscar enemigos y enmascarados, cuando el enemigo es el que está pudriendo de odio un continente tras otro como carretas sucesivas. Aquí muchos y varios se equivocaron, muchos y varios pesaron la mañana dolorosa y ancha de amputados y huérfanos. Pero ya está bien. Silencio y respeto para los caídos, respeto también para los que se levantaron. En buscarles dueños y resortes está todo lo miserable que nos ocupa estos días. El pueblo, que a veces vota por una corbata, votó esta vez con la garganta llena de sangre, porque la Historia no puede quitarse de encima un día así como si se arrancara los ojos. Paz y silencio, porque de nadie son los muertos ni el pueblo, y seguramente no hay ni tantos malvados ni tantos necios. |