Los días persiguiéndose
Luis Miguel Fuentes

1 de abril de 2004

Normalidad

Javier Arenas baja a poner orden como un abad; Zapatero completa su gobierno y coloca de mayordomo al hombre-ciprés del felipismo; se constituye la séptima legislatura del Parlamento de Andalucía, que será una sonata socialista; se refugian en capilla las viudas electorales y van de toreros los ganadores. Pero aunque se quiera, nada es normal todavía, cuando tiemblan las facas como antorchas y todas las palabras tienen filo de serpiente, aquí donde parece que no puede cambiar un gobierno sin una traición. El fondo shakesperiano de nuestra política puede ser falta de madurez democrática o mal romanticismo en un país de asonadas, puñales y galgos ahorcados. Si a nuestros políticos los echan es que los han asesinado como a un archiduque o los han violado entre cosacos como a una reina monja. Tiene que haber siempre una conspiración y unos grandes e históricos cuernos y unos ladinos que llegan a la tienda de Viriato y una capucha que esconde la sonrisa de un felón antonomásico, primordial y jorobado. Este gusto por la tragedia, tan mediterráneo, nos tiene trastornada la política, cuando aquí la tragedia ha sido otra, y no el virgo asaltado de los presidentes, ni los fantasmas o los envenenadores de los palacios. No le gusta a uno ver a los políticos pensando que han sido jinetes con guadaña los que les han descabalgado y que, en fin, el Diablo se preocupa tanto por ellos. Y no me gusta, sobre todo, porque así lo que sale es una democracia de brujos y un teatro donde el pueblo lo único que hace es llevar una lanza, que es lo más bajo que se da en teatro. Si nuestros gobernantes creen que sólo les puede derrotar un aquelarre celebrado a las puertas del Infierno, ¿qué esperanza de democracia nos dejan?

Hay ambiente de lobos, hay un ancho pantano para las venganzas, hay un rencor que crece, como el deseo, con noches, ganas aguantadas y el pensamiento negro en una media y en una flor de sangre. No recuerda uno, desde Felipe González, esta crispación en nuestra sociedad. Han vuelto el guerracivilismo, la conspiración mediática, la caída de los justos, todas las letanías de nuestro medievo político, que creíamos tan superado. Aznar, entrevistado, no parece un presidente que perdió las elecciones, sino un príncipe depuesto por una revolución de fakires. A él, nada salvo el rayo podía derribarlo. Igual que González. Vuelven una y otra vez a los muertos, aquí donde hay tanta costumbre de sacarlos a desfilar para que nos ganen siempre, ellos, las guerras. El PP se reúne en un acto patético y autocomplaciente de desagravio y parecen esperar a un resucitado. Se han instalado en esa melancolía que proporcionan las injusticias, sobre todo las inventadas. Han optado por el martirologio, por satisfacerse en sus llagas, eso que sabemos que no esconde sino una purísima soberbia. No puede haber autocrítica cuando han sido derrotados por la infamia, y aquí se unen el orgullo y la pereza. Todo esto lo creen, aun sabiendo el daño terrible que le están haciendo a nuestra democracia, tan imperfecta como necesaria. Nada, así, puede pretenderse normal. Llegaron la Historia y el pueblo y esto es lo que traen, inesperados amaneceres con el cielo volcado. Normalidad, necesitamos volver a la normalidad. Pero los dolientes, los ultrajados, los que esperan regresar con la espada y la ira y los legítimos hijos, todavía no se percatan de cuánto nos hace falta, de cuánto les hace falta.

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